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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (15 page)

BOOK: El palacio de la medianoche
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Entonces lo escuchó por primera vez, distante y enterrado en el murmullo de las corrientes de aire que recorrían aquellos túneles. Era el sonido de voces lejanas, semejante al que recordaba haber oído de la algarabía de una multitud cuando se había sumergido en el Hooghly años atrás, el día en que Ben la enseñó a bucear. Pero esta vez, Isobel tuvo la certeza de que no eran las voces de los peregrinos las que parecían acercarse desde lo más profundo de los túneles. Eran las voces de niños, cientos de ellos. Y aullaban de terror.

De Rozio acarició con precisión los tres rollos consecutivos que constituían su regia papada y examinó de nuevo la pila de documentos, recortes y papeles inclasificables que había reunido en varias expediciones al tracto digestivo de la alejandrina biblioteca del museo indio. Seth y Michael le observaban ansiosos y expectantes.

—Bien —empezó el bibliotecario—. Esto es más complicado de lo que parece. Hay mucha información respecto a ese tal Lahawaj Chandra Chatterghee bajo diferentes entradas. La mayoría de la documentación que he visto parecía reiterativa y poco significativa, pero haría falta por lo menos una semana para poner un poco de orden en los papeles de ese sujeto.

—¿Qué ha encontrado, señor? —preguntó Seth.

—De todo un poco, la verdad —explicó De Rozio—. Mr. Chandra era un brillante ingeniero, ligeramente adelantado a su tiempo, idealista y obsesionado por dejar a este país un legado que compensara a las gentes pobres de las desgracias que él atribuía al dominio y explotación británicos. No muy original, francamente. En resumen: reunía todos los requisitos para convertirse en un auténtico desgraciado. Aun así, parece que sorteó el mar de envidias, complots y maniobras para acabar con su carrera y consiguió llegar a convencer al gobierno de que financiase lo que era su sueño dorado: la construcción de la línea de ferrocarril que uniría las principales capitales de la nación con el resto del continente. Chandra creía que, de este modo, el monopolio comercial y político que se había iniciado en tiempos de Lord Clive y la compañía, con el tráfico fluvial y marítimo, tendría los días contados y que serían las gentes de la India las que lentamente recuperarían el control sobre la riqueza de su propio país. Lo cierto es que no hacía falta ser ingeniero para comprender que eso no iba a ser así.

—¿Hay algo respecto a un personaje llamado Jawahal? —preguntó Seth—. Era un amigo de juventud del ingeniero. Se celebraron varios juicios contra él. Casos sonados, creo.

—Debe de estar en algún lugar, hijo, pero hay un mar de documentos por clasificar. ¿Por qué no volvéis de aquí a un par de semanas? Para entonces habré tenido la oportunidad de poner algo de orden en todo este galimatías.

—No podemos esperar dos semanas, señor —dijo Michael.

De Rozio observó sorprendido al muchacho.

—¿Una semana? —ofreció De Rozio.

—Señor —dijo Michael—, es un asunto de vida o muerte. La vida de dos personas corre peligro.

De Rozio contempló la intensa mirada de Michael y asintió, vagamente aturdido. Seth no dejó escapar un segundo.

—Nosotros le ayudaremos a buscar y ordenar, señor —se ofreció.

—¿Vosotros? —preguntó—. No sé… ¿Cuándo?

—Ahora mismo —replicó Michael.

—¿Conocéis el código de cifrado de las fichas de la biblioteca? —interrogó De Rozio.

—Como el abecedario —mintió Seth.

El Sol se sumergió como un gran globo sangrante tras las vidrieras destruidas del panel este de Jheeter’s Gate y en pocos segundos Isobel asistió al hipnótico espectáculo de cientos de cuchillas horizontales de luz escarlata taladrando la penumbra de la estación. El sonido de aquellas voces aullantes fue creciendo, y pronto Isobel las escuchó resonar en el eco de la gran bóveda. El suelo empezó a vibrar bajo sus pies y la muchacha advirtió que algunas astillas de cristal se precipitaban desde la techumbre. Isobel sintió una punzada en el antebrazo izquierdo y se llevó la mano al punto donde había recibido el impacto. Su sangre tibia le resbaló entre los dedos. Corrió hacia el extremo de la estación, protegiéndose el rostro con las manos.

Una vez bajo el abrigo de una escalinata que ascendía a los niveles superiores, descubrió ante sí una amplia sala de espera cuyos bancos de madera quemada yacían abatidos sobre el suelo. Los muros estaban recubiertos por extrañas pinturas trazadas crudamente con las manos, figuras que parecían querer representar formas humanas deformadas y demoníacas que alzaban largas garras lobunas y poseían una mirada desorbitada. La vibración bajo sus pies era ahora muy intensa e Isobel se aproximó a la entrada del túnel. Una intensa bocanada de aire ardiente le abrasó el rostro y se frotó los ojos, incapaz de creer lo que estaba viendo.

