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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (19 page)

BOOK: El palacio de la medianoche
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Súbitamente se hizo el silencio. Roshan se incorporó y abrió los ojos por primera vez desde que había saltado. La estación estaba de nuevo desierta y no había más rastro del tren que dos hileras de llamas que se extinguían a lo largo de los raíles. Notó que las entrañas se le inundaban de agua helada y corrió de vuelta hacia el punto donde había visto por última vez a Siraj. Maldiciendo su cobardía, lloró de rabia y comprobó que estaba solo en la estación.

El amanecer, a lo lejos, le mostraba el camino de salida.

El preludio del alba se insinuaba tímidamente a través de los postigos cerrados de la sala de la biblioteca del museo indio. Seth y Michael, exhaustos, dormitaban sobre la mesa al borde de la inconsciencia. Mr. De Rozio suspiró profundamente y retiró su silla del escritorio frotándose los ojos. Llevaba horas enfrascado en el océano de documentos tratando de desentrañar aquel monstruoso sumario judicial; su estómago le reclamaba atenciones, amén de una clara moratoria en la ingestión de café si se esperaba de él que siguiera cumpliendo sus funciones con cierta dignidad.

—Me rindo, bellas durmientes —atronó.

Seth y Michael levantaron la cabeza de un respingo y comprobaron que el día había madrugado más que ellos.

—¿Qué ha podido encontrar, señor? —preguntó Seth, reprimiendo un bostezo.

Su estómago crujía y su cabeza parecía estar repleta de un potaje de manzanas cocidas.

—¿Bromeas, hijo? —dijo el bibliotecario—. Me parece que me habéis tomado el pelo.

—No comprendo, señor —adujo Michael.

De Rozio bostezó airosamente mostrando unas fauces cavernosas y emitió un sonido que despertó en los muchachos la imagen mental de un hipopótamo retozando en un río.

—Muy simple —dijo el bibliotecario—. Vinisteis aquí con una historia de asesinatos y crímenes y con ese absurdo enredo del tal Jawahal.

—Pero todo eso es cierto. Tenemos información de primera mano.

De Rozio rió con sorna.

—A lo mejor es a vosotros a quienes han tomado por tontos —replicó—. En toda esa pila de papeles no he encontrado una sola mención a vuestro amigo Jawahal. Ni una letra. Cero.

Seth sintió que su desinflado estómago se deslizaba hasta sus pies por la pernera del pantalón.

—Pero eso es imposible, Jawahal fue condenado e ingresó en la prisión de la que huyó años después. Tal vez podríamos, empezar de nuevo por ahí. Por la fuga. Debe constar en algún lugar…

De Rozio le escrutó con escepticismo con sus ojos porcinos y penetrantes. Su rostro delataba claramente que no había segunda oportunidad.

—Si yo fuera vosotros, chicos —sugirió el bibliotecario—, volvería a donde hubiese conseguido esa historia y me aseguraría de que esta vez me la explicaran entera. Y respecto a ese Jawahal que según vuestro informe misterioso estaba en prisión, me parece más escurridizo de lo que vosotros y yo podemos manejar.

De Rozio examinó a los dos muchachos. Estaban pálidos como el mármol. El orondo erudito les ofreció una sonrisa de conmiseración.

—Mis condolencias —murmuró—. Habéis estado olfateando en el agujero equivocado.

Poco después, Seth y Michael contemplaban el amanecer sentados en los la fachada principal del museo indio. Una ligera llovizna había impregnado las calles de una capa brillante que formaba una lámina de oro líquido a la luz del Sol ascendente entre las brumas del Este. Seth miró a su compañero y le mostró una moneda.

—Cara, yo voy a ver a Ariami y tú vas a la prisión —dijo Seth—. Cruz al revés.

Michael asintió con los ojos entrecerrados. Seth lanzó la moneda al aire y el círculo de bronce describió una trayectoria de brillos parpadeantes, hasta detenerse de nuevo sobre la muñeca de Seth. Michael se inclinó a comprobar el resultado.

—Recuerdos a Aryami… —murmuró Seth.

La luz del día llegó finalmente a la casa del ingeniero Chandra tras una noche que parecía no querer acabar jamás. Ian bendijo por primera vez en su vida el sol de Calcuta cuando sus rayos velaron el manto de oscuridad que los había envuelto durante horas.

El día se llevó consigo el aspecto amenazador de la casa, y Ben y Sheere también agradecieron visiblemente la llegada de la claridad con un gesto relajado y de sincero cansancio. Les costaba recordar la última vez que habían dormido, aunque apenas fuese unas horas antes. El peso del sueño y el agotamiento que el ritmo de los acontecimientos les había deparado les permitían afrontar la situación ahora con una serenidad que, en la oscuridad de la noche, no hubieran osado considerar.

—Bien —dijo Ben—. Si hay algo que esta casa tiene, es que resulta segura. Si nuestro amigo Jawahal hubiese podido entrar aquí, ya lo hubiese hecho. Nuestro padre tendría aficiones excéntricas, pero sabía proteger una casa. Propongo que tratemos de dormir un poco. Tal como están las cosas, prefiero dormir a la luz del día y estar bien despierto al anochecer.

