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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras

BOOK: El silencio de las palabras
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Tras la muerte de su padre, Kim Chank deja Honk Kong con once años para trasladarse junto a su madre a Nueva York. Ahí tendrá que integrarse a una lengua y cultura nuevas, donde sus expectativas chocan frontalmente con la realidad. Al iniciar la escuela en esta ciudad tan apasionante como hostil, le cuesta mucho seguir las clases porque apenas conoce el idioma.

Acostumbrada a ser una brillante estudiante, empieza a faltar al colegio. Por si fuera poco, el piso donde les ha tocado vivir es un lugar insalubre lleno de cucarachas y sin calefacción, y por las tardes tiene que trabajar en el mismo taller de confección que su madre, donde sus tíos las explotan sin miramientos.

En la fábrica conoce a Matt, un chico que no tardará en convertirse en un fiel amigo y por quien sentirá un creciente amor, que tendrá que ocultar. En medio de dos mundos que no se tocan, Kim aprenderá a saltar de un lado al otro del abismo para poder sobrevivir y evitar así el duro destino que les ha tocado vivir a ella y a su madre.

Jean Kwok

El silencio de las palabras

ePUB v1.0

OZN
26.02.12

Titulo original: GIRL IN TRANSLATION

Titulo traducido:El silencio de las palabras

Autor: Jean Kwok

Traductor: Álvaro Abella Villar

ISBN: 978-84-15-12009-4

Editorial: Maeva Ediciones

Dedicado a Erwin,

Stefan y Milan,

y a la memoria de mi hermano

Kwan S. Kwok

PROLOGO

Nací con un don. No para algo entretenido, como el baile, la comedia o ese tipo de cosas, no. Lo que siempre se me dio bien es estudiar. Aprendía con rapidez y sin apenas esfuerzo; como si el colegio fuera una enorme maquinaria y yo, una pieza que encajaba a la perfección en su engranaje. Con esto no quiero decir que siempre me hayan resultado sencillos los estudios. Casi no hablaba inglés cuando mi madre y yo llegamos a los Estados Unidos, por lo que, durante mucho tiempo, tuve que trabajar duro.

Dice un proverbio chino que el destino es como un temporal de vientos que, provenientes de todos los rincones, azotan nuestras vidas y nos empujan por las sendas del tiempo; quienes posean fuerza de voluntad, lucharán contra la tormenta y podrán escoger su propio camino, mientras que los débiles acabarán allá adonde los lleve la tempestad. Yo puedo afirmar que no me he dejado arrastrar por los vientos, sino que he salido adelante gracias a la firmeza de mis decisiones. Durante toda mi existencia he anhelado aquello que se me negaba. Llegó un momento en el que parecía que todo lo que siempre había deseado estaba por fin al alcance de mi mano, pero entonces tomé una decisión que cambiaría por completo el devenir del resto de mi vida.

Ahora mismo, mientras contemplo el escaparate de una tienda de vestidos para novias y veo en su interior a una niñita sentada con los ojos cerrados a los pies de un maniquí, atrapada bajo pesados pliegues de tela, pienso: «Esta no es la vida que yo quería para mi hijo». Conozco perfectamente el destino que le espera a esa pequeña: a su edad, el tiempo que no está en el colegio lo pasa en la tienda, ayudando a su madre con tareas menores como ordenar abalorios; más adelante, aprenderá a coser a mano y luego a máquina hasta que, por fin, un día, podrá encargarse de los bordados o los acabados. Entonces a ella también le tocará aguantar días y fines de semana con la espalda encorvada sobre interminables metros de tela. Para esa niñita no habrá tardes jugando en casa de las amigas, ni clases de natación, ni veranos en la playa..., para ella sólo existirá el implacable ritmo de la aguja de coser.

De pronto, la pequeña y yo alzamos la mirada y vemos a su padre entrando en la tienda. A pesar de los años y de todo lo que ha pasado desde entonces, mi corazón se estremece en mi pecho como un animal herido.

¿Alguna vez llegué a ser tan hermosa como esa niña? Apenas conservo fotos de mi infancia, pues no podíamos permitirnos una cámara. La primera imagen que se tomó de mí en los Estados Unidos fue una foto de escuela, del año en que llegamos a América. Yo tenía once. Más adelante, en un momento de mi vida en el que quería pasar página y olvidar el pasado, la hice trizas. Pero, en lugar de deshacerme de los trocitos, los conservé en un sobre.

Hace poco, encontré ese sobre. Tras quitarle el polvo, lo abrí y palpé los pedacitos de papel que había en su interior: la punta de una oreja, un fragmento de mandíbula... Mi madre me había cortado el pelo y lo tenía desigual y muy cortito, con raya a la derecha y peinado sobre la frente como si fuera un chico. La palabra PRUEBA cubría gran parte de mi rostro y un trozo de mi blusa de poliéster azul. No podíamos pagar la foto, así que nos quedamos con la muestra que enviaron a casa.

Sin embargo, cuando uno los fragmentos rasgados y recompongo el puzle de la fotografía, mis ojos vuelven a mirar directamente a la cámara, mostrando mis esperanzas y ambiciones a todos los que se presten a observarlos. ¡Si hubiera sabido entonces lo que me esperaba!

1

Una capa de hielo a medio derretir cubría la acera de hormigón. Observé asombrada cómo las punteras de mis botas katiuskas resbalaban sobre la escarcha mientras los talones quebraban su superficie. Hasta entonces, sólo había visto el hielo en forma de trocitos en los helados de judías rojas. Pero este otro hielo era salvaje y desafiaba las calles y los edificios.

—Tenemos mucha suerte de que haya quedado un piso libre en uno de los edificios del señor N. —comentó la tía Paula mientras nos conducía en su coche a nuestro nuevo barrio—. Tendréis que arreglarlo un poco, por supuesto, pero con lo caros que están los alquileres en Nueva York, ha sido una buena ganga.

No podía estar quieta en el coche. Meneaba todo el rato la cabeza buscando rascacielos, pero no encontré ninguno. Estaba deseando ver la Nueva York de la que tanto había oído hablar en la escuela:
Min-hat-ton,
con sus relucientes tiendas y, sobre todo, con la Diosa de la Libertad alzándose orgullosa en el puerto. A medida que avanzábamos, las autopistas iban dando paso a avenidas increíblemente anchas que se perdían en el horizonte. Los edificios eran cada vez más sucios, con ventanas rotas y frases en inglés pintarrajeadas en las paredes. Giramos un par de esquinas, dejando atrás a un montón de gente que esperaba en una larguísima cola, a pesar de lo temprano que era. Por fin, el tío Bob aparcó junto a un edificio de tres plantas en cuyos bajos había una tienda abandonada cuyo escaparate estaba tapado con tablones. Pensé que se había detenido para hacer algún recado, pero entonces todos abandonaron el coche y bajaron a la helada acera.

La gente de la cola esperaba para entrar en un portal a nuestra derecha, en el que había un cartel que decía: «Departamento de Servicios Sociales». No me quedó muy claro lo que sería aquel lugar. Casi todos los de la fila eran negros. Nunca antes había visto a gente de color. Me quedé mirando fijamente a una mujer que estaba en los primeros puestos. Tenía la piel tan oscura como el carbón y en su cabello, arreglado en forma de nube, asomaban brillantes alfileres dorados. A pesar del abrigo raído que llevaba, su aspecto resultaba imponente. Algunos de los que hacían cola vestían ropas normales, pero otros parecían desaliñados y exhaustos, con los ojos vidriosos y el pelo sucio.

—No los mires —me regañó la tía Paula—. ¡Llamarás su atención!

Me giré y vi que los adultos ya habían descargado nuestras pocas pertenencias y las habían puesto junto al escaparate de los tablones. Teníamos tres maletas de tela, la caja del violín de mi madre, unos cuantos paquetes de gran tamaño envueltos en papel de embalar y una escoba. A los pies de la puerta, había un gran charco de un líquido extraño.

—¿Qué es eso, Ma?

Mi madre se agachó para mirarlo de cerca.

—No lo toquéis —advirtió el tío Bob a nuestras espaldas—. Es pis.

Las dos nos apartamos de un brinco.

La tía Paula posó sus manos enguantadas en nuestros hombros.

—No os preocupéis —dijo, aunque su rostro no resultaba nada tranquilizador. Más bien, parecía incómoda y un poco avergonzada—. La gente que ocupaba vuestro piso se acaba de mudar y no he tenido tiempo de venir a verlo. Pero, recordad, si hay algún problema, lo arreglaremos... entre todos..., porque somos familia.

Mi madre suspiró y puso su mano sobre la de la tía Paula.

—Bien.

—¡Ah! Y os he traído una sorpresa. Tomad.

La tía Paula se acercó al coche y sacó una caja de cartón en la que había una radio-despertador digital, varios juegos de sábanas y una pequeña televisión en blanco y negro.

—Gracias —dijo mi madre.

—No hay de qué —respondió la tía Paula—. Ahora tenemos que irnos, ya llegamos tarde a la fábrica.

Escuché el sonido de su coche alejándose mientras mi madre se peleaba con las llaves frente al lúgubre portal. Cuando por fin consiguió girar la cerradura, tuvo que hacer fuerza porque la puerta parecía resistirse. Finalmente, se abrió de golpe revelando una bombilla desnuda que brillaba como un diente solitario en una boca oscura. El interior olía a humedad y estaba lleno de polvo.

—Ma —susurré—, ¿este sitio es seguro?

—La tía Paula no nos habría dejado en un lugar peligroso —contestó, pero en su voz se adivinaban visos de duda. Aunque el cantonés que hablaba mi madre era por lo general muy claro, cuando estaba tensa sus raíces rurales se manifestaban de un modo más acentuado en su pronunciación—. Pásame la escoba.

Mientras yo metía nuestras cosas en el estrecho recibidor, mi madre empezó a subir las escaleras blandiendo la escoba a modo de arma.

—Quédate aquí y deja la puerta abierta —me ordenó. Comprendí que lo hacía para que pudiera escapar en busca de ayuda en caso de peligro.

Sentí el pulso acelerado en mi cuello mientras la observaba subir por las escaleras de madera, que estaban desgastadas por el uso y todos sus peldaños se encontraban combados e inclinados hacia el pasamanos. Me preocupó que un escalón cediera y mi madre se cayese. Cuando dobló el primer descansillo, la perdí de vista y sólo podía oír los escalones crujiendo a su paso. Estudié nuestro equipaje buscando algo que pudiera usar como arma. