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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (26 page)

BOOK: El palacio de la medianoche
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Ben se lanzó súbitamente contra Jawahal con toda la fuerza de su rabia contenida. Jawahal permaneció inmóvil en el extremo del banco y, cuando Ben atravesó su imagen, la silueta se desvaneció en el aire en una escultura de humo. Ben se precipitó contra el suelo y sintió que uno de los tornillos oxidados que asomaban bajo el banco le abría un corte en la frente.

—Una de las cosas que aprenderás pronto —dijo la voz de Jawahal a su espalda— es que, antes de combatir a tu enemigo, debes saber cómo piensa.

Ben se limpió la sangre que le caía por el rostro y se volvió en busca de aquella voz en la penumbra. La silueta de Jawahal se recortaba claramente sentada en el extremo opuesto del mismo banco. Por unos segundos el muchacho experimentó la desconcertante sensación de haber intentado atravesar un espejo y haber sido víctima de un enrevesado truco de geometría bizantina.

—Nada es lo que parece —dijo Jawahal—. Ya deberías haberlo advertido en los túneles. Cuando diseñé este lugar, me guardé varias sorpresas que sólo yo conozco. ¿Te gustan las matemáticas, Ben? La matemática es la religión de las gentes con cerebro, por eso tiene tan pocos adeptos. Es una lástima que ni tú ni tus ingenuos compañeros vayáis a salir jamás de aquí, porque podrías revelar al mundo algunos de los misterios que oculta esta estructura. Con un poco de suerte, obtendríais a cambio las mismas burlas, envidias y desprecios que coleccionó quien los inventó.

—El odio le ha cegado, le cegó hace mucho tiempo.

—Lo único que el odio ha hecho conmigo —replicó Jawahal— es abrirme los ojos. Y ahora más vale que abras bien los tuyos porque, aunque me tomas por un simple asesino, vas a comprobar que tú dispondrás de una oportunidad para salvarte y salvar a tus amigos. Algo que yo nunca tuve.

La figura de Jawahal se alzó y se acercó a Ben. El muchacho tragó saliva y se aprestó a echar a correr. Jawahal se detuvo a dos metros de él, cruzó las manos con parsimonia y le ofreció una leve reverencia.

—Me ha gustado esta conversación, Ben —dijo amablemente—. Ahora prepárate y búscame.

Antes de que Ben pudiese articular una palabra o mover un solo músculo, la silueta de Jawahal se escindió en un torbellino de fuego y se proyectó a velocidad vertiginosa a través de la bóveda de la estación describiendo un arco de llamas. En pocos segundos, el haz de fuego se sumergió en los túneles como una flecha ardiente y dejó tras de sí una guirnalda de briznas ardientes que se desvanecían en la oscuridad, indicando así a Ben el camino de su destino.

Ben dirigió una última mirada al manto ensangrentado y penetró de nuevo en los túneles con la certeza de que esta vez, tomase el camino que tomase, todas las galerías convergirían en un mismo punto.

La silueta del tren emergió de las tinieblas. Ben contempló el interminable convoy de vagones que exhibían la cicatriz de las llamas y, por un momento, creyó haber encontrado el cadáver de una gigantesca serpiente mecánica huida de la diabólica imaginación de Jawahal. Le bastó con aproximarse para reconocer el tren que había creído ver atravesar los muros del orfanato noches atrás, envuelto en llamas y transportando en su interior las almas atrapadas de cientos de niños que pugnaban por escapar de aquel infierno perpetuo. El tren yacía ahora inerte y oscuro, sin ofrecer indicio alguno que le permitiese suponer que sus compañeros pudieran estar en su interior.

Una corazonada, sin embargo, le llevaba a creer lo contrario. Dejó atrás la locomotora y recorrió lentamente el convoy de vagones en busca de sus amigos.

