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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (10 page)

BOOK: El palacio de la medianoche
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—No veo qué tiene que ver una cosa con la otra —objetó Isobel.

El caso de Hastings House, la antigua residencia del gobernador de la provincia al sur de Calcuta, era una de las predilectas de Siraj y probablemente la más emblemática historia de fantasmas de cuantas poblaban los anales de Calcuta, una historia densa y truculenta como pocas en este aspecto. Según la tradición local, durante las noches de luna llena el espectro de Warren Hastings, el primer gobernador de Bengala cabalgaba en un carruaje fantasmal hasta el porche de su vieja mansión en Alipore, donde buscaba frenéticamente unos documentos desaparecidos en el transcurso de los tumultuosos días de su mandato en la ciudad.

—La gente de la ciudad ha estado viéndolo durante décadas —protestó Siraj—. Es tan cierto como que el monzón inunda las calles.

Los miembros de la Chowbar Society se enzarzaron en una acalorada discusión en torno a la visión de Ben en la que sólo se abstuvo de participar el propio interesado. Minutos después, cuando todo diálogo razonable parecía descartado, los rostros participantes en la disputa se volvieron a observar la silueta vestida de blanco que los contemplaba callada desde el umbral de la sala sin techo que ocupaban. Uno a uno se fueron entregando al silencio.

—No quisiera interrumpir nada —dijo Sheere tímidamente.

—Bienvenida sea la interrupción —afirmó Ben—. Sólo discutíamos. Para variar.

—He escuchado el final —admitió Sheere—. ¿Viste algo anoche, Ben?

—Ya no lo sé —admitió el muchacho—. ¿Y tú? ¿Has conseguido huir del control de tu abuela? Me parece que anoche te pusimos en un aprieto.

Sheere sonrió y negó.

—Mi abuela es una buena mujer, pero en ocasiones se deja llevar por sus obsesiones y cree que los peligros me rondan en cada esquina —explicó Sheere—. No sabe que he venido. Por eso estaré poco tiempo.

—¿Por que? Hoy habíamos pensado en ir a los muelles, podrías venir con nosotros —dijo Ben ante la sorpresa del resto, que escuchaba por primera vez tales planes.

—No puedo ir con vosotros, Ben. He venido a despedirme.

—¿Qué? —exclamaron varias voces al unísono.

—Partimos mañana hacia Bombay —dijo Sheere—. Mi abuela dice que la ciudad no es lugar seguro y que debemos irnos. Me prohibió que os viera otra vez, pero no quería irme sin despedirme. En diez años sois los únicos amigos que he tenido, aunque sólo sea por una noche.

Ben la miró atónito.

—¿Iros a Bombay? —explotó—. ¿A qué? ¿Tu abuela quiere ser estrella de cine? ¡Es absurdo!

—Me temo que no lo es —confirmó Sheere con tristeza—. Me quedan sólo unas horas en Calcuta. Espero que no os importe que las comparta con vosotros.

—Nos encantaría que te quedases, Sheere —dijo Ian, hablando por todos.

—¡Un momento! —bramó Ben—. ¿Qué es todo este asunto de los adioses? ¿Unas horas en Calcuta? Imposible, señorita. Puedes pasarte cien años en esta ciudad y no haber entendido ni la mitad de lo que pasa. No puedes irte así. Y menos ahora que eres miembro de pleno derecho de la Chowbar Society.

—Tendrás que hablar con mi abuela —afirmó Sheere con resignación.

—Eso es lo que pienso hacer.

—Gran idea —comentó Roshan—. Anoche le caíste de maravilla.

—Poca fe veo en vosotros —se quejó Ben—. ¿Qué hay de los juramentos de la sociedad? Hay que ayudar a Sheere a encontrar la casa de su padre. Nadie saldrá de esta ciudad sin que hayamos encontrado esa casa y desentrañado sus misterios. Punto final.

