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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (11 page)

BOOK: El palacio de la medianoche
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—Sí, señor —musitó Ben—. No debe preocuparse ahora, señor.

Carter abrió los ojos y Ben constató horrorizado el rastro que las llamas habían labrado en ellos.

—Ben —intentó gritar Carter con la voz quebrada por el tormento—. Haz lo que te he dicho. Ahora. Ve a ver a esa mujer. Júramelo.

Ben escuchó los pasos del doctor pelirrojo a su espalda y sintió que el médico le asía del brazo y le arrastraba enérgicamente fuera del furgón. La mano de Carter resbaló entre las suyas y quedó suspendida en el aire.

—Ya está bien —dijo el médico—. Este hombre ya ha sufrido suficiente.

—¡Júramelo! —gimió Carter agitando la mano en el aire.

El chico contempló consternado cómo los médicos inyectaban una nueva dosis a Carter.

—Se lo juro, señor —dijo Ben sin saber a ciencia cierta si él podía escucharle ya—. Se lo juro.

Bankim le esperaba al pie del furgón. En segundo término, todos los miembros de la Chowbar Society y cuantos estaban presentes en el St. Patricks cuando había acontecido la desgracia le observaban con ojos ansiosos y el semblante abatido. Ben se aproximó a Bankim y le miró directamente a los ojos inyectados en sangre y enrojecidos por el humo y las lágrimas.

—Bankim, necesito saber una cosa —dijo Ben—. ¿Ha venido alguien llamado Jawahal a visitar a Mr. Carter?

Bankim le observó sin comprender.

—No ha venido nadie hoy —respondió el profesor—. Mr. Carter estuvo toda la mañana reunido con el Consejo Municipal y volvió aquí alrededor de las doce. Luego dijo que quería ir a su despacho a trabajar y que no deseaba que nadie le molestara, ni siquiera para almorzar.

—¿Estás seguro de que estaba solo en su despacho cuando se produjo la explosión? —preguntó Ben, rogando obtener una respuesta afirmativa.

—Sí. Creo que sí —respondió Bankim rotundamente, aunque su mirada albergaba una sombra de duda—. ¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué te ha dicho?

—¿Estás completamente seguro, Bankim? —insistió Ben—. Piénsalo bien. Es importante.

El profesor bajó la mirada y se masajeó la frente, como si tratase de hallar las palabras capaces de describir lo que apenas acertaba a recordar.

—En el primer momento —dijo Bankim—, un segundo después de la explosión, creí ver algo o a alguien salir del despacho. Todo era muy confuso.

—¿Algo o alguien? —preguntó Ben—. ¿Qué era?

Bankim alzó la mirada y se encogió de hombros.

—No lo sé —respondió—. Nada que yo conozca puede moverse tan rápido.

—¿Un animal?

—No sé lo que vi, Ben. Lo más probable es que fuese mi propia imaginación.

El desprecio que las supersticiones y las historias de supuestos prodigios sobrenaturales despertaban en Bankim eran familiares para Ben. El muchacho sabía que el profesor nunca admitiría haber presenciado nada que escapase a su capacidad de análisis o comprensión. Si su mente no podía explicarlo, sus ojos no podían verlo. Tan simple como eso.

—Y si así fue —preguntó Ben por última vez—, ¿qué más imaginaste?

Bankim dirigió la mirada hacia el boquete ennegrecido que ocupaba el lugar que horas antes estaba reservado al despacho de Thomas Carter.

—Me pareció que se reía —admitió Bankim en voz baja—. Pero no pienso repetirle eso a nadie.

Ben asintió y dejó a Bankim junto al furgón para dirigirse hasta sus amigos, que esperaban con ansiedad conocer la naturaleza de su conversación con Carter. Entre ellos, Sheere le observaba con marcada inquietud, como si en el fondo de su espíritu fuera la única capaz de intuir que las noticias que Ben traía estaban a punto de decantar los acontecimientos hacia una senda oscura y mortal, donde ninguno de ellos podría desandar sus pasos.

—Tenemos que hablar —dijo Ben pausadamente—. Pero no aquí.

Recuerdo aquella mañana de mayo como el primer signo del tormento que se cernía sobre nuestros destinos inexorablemente, tramándose a nuestras espaldas, y creciendo a la sombra de nuestra completa inocencia, aquella bendita ignorancia que nos hacía creer merecedores de un estado de gracia propio de aquellos que, al carecer de pasado, nada deben temer del futuro.

Poco sabíamos entonces que los chacales de la desgracia no corrían tras el infortunado Thomas Carter. Sus colmillos ansiaban otra sangre más joven, y teñida del estigma de una maldición que no podía ocultarse ni entre la multitud que se coagulaba en la algarabía de los mercados callejeros ni en las entrañas de ningún palacio sellado de Calcuta.

Seguimos a Ben hacia el Palacio de la Medianoche en busca de un lugar secreto donde escuchar lo que tenía que decirnos. Aquel día, ninguno de nosotros albergaba en su corazón el temor a que, tras aquel extraño accidente y aquellas palabras inciertas pronunciadas por los labios besados por el fuego de nuestro rector pudiera medrar mayor amenaza que la de la separación y el vacío hacia el cual las páginas en blanco de nuestro futuro parecían conducirnos. Debíamos aprender todavía que el Diablo creó la juventud para que cometiésemos nuestros errores y que Dios instauró la madurez y la vejez para que pudiéramos pagar por ellos.

Recuerdo también que todos escuchamos el recuento que Ben hizo de su conversación con Thomas Carter y que supimos sin excepción que nos ocultaba algo de lo que el rector herido le había confiado. Y recuerdo la expresión de preocupación que los rostros de mis amigos, y el mío, iban adquiriendo al comprender que, por primera vez en años, nuestro compañero Ben había elegido mantenernos al margen de la verdad, cualesquiera que fuesen sus motivos.

Cuando minutos más tarde solicitó hablar a solas con Sheere, pensé que su mejor amigo acababa de propinar la puñalada final que restaba para sentenciar los últimos días de la Chowbar Society.

Los hechos habrían de demostrarme más adelante que, una vez más, había juzgado erróneamente a Ben y a la fidelidad que los juramentos de nuestro club inspiraban en su ánimo.

En aquel momento, empero, me bastó observar el rostro de mi amigo Ben mientras hablaba con Sheere para intuir que la rueda de la fortuna había invertido su giro y que había sobre la mesa una mano negra cuyas apuestas nos abocaban a una partida más allá de nuestras posibilidades.

La Ciudad de los Palacios

A la luz neblinosa de aquel día húmedo y caluroso de mayo, los perfiles de los grabados y las gárgolas del refugio secreto de la Chowbar Society semejaban figuras de cera talladas a cuchillo por manos furtivas. El Sol se había ocultado tras un espeso manto de nubes de color ceniza y una asfixiante calima que se coagulaba en las calles de la ciudad negra ascendía desde el río Hooghly emulando los vapores letales de un pantano envenenado.

Ben y Sheere conversaban tras dos columnas derribadas en la sala central del caserón, mientras los demás esperaban a una docena de metros de allí, dedicando ocasionales miradas furtivas y recelosas a la pareja.

—No sé si he hecho bien ocultando esto a mis compañeros —confesó Ben a Sheere—. Sé que les disgustará y que va en contra de los principios de la Chowbar Society, pero si existe una remota posibilidad de que haya un asesino en las calles que pretende matarme, cosa que dudo, no tengo intención de complicarles en ello. Tampoco quiero involucrarte a ti, Sheere. No puedo imaginar qué relación guarda tu abuela con todo esto, y hasta que no lo averigüe, lo mejor será mantener este secreto entre tú y yo.

Sheere asintió. Le disgustaba comprender que de algún modo aquel secreto que compartía con Ben se interponía entre el muchacho y sus compañeros, pero al mismo tiempo, consciente de que la gravedad del asunto podía ser mayor de la que contemplaban en aquel momento, saboreaba complacida la proximidad que aquel vínculo le procuraba con Ben.

—También yo debo decirte algo, Ben —empezó Sheere—. Esta mañana, cuando vine a despedirme de vosotros, no pensé que tuviese importancia, pero ahora las cosas han cambiado. Anoche, mientras volvíamos hacia la casa donde nos alojamos, mí abuela me hizo jurar que nunca más hablaría contigo. Me dijo que debía olvidarte y que cualquier intento por mi parte de acercarme a ti podría acabar en tragedia.

Ben suspiró ante la velocidad que aquel torrente de amenazas veladas, que florecían en todos los labios en relación a su persona, estaba adquiriendo. Todos, excepto él, aparentaban conocer algún secreto indecible que le convertía en una carta marcada y portadora de desgracias. Lo que al principio había sido incredulidad y más tarde inquietud empezaba a transformarse en abierta irritación e ira ante el secretismo que parecía moverse a sus espaldas.

—¿Qué razones dio para decir algo así? —preguntó Ben—. Jamás me había visto antes de anoche y no creo que mi comportamiento justificase semejantes barbaridades.

—No creo que tuviese que ver con eso —apuntó Sheere—. Estaba asustada. No había rabia en sus palabras, sólo miedo.

—Pues vamos a tener que encontrar algo más que miedo si pretendemos averiguar qué es lo que está pasando —replicó Ben—. Vamos a ir a verla ahora.

Ben se dirigió hasta donde esperaban los demás miembros de la Chowbar Society. Sus rostros evidenciaban que habían estado discutiendo internamente el tema y que habían llegado a alguna resolución. Ben apostó por quién sería el portavoz de la inevitable protesta. Todos miraron a Ian y éste, al descubrir la conspiración, puso los ojos en blanco y suspiró.

—Ian tiene algo que decirte —puntualizó Isobel—. Y habla por todos nosotros.

Ben se encaró a sus compañeros y sonrió.

—Escucho.

—Bueno —empezó Ian—, la esencia de lo que queremos decir…

—Ve al grano, Ian —cortó Seth.

Ian se volvió, con toda la serena furia contenida que su flemático carácter le permitía.

—Si lo explico yo, lo haré como me dé la gana. ¿Está claro?

Nadie osó objetar más matices a su oratoria. Ian reemprendió su tarea.

—Como decía, lo esencial es que creemos que hay algo que no cuadra. Nos has dicho que Mr. Carter te ha explicado que hay un criminal que ronda el orfanato y que le ha atacado. Criminal que nadie ha visto y cuyos motivos, según tus explicaciones, no entendemos. Como tampoco entendemos por qué ha pedido hablar contigo específicamente o por qué has estado hablando con Bankim y no nos has dicho de qué. Suponemos que tienes tus razones para guardar el secreto y compartirlo sólo con Sheere, o mejor dicho, crees que las tienes. Pero, en honor a la verdad, si en algo valoras esta sociedad y su propósito, deberías confiar en nosotros y no ocultarnos nada.

Ben consideró las palabras de Ian y repasó los rostros del resto de sus compañeros, que asintieron al discurso de su portavoz.

—Si he ocultado algo es porque pienso que de lo contrario podía poner en peligro la vida de los demás —explicó Ben.

—El principio básico de esta sociedad es ayudarnos unos a otros hasta el fin y no simplemente escuchar historias de fantasías y desaparecer a las primeras de cambio en cuanto huele a chamusquina —protestó Seth airadamente.

—Esto es una sociedad, no una orquesta de señoritas —añadió Siraj.

Isobel le propinó un cachete en el cogote.

—Tú calla —recriminó Isobel.

—De acuerdo —dictaminó Ben—. Todos para uno y uno para todos. ¿Eso es lo que queréis? ¿Los Tres Mosqueteros?

Todos le observaron intensamente y, lentamente, uno a uno, asintieron.

—Muy bien. Os diré todo lo que sé, que no es mucho —dijo Ben.

Durante los diez minutos siguientes la Chowbar Society escuchó su relato en versión íntegra, incluyendo la conversación con Bankim y los temores de la abuela de Sheere. Finalizada la exposición, se abrió el turno de preguntas.