—No puedo estar más de acuerdo —convino Ian—. ¿Dónde podríamos dormir?

—Hay varias habitaciones en las torres —explicó Sheere—, hay donde elegir.

—Sugiero utilizar habitaciones contiguas —apuntó Ben.

—De acuerdo —dijo Ian—. Y tampoco estaría de más comer algo.

—Eso tendrá que esperar —convino Ben—. Más tarde saldremos a buscar algo.

—¿Cómo podéis tener hambre? —preguntó Sheere.

Ben e Ian se encogieron de hombros.

—Fisiología elemental —repuso Ben—. Pregúntale a Ian. Él es el médico.

—Como me dijo una vez una maestra que daba clases de lectura en una escuela de Bombay —dijo Sheere—, la principal diferencia entre un hombre y una mujer es que un hombre siempre antepone su estómago a su corazón. Una mujer siempre hace lo contrario.

Ben sopesó aquella teoría y no dudó en contraatacar.

—Cito textualmente a nuestro misógino favorito, Mr. Thomas Carter, soltero profesional y vocacional: «La verdadera diferencia es que mientras los hombres tienen el estómago mucho más grande que el cerebro y el corazón, el corazón de las mujeres es tan pequeño que siempre se les escapa por la boca».

Ian asistió al cruce de citas Ilustres presa de un absoluto asombro.

—Filosofía barata —sentenció Sheere.

—La barata, querida Sheere —adujo Ben—, es la única filosofía que vale algo.

Ian alzó una mano en señal de tregua.

—Buenas noches, pareja —dijo dirigiéndose directamente hacia la torre.

Diez minutos después los tres estaban sumidos en un profundo sueño del que nadie les hubiera podido despertar. La fatiga pudo más que el miedo.

Seth descendió media milla hacia el Sur desde las escalinatas del museo indio en Chowringhee Road y torció en Park Street hacia el Este, en dirección al área del Bemapukur, donde las ruinas de la antigua penitenciaría de Curzon Fort se alzaban en las inmediaciones del cementerio escocés. El deteriorado camposanto de los escoceses había sido construido en lo que antiguamente suponían los límites oficiales de la ciudad. En aquella época, la elevada tasa de mortalidad y la velocidad con que los cadáveres se descomponían obligaron a trasladar todos los terrenos funerarios fuera de Calcuta por motivos de salud pública. Los escoceses, irónicamente, aunque habían controlado con mano firme durante décadas toda la actividad mercantil de Calcuta, descubrieron que no podían pagarse un entierro entre las tumbas de sus vecinos británicos y se vieron obligados a levantar su propio cementerio. En Calcuta los ricos se negaban a ceder su suelo a los más pobres, incluso después de muertos.

Al aproximarse a los restos de la penitenciaría de Curzon Fort, Seth comprendió por qué motivo todavía no había sido víctima de los sangrientos derribos habituales en la ciudad. La estructura del edificio parecía pender de un hilo invisible dispuesto a desplomarse sobre el gentío al menor intento de alterar su equilibrio. El incendio parecía haber devorado la prisión como si se hubiera tratado de una maqueta de cartón, abriendo brechas y destrozando vigas y puntales con ferocidad inusitada. Las techumbres carbonizadas podían entreverse a través de los ventanales, como las encías enfermas de un viejo animal.

Seth se acercó al umbral del edificio y se preguntó de qué modo iba a averiguar algo en aquella pila de maderos y ladrillos quemados. A buen seguro, no permanecería allí más memoria del pasado que los barrotes de metal y las celdas que acabaron sus días transformadas en hornos mortales y sin escapatoria.

—¿Vienes de visita, muchacho? —susurró una voz quebrada a su espalda.

Seth se volvió, sobresaltado, y comprobó que las palabras que había oído provenían de los labios de un anciano harapiento cuyos pies y manos lucían amplias llagas en avanzado estado de infección. Sus ojos oscuros le observaban nerviosamente tras un rostro enmascarado por la mugre y una barba cana y rala que se diría cortada a cuchillo.

—¿Es ésta la penitenciaría de Curzon Fort, señor? —preguntó Seth.

Los ojos del mendigo se agrandaron al escuchar el insólito tratamiento que le dedicaba el muchacho y una sonrisa desdentada afloró en sus labios apergaminados.

—Lo que queda de ella —contestó—. ¿Buscas acomodo, hijo?

—Busco información —repuso Seth, tratando de corresponder al mendigo con una sonrisa amable y cortés.

—Éste es un mundo de ignorantes; nadie busca información. Excepto tú. ¿Y qué quieres saber, muchacho?

—¿Conoce usted este lugar? —preguntó Seth.

—Vivo en él —replicó el mendigo—. Un día fue mi cárcel, hoy es mi casa. La providencia ha sido generosa conmigo.

—¿Estuvo usted preso en Curzon Fort? —preguntó Seth, sin poder ocultar su asombro.

—Hubo un tiempo en que cometí grandes errores… y tuve que pagar por ellos —ofreció el mendigo como respuesta.