—Yo me apunto —dijo Siraj—. ¿Pero cómo piensas conseguirlo? ¿Amenazarás a la abuela de Sheere?

—A veces, las palabras pueden más que las espadas —afirmó Ben—. Por cierto, ¿quién dijo eso?

—¿Voltaire? —insinuó Isobel.

Ben ignoró la ironía.

—¿Qué poderosas palabras serán ésas? —preguntó Ian.

—Las mías no, claro está —explicó Ben—. Las de Mr. Carter. Dejaremos que sea él quien hable con tu abuela.

Sheere bajo la mirada y negó lentamente.

—No funcionará, Ben —dijo la muchacha sin esperanza—. No conoces a Aryami Bosé. Nadie es más tozuda que ella. Lo lleva en la sangre.

Ben exhibió una sonrisa felina y sus ojos brillaron bajo el sol del mediodía.

—Yo lo soy más. Espera a verme en acción y cambiarás de opinión —murmuró.

—Ben, vas a meternos otra vez en un lío —dijo Seth.

Ben arqueó una ceja altivamente y repasó uno a uno los rostros de los presentes, pulverizando cualquier amago de rebelión que pudiera esconderse en su ánimo.

—El que tenga algo más que decir, que hable ahora o calle para siempre —amenazó solemnemente.

No se alzaron voces de protesta.

—Bien. Aprobado por unanimidad. En marcha.

Carter introdujo su llave personal en la cerradura de su despacho y la hizo girar dos veces. El mecanismo de la cerradura crujió y Carter abrió la puerta. Entró en la estancia y cerró la puerta de nuevo. No tenía deseos de ver o hablar con nadie por espacio de una hora. Se desabrochó los botones del chaleco y se dirigió hacia su butaca. Fue entonces cuando advirtió la silueta inmóvil sentada en el sillón enfrentado al suyo y comprendió que no estaba solo. La llave resbaló de entre sus dedos pero no llegó a tocar el suelo. Una mano ágil, enfundada en un guante negro la atrapó al vuelo. El rostro afilado asomó tras el alerón de la butaca y exhibió una sonrisa canina.

—¿Quién es usted y cómo ha entrado aquí? —exigió Carter, sin poder reprimir el temblor de su voz.

El intruso se levantó y Carter sintió la sangre huir de sus mejillas al reconocer al hombre que le había visitado en aquel mismo despacho dieciséis años atrás. Su rostro no había envejecido un solo día y sus ojos conservaban la ardiente rabia que el rector recordaba. Jawahal. El visitante tomó la llave entre sus dedos y se acercó a la puerta, cerrándola de nuevo. Carter tragó saliva. Las advertencias que le había realizado Aryami Bosé la noche anterior desfilaron a toda velocidad por su mente. Jawahal apretó la llave entre sus dedos y el metal se dobló con la facilidad de una horquilla de latón.

—No parece alegrarse de volverme a ver, Mr. Carter —dijo Jawahal—. ¿No recuerda nuestra cita concertada hace ya dieciséis años? He venido para realizar mi contribución.

—Salga ahora mismo o me veré obligado a avisar a la policía —amenazó Carter.

—No se preocupe por la policía, de momento. Yo la avisaré cuando me vaya. Siéntese y otórgueme el placer de su conversación.

Carter se sentó en su butaca y luchó por no traicionar sus emociones y mantener un semblante sereno, autoritario. Jawahal le sonrió amigablemente.

—Imagino que sabe por qué estoy aquí —dijo el intruso.

—No sé lo que busca, pero no lo encontrará aquí —replicó Carter.

—Tal vez sí, tal vez no —dijo Jawahal casualmente—. Busco a un niño que ya no lo es; ahora es un hombre. Usted sabe qué niño es. Lamentaría verme obligado a hacerle daño.

—¿Me está amenazando? —Jawahal rió.

—Sí —contestó fríamente—. Y cuando lo hago, lo hago en serio.

