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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (14 page)

BOOK: El palacio de la medianoche
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Los dos amigos observaron cómo se desarrollaba la discusión entre abuela y nieta durante un par de minutos más y finalmente Ben se dirigió hacia ellas.

—Espérame aquí —murmuró pausadamente.

Aryami Bosé entró de nuevo en la casa y dejó a solas a Ben y a Sheere en el umbral de su puerta. Sheere mostraba un rostro encendido de ira y Ben aguardó a que fuese ella misma quien eligiese su momento para empezar a hablar. Cuando lo hizo, su voz tembló de rabia e impotencia y sus manos se entrelazaron en un nudo tenso y férreo.

—Dice que partiremos mañana y que no quiere hablar más del asunto —explicó Sheere—. Dice también que tú deberías venir con nosotras, pero que no puede obligarte.

—Supongo que cree que eso es lo mejor para ti —apuntó Ben.

—¿Tu no piensas eso, Ben?

—Mentiría si dijera que lo pienso —admitió Ben.

—Yo he pasado toda mi vida huyendo de pueblo en pueblo, en trenes, en barcos y carromatos, sin tener una casa propia, amigos o un lugar que pudiera recordar como mío —dijo Sheere—. Estoy cansada, Ben. No puedo seguir huyendo toda la vida de alguien a quien ni siquiera conozco.

Los dos hermanos se miraron, en silencio.

—Ella es una mujer anciana, Ben. Tiene miedo, porque su vida se acaba y se siente incapaz de protegernos durante más tiempo —añadió Sheere—. Lo hace de corazón, pero huir ya no sirve de nada. ¿De qué serviría tomar mañana ese tren a Bombay? ¿Para tener que apearnos en cualquier estación, con otro nombre? ¿Para mendigar un techo en cualquier pueblo sabiendo que al día siguiente tendríamos que salir huyendo otra vez?

—¿Le has dicho eso a Aryami? —preguntó Ben.

—No quiere escucharme. Pero esta vez no pienso huir de nuevo. Ésta es mi casa, ésta es la ciudad de mi padre y aquí es donde pienso permanecer. Y si ese hombre viene a por mí, le plantaré cara. Si ha de matarme, que lo haga. Pero si he de vivir, no estoy dispuesta a hacerlo como una fugitiva que da gracias cada día por poder ver el Sol. ¿Me ayudarás, Ben?

—Por supuesto —repuso el muchacho.

Sheere le abrazó y se secó los ojos con un extremo del manto blanco que la cubría.

—¿Sabes, Ben? —dijo ella—. Anoche, con tus amigos en aquella vieja casa abandonada, vuestro Palacio de la Medianoche, mientras os explicaba mi historia, pensé que nunca tuve la oportunidad de ser una niña como las demás. Crecí entre viejos, entre miedos y mentiras. Con mendigos y viajeros sin nombre como única compañía. Me acordé de cómo inventaba compañeros invisibles y hablaba con ellos durante horas en las salas de las estaciones, en los carromatos. Los adultos me miraban y sonreían. A sus ojos, una niña hablando sola era una visión adorable. Pero no lo es, Ben. No es adorable estar solo, ni de niño, ni de viejo. Durante años me he preguntado cómo eran los demás niños, si tenían las mismas pesadillas que yo, si se sentían tan desgraciados como yo. Quien diga que la infancia es la época más feliz de la vida es un mentiroso o un estúpido.

Ben observó a su hermana y le sonrió.

—O ambas cosas —bromeó Ben—. Suelen ir unidas.

Sheere se sonrojó.

—Lo siento —dijo—. Hablo por los codos, ¿verdad?

—No —negó Ben—. Me gusta escucharte. Además, creo que tenemos más en común de lo que piensas.

—Somos hermanos —rió Sheere nerviosa—. ¿Te parece poco? ¡Gemelos! ¡Suena tan raro!

—Bueno, como suele decirse, sólo puedes escoger a tus amigos —bromeó Ben— la familia viene de propina.

—Entonces prefiero que seas mi amigo —dijo Sheere.