—¿Alguien ha oído hablar de ese tal Jawahal alguna vez? —preguntó Seth—. ¿Siraj?

El hombre enciclopedia no ofreció más respuesta que una negativa absoluta.

—¿Sabemos si Mr. Carter podía tener negocios con alguien así? ¿Tal vez haya en sus archivos algo al respecto? —preguntó Isobel.

—Podemos averiguarlo —dijo Ian—. Ahora lo fundamental es hablar con tu abuela, Sheere, y desentrañar este embrollo.

—Estoy de acuerdo —dijo Roshan—. Vayamos a verla y después decidiremos un plan de acción.

—¿Hay alguna objeción a la propuesta de Roshan? —preguntó Ian.

Una negativa general inundó los muros ruinosos del Palacio de la Medianoche.

—Bien, en marcha.

—Un momento —dijo Michael.

Los muchachos se volvieron a escuchar al perennemente taciturno virtuoso del lápiz y cronista grafico de la historia de la Chowbar Society.

—¿Se te ha ocurrido pensar que todo esto podría tener relación con la historia que nos has explicado esta mañana, Ben? —preguntó Michael.

Ben tragó saliva. Llevaba media hora haciéndose esa misma pregunta, pero era incapaz de hallar un nexo de conexión entre ambos sucesos.

—No veo la relación, Michael —dijo Seth.

Los demás meditaron sobre el tema, pero ninguno de ellos parecía inclinado a disentir del parecer de Seth.

—No creo que exista esa relación —corroboró Ben finalmente—. Supongo que lo soñé.

Michael le miró directamente a los ojos, algo que no solía hacer prácticamente nunca, y le mostró un pequeño dibujo que sostenía entre los dedos. Ben lo examinó e identificó la silueta de un tren cruzando una llanura devastada de chabolas y barracas. Una majestuosa locomotora acabada en cuña y coronada por grandes chimeneas que escupían vapor y humo lo arrastraba bajo un cielo sembrado de estrellas negras. El tren aparecía envuelto en llamas y a través de las ventanillas de los vagones se intuían cientos de rostros espectrales extendiendo los brazos y aullando en el fuego. Michael había traducido sus palabras al papel con absoluta fidelidad. Ben sintió que un escalofrío le recorría la espalda y miró a su amigo Michael.

—No entiendo, Michael —murmuró Ben—. ¿A dónde quieres ir a parar?

Sheere se acercó a ellos y su rostro palideció al contemplar el dibujo e intuir el nexo de unión entre la visión de Ben y el incidente en el St. Patricks que Michael había puesto al descubierto.

—El fuego —murmuro la muchacha—. Es el fuego.

La morada de Aryami Bosé había permanecido clausurada durante años y el fantasma de miles de recuerdos prisioneros entre los muros impregnaba todavía el ambiente de aquella casa habitada por libros y cuadros.

De camino habían acordado unánimemente que lo más procedente era permitir que Sheere entrase primero en la casa, pusiera a Aryami al corriente de los hechos y le manifestara la voluntad de los muchachos de hablar con ella. Una vez asumida esa primera fase, los miembros de la Chowbar Society estimaron igualmente oportuno limitar el numero de sus representantes en la reunión con la anciana, en la creencia de que la visión de siete adolescentes desconocidos ralentizaría su lengua ostensiblemente. Por ello, además de Sheere y Ben, se decidió que Ian también estuviera presente durante la conversación. Ian aceptó de nuevo el papel de embajador en funciones de la sociedad, no sin sospechar que la frecuencia con que le correspondía asumir tal papel estaba menos relacionada con la confianza de sus compañeros en su ingenio y templanza que con su aspecto inofensivo e idóneo para granjearse la aprobación de adultos y funcionarios públicos. En cualquier caso, tras recorrer las calles de la ciudad negra y esperar durante unos minutos en el patio de carácter selvático que rodeaba la casa de Aryami Bosé, Ian se unió a Ben y ambos entraron en la casa a la señal de Sheere, mientras los demás aguardaban su regreso.

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