Carter consideró seriamente por primera vez la posibilidad de gritar pidiendo ayuda.

—Si lo que quiere es gritar antes de hora —sugirió Jawahal—, permítame darle motivos.

Tan pronto hubo pronunciado estas palabras, Jawahal extendió frente a su rostro su mano derecha y empezó a extraer el guante que la cubría con parsimonia.

Sheere y los demás miembros de la Chowbar Society apenas habían cruzado el umbral del patio del St. Patricks cuando las ventanas del despacho de Thomas Carter en el primer piso estallaron con un terrible estruendo y el jardín se cubrió con una lluvia de astillas de cristal, madera y ladrillo. Los muchachos se quedaron paralizados un segundo y acto seguido se apresuraron a correr hacia el edificio, ignorando el humo y las llamas que afloraban de la oquedad que había quedado abierta en la fachada.

En el momento de la explosión, Bankim se encontraba en el otro extremo del pasillo, ojeando unos documentos de administración que se proponía entregar a Carter para su firma. La onda expansiva le derribó al suelo; cuando alzó la vista, pudo ver cómo la puerta del despacho del rector salía despedida entre la nube de humo que inundaba el corredor y se estrellaba contra la pared. Un segundo después, Bankim se incorporó y corrió hacia el origen de la explosión. Cuando apenas mediaban seis metros entre él y la puerta del despacho, Bankim vio una silueta negra que emergía envuelta en llamas, desplegaba una capa oscura y se alejaba por el corredor como un gran murciélago a velocidad inverosímil. La forma desapareció dejando tras de sí un rastro de cenizas y emitiendo un sonido que a Bankim le recordó el furioso siseo de una cobra dispuesta a saltar sobre su víctima.

Bankim encontró a Carter tendido en el interior del despacho. Su rostro estaba cubierto de quemaduras y sus ropas humeantes parecían haber escapado de un incendio. Bankim se lanzó junto a su mentor y trató de incorporarle. Las manos del rector temblaban y Bankim constató con alivio que aún respiraba, aunque con cierta dificultad. Bankim gritó pidiendo ayuda y, al poco, los rostros de varios de los muchachos asomaron por la puerta. Ben, Ian y Seth le ayudaron a asistir a Carter y levantarle del suelo, mientras los demás apartaban los escombros del camino y preparaban un lugar en el pasillo donde colocar al rector del St. Patricks.

—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó Ben.

Bankim negó, incapaz de responder a la pregunta y visiblemente afectado todavía por los efectos de la conmoción que acababa de experimentar. Uniendo sus esfuerzos consiguieron sacar al herido al corredor mientras Vendela, con el rostro blanco como la porcelana y la mirada extraviada, corría a avisar al hospital más cercano.

Poco a poco, el resto del personal del St. Patricks fue acudiendo hasta allí, sin acertar a comprender qué era lo que había provocado aquel estruendo y a quién pertenecía aquel cuerpo chamuscado tendido en el suelo. Ian y Roshan formaron un cordón de contención e indicaron a todos cuantos se acercaban al lugar que se retirasen y no entorpeciesen el paso.

La espera de la ayuda prometida se hizo infinita.

Tras la confusión creada por la explosión y la ansiada llegada del furgón médico del hospital general de Calcuta, el St. Patricks se sumergió en media hora de angustiosa incertidumbre. Finalmente, cuando empezaba a cundir el desánimo entre los presentes tras los primeros momentos de pánico, un médico del equipo se reunió con Bankim y los muchachos para tranquilizarlos mientras tres de sus colegas seguían atendiendo a la víctima.

Al verle aparecer, todos se congregaron en torno a él, expectantes y ansiosos.