Ian se aproximó hasta ellos y comprobó aliviado que ambos hermanos parecían estar de buen humor e incluso se permitían el lujo de intercambiar algunas bromas, lo cual, dada la coyuntura, no era poco.

—Tú sabrás lo que haces. Ian, esta dama quiere ser mi amiga.

—Yo no te lo aconsejaría —siguió la broma Ian—. Yo lo soy desde hace años y así me va. ¿Habéis tomado una decisión?

Ben asintió.

—¿Es lo que me imagino? —preguntó Ian.

Ben asintió de nuevo y esta vez Sheere se sumó a su gesto afirmativo.

—¿Qué es lo que habéis decidido? —preguntó amargamente la voz de Aryami Bosé a sus espaldas.

Los tres muchachos se volvieron y descubrieron la silueta de la anciana, inmóvil en las sombras tras el umbral. Un tenso silencio medió entre ellos.

—No tomaremos ese tren mañana, abuela —respondió serenamente Sheere—. Ni Ben, ni yo.

Los ojos de la anciana les recorrieron uno a uno, abrasadores.

—¿Las palabras de unos mocosos inconscientes te han hecho olvidar en unos minutos todo lo que te he enseñado en años? —recriminó Aryami.

—No, abuela. Es mi propia decisión. Y nada en el mundo la va a cambiar.

—Tú harás lo que yo diga —cortó Aryami, aunque el olor de la derrota impregnaba cada una de sus palabras.

—Señora… —empezó Ian cortésmente.

—Cállate, hijo —espetó Aryami con renovada frialdad.

Ian reprimió sus deseos de replicar y bajó la mirada.

—Abuela, no cogeré ese tren —dijo Sheere—. Y lo sabes.

Aryami contempló a su nieta desde las sombras, sin pronunciar una sola palabra.

—Os estaré esperando en la estación de Howrah, al amanecer —dijo finalmente la anciana.

Sheere suspiró y Ben advirtió como su semblante se encendía de nuevo. Ben le sujetó un brazo y le indicó que no continuase la discusión. Aryami se volvió y lentamente sus pasos se perdieron en el interior de la casa.

—No puedo dejar que se quede así —murmuró Sheere.

Ben asintió y soltó el brazo de su hermana, que siguió a Aryami hasta la sala, donde la anciana se había sentado frente a la lumbre de las velas. Aryami no se volvió y permaneció inmóvil, ignorando la presencia de su nieta. Sheere se acercó a ella y la rodeó suavemente con sus brazos.

—Pase lo que pase, abuela —dijo—. Yo te quiero.

Aryami acató en silencio y escuchó los pasos de Sheere, alejarse de nuevo hacia el patio, mientras las lágrimas afloraban a sus ojos. En el exterior, Ben e Ian aguardaron la vuelta de Sheere y la recibieron con el semblante más optimista que lograron componer.

—¿A dónde vamos ahora? —preguntó Sheere, sus ojos empañados por las lágrimas y las manos temblorosas.

—Al mejor rincón de Calcuta —respondió Ben—, el Palacio de la Medianoche.

Las últimas luces de la tarde empezaban a palidecer cuando Isobel vislumbró la estructura fantasmal y angulosa de la antigua estación de Jheeter’s Gate emergiendo entre las brumas del río como el espejismo de una siniestra catedral que hubiera perecido pasto de las llamas. La muchacha contuvo la respiración y se detuvo a contemplar la escalofriante visión del denso entramado de cientos de vigas de acero, arcos y bóvedas superpuestas, en un laberinto insondable de metal y cristal astillado por el fuego. Un antiguo puente en ruinas y totalmente en desuso cruzaba el río hasta el pórtico de la estación, en la otra orilla, abierto igual que las negras fauces de un dragón inmóvil y expectante, cuyas infinitas hileras de colmillos largos y afilados se desvanecían en las tinieblas de su interior.