Una locomotora de luz envuelta en llamas emergía de lo más profundo del túnel y escupía con furia círculos de fuego que lo recorrían como balas de cañón y estallaban en aros de gas incandescente. Isobel se lanzó al suelo y el tren de fuego cruzó la estación con un estruendo ensordecedor del metal contra el metal y de los alaridos de cientos de niños que gritaban atrapados entre las llamas. Se mantuvo tendida, con los ojos cerrados, paralizada por el terror, hasta que el sonido del tren se desvaneció en el aire.

Alzó la cabeza y miró a su alrededor. La estación estaba desierta y cubierta de una nube de vapor que ascendía lentamente y prendía en el color rojo intenso de las últimas luces del día. Frente a ella, a dos palmos escasos, se extendía un charco de una sustancia oscura y viscosa que brillaba a la lumbre del crepúsculo. Por un momento, la muchacha creyó ver sobre su superficie el reflejo del rostro luminoso y triste de una dama envuelta en luz que la llamaba. Alargó una mano hasta ella e impregnó la yema de sus dedos en aquel fluido espeso y cálido. Sangre. Retiró la mano repentinamente y se limpió los dedos sobre su propio vestido, mientras la visión de aquel rostro espectral se desvanecía. Jadeando, se arrastró hasta la pared y se recostó contra ella para recuperar el aliento.

Transcurrido un minuto, Isobel se incorporó y examinó la estación. Las luces del atardecer se estaban extinguiendo y pronto se abatiría la noche cerrada. En aquel preciso instante sólo había un pensamiento claro en su mente: no quería esperar aquel momento en el interior de Jheeter’s Gate. Empezó a caminar nerviosamente hacia el pórtico de salida y sólo entonces descubrió a una silueta fantasmal que avanzaba hacia ella entre la neblina que cubría los andenes de la estación. La figura alzó una mano e Isobel vio que sus dedos se prendían en llamas, iluminando su paso. En aquel momento comprendió que no iba a salir de allí tan fácilmente como había entrado.

A través del tejado caído del Palacio de la Medianoche podía contemplarse el cielo nocturno sembrado de estrellas, un mar infinito de pequeñas velas blancas. El anochecer se había llevado consigo parte del calor abrasador que había castigado la ciudad desde el amanecer, pero la brisa que acariciaba tímidamente las calles de la ciudad negra era apenas un suspiro tibio e impregnado de la humedad nocturna que exhalaba el río Hooghly.

Mientras esperaban la llegada de los restantes miembros de la Chowbar Society, Ian, Ben y Sheere aniquilaban los minutos lánguidamente, entre las ruinas del viejo caserón, cada cual perdido en sus propios pensamientos.

Ben había optado por auparse a su retiro predilecto, una viga desnuda que cruzaba horizontalmente el frontón delantero de la estructura del Palacio. Sentado en el centro exacto de su recorrido, con las piernas colgando, Ben acostumbraba a subir hasta su atalaya solitaria a contemplar las luces de la ciudad y las siluetas de los palacios y los cementerios que flanqueaban el sinuoso recorrido del Hooghly a través de Calcuta. Solía pasar horas allí arriba, sin hablar o molestarse en volver la vista a tierra firme apenas por un segundo. Los miembros de la Chowbar Society respetaban este hábito, uno más en la peregrina colección de rarezas con que Ben aderezaba su conducta, y habían aprendido a convivir con las prolongadas melancolías que venían asociadas inequívocamente a su descenso de los cielos.

Ian observó de refilón a su amigo desde el patio del Palacio y decidió permitirle disfrutar de uno de sus últimos retiros espirituales; mientras, él regresó a la tarea con la que había estado ocupando su tiempo y el de Sheere durante la última hora: tratar de explicarle a la muchacha los rudimentos del ajedrez haciendo uso de un tablero del que la Chowbar Society disponía en su sede central. Las piezas estaban reservadas a los campeonatos anuales que se celebraban en diciembre, los cuales, invariablemente, ganaba Isobel, haciendo gala de una superioridad rayana en lo insultante.

—Hay dos teorías respecto a la estrategia del ajedrez —explicó Ian—. En realidad hay miles, pero sólo hay un par que realmente cuenten. La primera dice que la clave del juego está en la segunda hilera de piezas: rey, caballo, torre, reina, etc. Según esta teoría, los peones no son más que piezas que se han de sacrificar mientras se desarrolla la táctica. La segunda teoría, en cambio, defiende que los peones pueden y deben ser las más letales piezas de ataque y que una estrategia inteligente debe emplearlos como tales si quiere salir victoriosa. A mí, la verdad, no me funciona ninguna de las dos teorías, pero Isobel es una ardiente defensora de la segunda.

La mención a su compañera trajo de nuevo a su pensamiento la inquietud respecto a su paradero. Sheere advirtió su expresión perdida y le rescató con una nueva cuestión respecto al Juego.

—¿Cuál es la diferencia entre táctica y estrategia? —preguntó—. ¿Es una cuestión puramente técnica?

Ian calibró la pregunta de Sheere y sospechó que no tenía respuesta.

—Es una diferencia literaria, no real —afirmó la voz de Ben desde las alturas—. La táctica es el conjunto de pequeños pasos que das para llegar a algún sitio. La estrategia son los pasos que das cuando ya no hay ningún lugar al que ir.