—¿Hasta cuándo permaneció en esta prisión, señor? —preguntó Seth.

—Hasta el final.

—¿Estaba aquí la noche del incendio?

El mendigo se apartó los harapos que le cubrían el cuerpo y Seth contempló horrorizado la cicatriz púrpura de la extensa quemadura que le cubría el pecho y el cuello.

—Entonces, tal vez usted pueda ayudarme —dijo Seth—. Dos amigos míos corren peligro. ¿Recuerda usted haber conocido a un interno llamado Jawahal?

El mendigo cerró los ojos y negó lentamente.

—Ninguno de nosotros nos llamábamos por nuestros verdaderos nombres aquí, hijo —explicó el mendigo—. El nombre, como la libertad, era algo que todos dejábamos en la puerta al entrar y confiábamos en que, si lo manteníamos alejado del horror de este lugar, tal vez lo podríamos recuperar al salir, limpio y sin recuerdos. Nunca era así, por supuesto…

—El hombre al que me refiero fue condenado por asesinato —añadió Seth—. Era joven. Él fue quien provocó el incendio que destruyó la prisión y huyó.

El mendigo le observó entre sorprendido y divertido.

—¡Que provocó el incendio! —exclamó con incredulidad—. El incendio empezó en las calderas. Una válvula de aceite explotó. Yo estaba fuera de mi celda, en mi turno de trabajo. Eso me salvó.

—Ese hombre, preparó el incendio —insistió Seth—, y ahora quiere matar a mis amigos.

El mendigo ladeó la cabeza, escéptico, pero asintió.

—Tal vez, hijo, ¿qué importa ya? —concedió el mendigo—. En cualquier caso, yo no me preocuparía por tus amigos. Ese hombre. Jawahal, poco podrá hacerles ya.

Seth frunció el ceño.

—¿Por qué dice eso, señor? —inquirió Seth, confundido.

El mendigo rió.

—Hijo, la noche del incendio yo no tenía ni tu edad. Y era el más joven de la prisión —respondió el mendigo—. Ese hombre, fuera quien fuese, debe de tener ahora más de cien años.

Seth se llevó las manos a las sienes, absolutamente desconcertado.

—Un momento —dijo el muchacho—, ¿no ardió la prisión en 1916?

—¿1916? —rió de nuevo el mendigo—. Hijo, ¿de dónde sales tú? Curzon Fort ardió la madrugada del 26 de abril de 1857. Hace exactamente 75 años.

Seth contempló boquiabierto al mendigo, que estudiaba su rostro con curiosidad y cierta consideración por la consternación que parecía haberse apoderado de él.

—¿Cuál es tu nombre, hijo? —preguntó el mendigo.

—Seth, señor —respondió el muchacho, lívido.

—Siento no haberte sido de ayuda, Seth —dijo el mendigo.

—Lo ha hecho —repuso Seth—. ¿Puedo yo ayudarle en algo, señor?

Los ojos del mendigo brillaron al sol y una amarga sonrisa afloró a sus labios.

—¿Puedes volver el tiempo atrás, Seth? —preguntó el mendigo mirando la palma de sus manos.

Seth negó lentamente.

—Entonces no puedes ayudarme. Vete ahora con tus amigos, Seth. Pero nunca te olvides de mí.

—No lo haré, señor.

El mendigo sonrió por última vez y, alzando su mano en señal de despedida, se volvió y se internó en las ruinas de la prisión destruida. Seth le observó desaparecer entre las sombras y reemprendió su camino bajo el sol ardiente de la mañana. Un velo de nubes negras parecía acercarse serpenteando en el horizonte, como una mancha de sangre esparciéndose lentamente en un estanque.

Michael se detuvo al pie de la calle que conducía hasta la casa de Aryami Bosé y contempló atónito los restos humeantes de la que había sido la vivienda de la anciana. Las gentes de la calle observaban silenciosamente desde el patio a los miembros de la policía que rastreaban entre los escombros e interrogaban a los vecinos. Rápidamente, se aproximó hasta el lugar y se abrió camino entre el círculo de curiosos y vecinos consternados por el incendio. Un oficial de la policía le detuvo.

—Lo siento, muchacho. No se puede pasar —le informó tajantemente.

Michael oteó sobre su hombro y comprobó cómo dos de sus colegas levantaban una viga caída que todavía desprendía brizas de brasa.

—¿Y la mujer que vive en la casa? —preguntó Michael.

El policía le dirigió una mirada a medio camino entre la sospecha y el fastidio.

—¿La conocías?

—Es la abuela de unos amigos —respondió Michael—. ¿Dónde está? ¿Ha muerto?

El oficial le observó sin aflojar la compostura durante unos segundos y finalmente negó.

—No hay rastro de ella —respondió—. Uno de los vecinos dice que vio a alguien correr calle abajo poco después de que las llamas asomaran por el techo. Ahora, lárgate. Ya te he dicho más de lo que debería.

—Gracias, señor —dijo Michael, retirándose entre la masa humana que se apilaba en pos de eventuales descubrimientos macabros.

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