—Ha sufrido importantes quemaduras y se aprecian varias fracturas, pero está fuera de peligro. Lo que más me preocupa ahora son sus ojos. No podemos garantizar que vuelva recuperar la visión completa, pero es pronto para determinarlo. Va a ser necesario ingresarle y sedarle profundamente antes de efectuar las curas. Habrá que intervenirle con toda seguridad. Necesito alguien que pueda autorizar los documentos de ingreso —dijo el doctor, un joven pelirrojo de mirada intensa y aspecto resueltamente competente.

—Vendela puede hacerlo —dijo Bankim.

El doctor asintió.

—Bien. Todavía hay algo más —dijo el médico—. ¿Quién de ustedes es Ben?

Todos le miraron atónitos. Ben alzó la vista, sin comprender.

—Yo soy Ben —respondió—. ¿Qué ocurre?

—Quiere hablar contigo —dijo el doctor, con un tono de voz que evidenciaba que había tratado de disuadir a Carter de la idea y que desaprobaba su petición.

Ben asintió y se apresuró a entrar en el furgón del hospital donde los médicos habían colocado a Carter.

—Sólo un minuto, chico —advirtió el médico—. Ni un segundo más.

Ben se aproximó a la camilla donde yacía tendido Thomas Carter y trató de ofrecerle una sonrisa tranquilizadora, pero al comprobar el estado en que se encontraba el director del orfanato, sintió que el estómago se le encogía y las palabras eran incapaces de llegar a sus labios. A su espalda, uno de los médicos le hizo una seña para que reaccionara. Ben inspiró profundamente y asintió.

—Hola, Mr. Carter. Soy Ben —dijo el muchacho preguntándose si Carter podía oírle.

El herido ladeó la cabeza lentamente y alzó una mano temblorosa. Ben la tomó entre las suyas y la apretó suavemente.

—Dile a ese hombre que nos deje solos —gimió Carter, que no había abierto los ojos.

El médico miró con severidad a Ben y esperó unos segundos antes de dejarles en privado.

—Los médicos dicen que se va usted a poner bien… —dijo Ben.

Carter negó.

—Ahora no, Ben —cortó Carter, a quien cada palabra parecía suponerle un esfuerzo titánico—. Debes escucharme atentamente y no interrumpirme. ¿Me has entendido?

Ben asintió en silencio y tardó un breve lapso de tiempo en comprender que Carter no podía verle.

—Le escucho, señor.

Carter apretó sus manos.

—Hay un hombre que te busca y quiere matarte, Ben. Un asesino —articuló Carter trabajosamente—. Es necesario que me creas. Ese hombre se hace llamar Jawahal y parece creer que tú tienes algo que ver con su pasado. No sé por qué razón te busca; pero sé que es peligroso. Lo que ha hecho conmigo no es más que una muestra de lo que es capaz. Debes hablar con Aryami Bosé, la mujer que vino ayer al orfanato. Dile lo que te he dicho, lo que ha pasado. Ella quiso advertirme, pero no tomé en serio sus palabras. No cometas tú el mismo error. Búscala y habla con ella. Dile que Jawahal ha estado aquí. Ella te explicará lo que debes hacer.

Cuando los labios abrasados de Thomas Carter se sellaron, Ben sintió que todo el mundo se desplomaba a su alrededor. Cuanto el director del St. Patricks acababa de confiarle le resultaba de todo punto inverosímil. La conmoción de la explosión había dañado seriamente el razonamiento del rector y su delirio le llevaba a imaginar una conspiración contra su vida y sabe Dios qué otros peligros improbables. Contemplar cualquier otra alternativa no le resultaba aceptable en aquel momento, más si cabe a la luz del propio episodio que había soñado la madrugada pasada. Aprisionado en la atmósfera claustrofóbica del furgón impregnado del frío hedor a éter, Ben se preguntó por un momento si los habitantes del St. Patricks estaban empezando a perder la razón, él mismo incluido.

—¿Me has oído, Ben? —Insistió Carter con voz agónica—. ¿Has comprendido lo que he dicho?

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