A medio camino, se detuvo a mirar a su espalda y comprobó que la cabeza del tren se había perdido ya en las sombras. Al disponerse a reanudar la marcha, advirtió que un rostro pálido y mortecino le observaba desde una de las ventanas del vagón más próximo.

Ben giró la cabeza bruscamente y sintió que el corazón le daba un vuelco. Un niño de no más de siete años le observaba atentamente, sus profundos ojos negros clavados en él. Tragó saliva y avanzó un paso en su dirección. El niño abrió los labios y las llamas asomaron entre ellos y prendieron su imagen como una hoja de papel seco que se deshizo ante sus ojos. Ben sintió un frío glacial en la base de la nuca y continuó caminando, ignorando el espeluznante murmullo de voces que parecía provenir de algún lugar oculto en las entrañas del tren.

Finalmente, cuando alcanzó el vagón de cola del convoy, se acercó a la puerta de entrada y empujó la manija. La lumbre de cientos de velas ardía en el interior del vagón. Ben se adentró y los rostros de Isobel, Ian, Seth, Michael, Siraj y Roshan se iluminaron de esperanza. Ben suspiró de alivio.

—Ahora ya estamos todos. Tal vez podamos empezar a jugar —dijo una voz familiar junto a él.

Ben se giró lentamente, los brazos de Jawahal rodeaban a su hermana Sheere. La puerta del vagón se selló como una compuerta acorazada y Jawahal soltó a Sheere. La muchacha corrió hasta Ben y él la abrazó.

—¿Estás bien? —preguntó Ben.

—Por supuesto que está bien —objetó Jawahal.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Ben a los miembros de la Chowbar Society, que permanecían atados en el suelo, ignorando a Jawahal.

—Perfectamente —confirmó Ian.

Ambos intercambiaron una mirada que explicaba más que mil palabras. Ben asintió.

—Si alguno luce un rasguño —aclaró Jawahal— se lo ha infligido su propia torpeza.

Ben se volvió a Jawahal y apartó a Sheere a un lado.

—Diga lo que quiere claramente.

Jawahal mostró una mueca de extrañeza.

—¿Nervioso, Ben, o con prisa por acabar? Yo he esperado dieciséis años este momento y puedo esperar un minuto más. Especialmente desde que Sheere y yo gozamos de nuestra nueva relación.

La idea de que Jawahal hubiese revelado su identidad a Sheere pendía sobre Ben como la espada de Damocles. Jawahal parecía haber leído su mente y disfrutar de la situación.

—No le escuches, Ben —dijo Sheere—. Este hombre mató a nuestro padre. Cuanto diga o pretenda hacernos creer no tiene más valor que la porquería que cubre este agujero.

—Duras palabras para pronunciarlas de un amigo —comentó Jawahal pacientemente.

—Moriría antes que ser su amiga…

—Nuestra amistad, Sheere, es cuestión de tiempo —murmuró Jawahal.

La sonrisa ecuánime de Jawahal se desvaneció al instante. A un gesto de su mano, Sheere salió proyectada contra el otro extremo del vagón, embestida por un ariete invisible.

—Ahora descansa. Muy pronto estaremos juntos para siempre…

Sheere impactó contra la pared de metal y cayó al suelo inconsciente. Ben se lanzó tras ella, pero la férrea presión de Jawahal le retuvo.

—Tú no vas a ninguna parte —dijo Jawahal y después, dirigiendo una mirada helada a los demás, añadió—: El próximo que tenga algo que decir verá sus labios sellados por el fuego.

—Suélteme —gimió Ben sintiendo que la mano que le asía el cuello estaba a punto de descoyuntarle las vértebras.

Jawahal le soltó instantáneamente y Ben se desplomó contra el suelo.

—Levántate y escucha —ordenó Jawahal—. Tengo entendido que formáis una especie de fraternidad en la que habéis jurado ayudaros y protegeros hasta la muerte. ¿Es cierto?

—Lo es —dijo Siraj desde el suelo.

Un puño invisible golpeó con fuerza al muchacho y lo derribó como a un muñeco de trapo.

—No te he preguntado a ti, chico —dijo Jawahal—. Ben, ¿piensas responder o experimentamos con el asma de tu amigo?

—Déjele en paz. Es cierto —respondió Ben.

—Bien. Entonces permíteme felicitarte por la fabulosa labor que has desempeñado al traer a tus amigos hasta aquí. Protección de primera clase.

—Dijo que nos iba a conceder una oportunidad —recordó Ben.

—Sé lo que dije. ¿En cuánto valoras la vida de cada uno de tus amigos, Ben?

Ben palideció.

—¿No entiendes la pregunta o quieres que averigüe la respuesta de otro modo?

—La valoro como la mía.

Jawahal sonrió lánguidamente.

—Me cuesta creerlo —afirmó.

—Lo que usted crea o deje de creer me trae sin cuidado.

—Entonces vamos a comprobar si tus bonitas palabras se corresponden con la realidad, Ben —indicó Jawahal—. Éste es el trato. Sois siete, sin contar a Sheere. Ella queda fuera de este juego. Por cada uno de vosotros siete, hay una caja cerrada que contiene… un misterio.

Jawahal señaló una hilera de cajas de madera pintadas en diferentes colores y que se alineaban una junto a la otra como una fila de pequeños buzones.

—Cada una de ellas tiene un orificio en la parte delantera que permite meter la mano, pero no sacarla hasta después de unos segundos. Es como una pequeña trampa para curiosos. Imagina que cada una de esas cajas contiene la vida de uno de tus amigos, Ben. De hecho, así es, pues en cada una hay una pequeña Placa de madera con el nombre de todos vosotros. Puedes introducir tu mano y sacarla. Por cada caja en la que metas tu mano y extraigas su pasaporte, liberaré a uno de tus amigos. Pero, por supuesto, hay un riesgo. Una de las cajas, en vez de la vida, contiene la muerte.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Ben.

—¿Has visto alguna vez un áspid, Ben? Una pequeña bestia de temperamento volátil. ¿Sabes algo de serpientes?

—Sé lo que es un áspid —replicó escuetamente Ben, sintiendo que las rodillas le flojeaban.

—Entonces te ahorraré los detalles. Te basta con saber que una de las cajas oculta un áspid.

—Ben, no lo hagas —dijo Ian.

Jawahal le dirigió una mirada maliciosa.

—Ben. Estoy esperando. No creo que nadie te ofrezca un trato más generoso en toda la ciudad de Calcuta. Siete vidas y sólo una posibilidad de error.

—¿Cómo sé que no miente? —preguntó Ben.

Jawahal alzó un largo dedo índice y negó lentamente frente al rostro de Ben.

—Mentir es una de las pocas cosas que no hago, Ben. Y lo sabes. Ahora decídete o, si no tienes valor para afrontar el juego y demostrar que tus amigos te son tan caros como nos quieres hacer creer, dilo claramente y le pasaremos el turno a otro con más agallas.

Ben sostuvo la mirada de Jawahal y asintió finalmente.

—Ben, no —repitió Ian.

—Dile a tu amigo que se calle, Ben —indicó Jawahal—, o lo haré yo.

Ben dirigió una mirada suplicante a Ian.

—No lo hagas más difícil, Ian.

—Ian tiene razón, Ben —dijo Isobel—. Si nos quiere matar, que lo haga él. No te dejes engañar.

Ben alzó una mano pidiendo silencio y se encaró a Jawahal.

—¿Tengo su palabra?

Jawahal le miró largamente y, por fin, asintió.

—No perdamos más tiempo —concluyó Ben dirigiéndose hacia la hilera de cajas que le aguardaban.