Sheere alzó la vista y sonrió a Ben.

—¿Juegas al ajedrez, Ben? —preguntó Sheere.

Ben no respondió.

—Ben deplora el ajedrez —explicó Ian—. Según él, es la segunda forma más inútil de desperdiciar la inteligencia humana.

—¿Y cuál es la primera? —preguntó Sheere, divertida.

—La filosofía —respondió Ben desde su atalaya.

—Ben dixit —sentenció Ian—. ¿Por qué no bajas ya, Ben? Los demás deben de estar al llegar.

—Esperaré —dijo Ben, regresando a su lugar entre las nubes.

Ben no descendió hasta media hora más tarde, cuando Ian estaba enfrascado en la explicación del salto del caballo y Roshan y Siraj aparecieron por el umbral del patio del Palacio de la Medianoche. Poco después, Seth y Michael hicieron lo propio y todos se reunieron en círculo a la lumbre de una pequeña hoguera que improvisó Ian con los últimos restos de leña seca que guardaban en una nave cubierta y protegida de las lluvias en la parte trasera del Palacio. Los rostros de los siete muchachos adquirieron un tinte cobrizo al fuego mientras Ben pasaba una botella con agua que, si no estaba fresca, al menos no era portadora de fiebres letales.

—¿No esperamos a Isobel? —preguntó Siraj, visiblemente inquieto por la ausencia del objeto de su encandilamiento unidireccional.

—Tal vez no venga —dijo Ian.

Todos le miraron al unísono, perplejos. Ian explicó sucintamente su conversación con Isobel aquella misma tarde y comprobó que los rostros de sus amigos se iban ensombreciendo. Cuando hubo finalizado, les recordó que Isobel había indicado que, con o sin su presencia, debían poner en común sus averiguaciones y pasó a ofrecer el primer turno a quien deseara hacer uso de él.

—Está bien —dijo Siraj nervioso—. Explicaré lo que nosotros hemos averiguado y un segundo después saldré a buscar a Isobel. Sólo a esa cabezota se le podría ocurrir salir de excursión nocturna esta noche, sola y sin decir a dónde iba.

—¿Cómo has podido dejarla, Ian? —Roshan salió en ayuda de Ian y colocó su mano sobre el hombro de Siraj—. No se discute con Isobel recordó Roshan. Se escucha. Explica lo del jeroglífico y luego nos vamos los dos a por ella.

—¿Jeroglífico? —preguntó Sheere.

Roshan asintió.

—Hemos encontrado la casa, Sheere —explicó Siraj—. Mejor dicho, sabemos dónde está.

El rostro de Sheere se iluminó súbitamente y su corazón empezó a latir con fuerza. Los muchachos se acercaron al fuego y Siraj extrajo una hoja de papel en la que aparecían copiados unos versos en la inconfundible caligrafía del endeble muchacho.

—¿Y eso? —preguntó Seth.

—Un poema —repuso Siraj.

—Léelo —indicó Roshan.

La ciudad que amo es oscura y profunda.

Casa de miserias, hogar de espíritus malditos a quien nadie abre sus puertas ni corazón.

La ciudad que amo vive en el crepúsculo, sombra de maldad y glorias olvidadas de fortunas vendidas y almas en penuria.

La ciudad que amo no ama a nadie ni conoce reposo, torre izada al infierno incierto de nuestro destino, del embrujo de una condenación escrita en sangre, gran baile de engaños e infamias, bazar de mi tristeza…

Los siete muchachos guardaron silencio tras la lectura del poema y por un segundo sólo el sonido del fuego y la voz lejana de la ciudad silbaron en el viento.

—Conozco esos versos —murmuró Sheere—. Pertenecen a uno de los libros de mi padre. Vienen al final de mi cuento favorito, la historia de las lágrimas de Shiva.

—Exacto —corroboró Siraj—. Hemos pasado la tarde entera en el Instituto Bengalí de Industria. Es un edificio increíble, casi en ruinas, que apila pisos y pisos de archivos y salas enterradas en polvo y basura. Había ratas y estoy seguro de que si fuésemos de noche podríamos averiguar que algo, se esconde…

—Ciñámonos a lo esencial, Siraj —cortó Ben—. Por favor.

—De acuerdo —convino Siraj dejando para otro momento su entusiasmo por el misterioso lugar—. En esencia, tras horas de investigación (que no voy a contar, visto el clima), hemos dado con un legajo de documentos que perteneció a tu padre y que estaba bajo la custodia del Instituto desde 1916, fecha del accidente de Jheeter’s Gate. Entre ellos había un libro autografiado por él y, aunque no nos han permitido llevárnoslo, sí hemos podido examinarlo. Y hemos tenido suerte.

—No veo en qué —objetó Ben.

—Tú deberías ser quien antes lo viese. Junto al poema, alguien, supongo que el padre de Sheere, había dibujado a pluma una casa —replicó Siraj con una sonrisa misteriosa mientras le tendía el papel con el poema.

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