Isobel caminó hacia el puente que conducía hasta Jheeter’s Gate y sorteó los antiguos raíles que lo surcaban trazando una vía muerta hacia aquel mausoleo estigio. Los maderos que formaban el tendido de la vieja estación estaban ahora podridos y ennegrecidos, y la maleza salvaje avanzaba entre ellos. La estructura oxidada del puente crujía a su paso e Isobel no tardó en advertir la presencia de carteles que prohibían la entrada y advertían del peligro de derribo que se cernía sobre él. Ningún tren había vuelto a cruzar el río sobre aquel puente y, a juzgar por su aspecto desolado y degradado, Isobel supuso que nadie había vuelto a repararlo o ni siquiera a recorrerlo a pie.

A medida que la orilla Este de Calcuta iba quedando a su espalda y el fantasmagórico rompecabezas de acero y sombras de Jheeter’s Gate se alzaba frente a ella bajo el manto escarlata del crepúsculo, Isobel empezó a barajar la idea de que tal vez su propósito de acudir a aquel lugar no fuera tan atinado como había estimado en un principio. Una cosa era representar el papel de aventurera indómita y resuelta ante las adversidades, y otra muy diferente, sumergirse en aquel escenario sobrecogedor sin conocer ni una sola página del tercer acto.

Un aliento vaporoso e impregnado de ceniza y carbonilla que exhalaban a bocanadas los túneles ocultos en las entrañas de la estación llegó hasta su rostro. Era un hedor ácido y penetrante, un olor que sin motivo aparente Isobel asociaba con una vieja fábrica enterrada en gases letales y capas de suciedad y óxido. Isobel concentró la mirada en las primeras luces lejanas de las barcazas que surcaban el Hooghly y trató de conjurar la compañía de sus anónimos navegantes, mientras recorría el tramo del puente que restaba hasta la entrada de la estación. Cuando llegó al extremo opuesto, se detuvo entre los raíles que se adentraban en la negrura y contempló el gran frontón de acero. Sobre él empañadas por las manchas infligidas por las llamas, podían apreciarse las letras labradas que anunciaban el nombre de la estación; recordaba la entrada de un gran monumento funerario: JHEETER’S GATE. Isobel respiró profundamente y se dispuso a cometer el acto que menos había deseado realizar en sus dieciséis años de vida: penetrar en aquel lugar.

Seth y Michael exhibieron su beatífica sonrisa de alumnos ejemplares ante los escrutadores ojos de Mr. De Rozio, bibliotecario jefe de la sala principal del museo indio, y soportaron su inmisericorde análisis durante varios segundos.

—Es la petición más absurda que he oído en mi vida —sentenció De Rozio—. Al menos desde la última vez que estuviste aquí, Seth.

—Verá, Mr. De Rozio —improvisó Seth—, sabemos que el horario es sólo de mañanas y que lo que mi amigo y yo le pedimos puede parecer un poco extravagante…

—Viniendo de ti, nada es extravagante, jovencito —cortó De Rozio…

Seth reprimió una sonrisa. En Mr. De Rozio, las ironías pretendidamente punzantes eran signo inequívoco de debilidad e interés. Su nombre de pila era ignorado por la totalidad de la humanidad, con las posibles excepciones de su madre y su esposa, si es que había en la India mujer con agallas suficientes para desposarse con semejante ejemplar, estandarte de lo variopinto que podía llegar a resultar el género humano. Bajo su aspecto de cancerbero bibliófilo, De Rozio poseía un terrible talón de Aquiles: una curiosidad y una propensión al cotilleo de corte académico, que relegaba a las mujeronas del bazar a la condición de simples aficionadas.

Seth y Michael se miraron por el rabillo del ojo y decidieron soltar toda la carnaza.

—Mr. De Rozio —empezó Seth en tono melodramático—, no debiera decir esto, pero me veo obligado a confiar en su reconocida discreción: hay varios crímenes involucrados en este asunto y mucho nos tememos que puedan acontecer más si no ponemos coto a ello.

Los ojos diminutos y penetrantes del bibliotecario parecieron crecer por unos segundos.

—¿Estáis seguros de que Mr. Thomas Carter está al corriente de esto? —inquirió con severidad.

—Él nos envía —repuso Seth.