Ben contempló detenidamente las siete cajas de madera pintadas en diferentes colores y trató de imaginar en cuál de ellas Jawahal podía haber ocultado la serpiente. Intentar descifrar la mentalidad con la cual habían sido dispuestas era como tratar de reconstruir un puzzle sin conocer la imagen que componía. El áspid podía estar oculto en una de las cajas del extremo o en las del centro, en una de las pintadas en colores vivos o la que lucía una brillante capa negra. Cualquier suposición era superflua y Ben descubrió que su mente se quedaba en blanco ante la decisión que había de tomar inmediatamente.

—La primera es la más difícil —susurró Jawahal—. Escoge sin pensar.

Ben examinó su mirada insondable y no apreció en ella más que el reflejo de su rostro pálido y asustado. Contó mentalmente hasta tres, cerró los ojos e introdujo la mano en una de las cajas bruscamente. Los dos segundos que siguieron se hicieron interminables, mientras Ben esperaba sentir el contacto rugoso de un cuerpo escamoso y la punzada letal de los colmillos del áspid. Nada de eso sucedió; tras aquel lapso de espera agónica, sus dedos palparon una placa de madera y Jawahal le ofreció una sonrisa deportiva.

—Buena elección. El negro. El color del futuro. Ben extrajo la tablilla y leyó el nombre que había escrito sobre ella. Siraj. Dirigió una mirada inquisitiva a Jawahal y éste asintió. El crujido de las esposas que sujetaban al endeble muchacho se escuchó claramente.

—Siraj —ordenó Ben—. Baja de este tren y aléjate.

Siraj se frotó las muñecas doloridas y miró a sus compañeros, abatido.

—No pienso irme de aquí —replicó.

—Haz lo que Ben te ha dicho, Siraj —indicó Ian tratando de contener el tono de su voz.

Siraj negó.

Isobel le sonrió débilmente.

—Siraj, vete de aquí —suplicó la muchacha—. Hazlo por mí.

Siraj dudó, desconcertado.

—No tenemos toda la noche —dijo Jawahal—. Te vas o te quedas. Sólo los tontos desprecian la suerte. Y esta noche tú has agotado tu reserva de suerte para el resto de tu vida.

—¡Siraj! —ordenó Ben, terminante—. Lárgate ahora. Ayúdame un poco.

Siraj dirigió una mirada desesperada a Ben, pero su amigo no cedió un milímetro en su expresión severa e imperativa. Finalmente, asintió cabizbajo y se dirigió hacia la compuerta del vagón.

—No te detengas hasta llegar al río —indicó Jawahal—, o te arrepentirás.

—No lo hará —respondió Ben por él.

—Os esperaré —gimió Siraj desde el escalón del vagón.

—Hasta pronto, Siraj —dijo Ben—. Márchate ya.

Los pasos del muchacho se alejaron por el túnel y Jawahal alzó las cejas señalando que el juego continuaba.

—He cumplido mi promesa, Ben. Ahora te toca a ti. Hay menos cajas. Es más fácil elegir. Decídete rápido y otro de tus amigos salvará su vida.

Ben posó sus ojos sobre la caja contigua a la que había elegido en primer lugar. Era tan buena como cualquier otra. Lentamente, extendió la mano hasta ella y se detuvo a un centímetro de la trampilla.

—¿Seguro, Ben? —preguntó Jawahal.

Ben le miró, exasperado.

—Piénsalo dos veces. Tu primera elección ha sido perfecta; no lo vayas a estropear ahora.

Ben le ofreció una sonrisa despectiva y, sin apartar sus ojos de los de Jawahal, introdujo la mano en la caja que había escogido. Las pupilas de Jawahal se contrajeron como las de un felino hambriento.

Ben extrajo la tablilla y leyó el nombre.

—Seth —indicó—. Sal de aquí.

Las esposas de Seth se abrieron al instante y el muchacho se incorporó nervioso.

—Esto no me gusta, Ben —dijo.

—A mí me gusta menos que a ti —replicó Ben—. Sal ahí afuera y asegúrate de que Siraj no se pierde.

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