De Rozio los observó de nuevo, en busca de fisuras en su semblante que delatasen algún turbio tejemaneje.

—Y tu amigo —soltó De Rozio señalando a Michael—, ¿por qué no habla nunca?

—Es muy tímido, señor —explicó Seth.

Michael asintió débilmente, como si quisiera confirmar ese extremo. De Rozio carraspeó, dubitativo.

—¿Dices que hay crímenes de por medio? —dejó caer con estudiado desinterés.

—Asesinatos, señor —confirmó Seth—. Varios.

De Rozio miró su reloj y, tras meditar unos segundos y dirigir miradas alternativas a los muchachos y a la esfera, se encogió de hombros.

—Está bien —concedió. Pero será la última vez. ¿Cómo se llama ese hombre del que queréis saber?

—Lahawaj Chandra Chatterghee, señor —se apresuró a responder Seth.

—¿El ingeniero? —preguntó De Rozio—. ¿No murió en el incendio de Jheeter’s Gate?

—Sí, señor —explicó Seth—. Pero había alguien con él que no murió. Alguien muy peligroso. Alguien que provocó el incendio. Alguien que sigue ahí, dispuesto a cometer nuevos crímenes…

De Rozio sonrió con malicia.

—Suena interesante —murmuró.

Repentinamente una sombra de alarma asaltó al bibliotecario. De Rozio inclinó su considerable masa hacia los dos muchachos y les señaló con gesto terminante.

—¿Todo esto no será un invento de ese amigo vuestro, no? —inquirió—. ¿Cómo se llama?

—Ben no sabe nada de esto, Mr. De Rozio —le tranquilizó Seth—. Hace meses que no le vemos.

—Mejor así —sentenció De Rozio—. Seguidme.

Isobel se introdujo con pasos temerosos en el interior de la estación y dejó que sus pupilas se aclimatasen a la tiniebla que enmascaraba el lugar. Sobre ella, a decenas de metros, se abría la bóveda principal, formada por largas arcadas de acero y cristal. La gran mayoría de las láminas de vidrio se había fundido bajo las llamas o sencillamente había estallado pulverizando una lluvia de fragmentos ardientes sobre toda la estación. La luz del atardecer se filtraba entre las rendijas de metal oscurecido y las astillas de cristal que habían sobrevivido a la tragedia. Los andenes se perdían en la oscuridad dibujando una suave curva bajo la gran bóveda, su superficie cubierta con los restos de los bancos quemados y las vigas desprendidas de la techumbre.

El gran reloj que un día se había alzado en el andén central al igual que un faro en la bocana de un puerto se erguía ahora como un centinela sombrío y mudo. Isobel cruzó bajo la esfera del reloj y advirtió que las agujas se habían doblegado gelatinosamente hacia el suelo y formaban lenguas de chocolate fundido que indicaban para siempre la hora del horror que había devorado la estación.

Nada parecía haber cambiado en aquel lugar, excepto por la huella de los años de suciedad y el efecto de las lluvias que el manto torrencial del monzón había filtrado a través de los respiraderos y las grietas de la bóveda.

Isobel se detuvo a contemplar la gran estación desde el centro y creyó estar en el interior de un gran templo sumergido, infinito e insondable.

Una nueva bocanada de aire caliente y húmedo cruzó la estación y agitó sus cabellos en el aire al tiempo que arrastraba pequeñas briznas de suciedad sobre los andenes. Isobel sintió un escalofrío y escrutó las negras bocas de los túneles que se adentraban en la tierra en el extremo de la estación. Hubiera deseado tener a los demás miembros de la Chowbar Society junto a ella ahora, justo cuando los acontecimientos adquirían un cariz poco recomendable y excesivamente parecido a las historias que Ben se complacía en inventar para sus veladas en el Palacio de la Medianoche. Isobel palpó en su bolsillo y extrajo el dibujo que Michael había realizado de todos los miembros de la Chowbar Society, posando ante un estanque donde sus rostros se reflejaban. Isobel sonrió al verse retratada por el lápiz de Michael y se preguntó si era así como él la veía en realidad. Los echaba de menos.

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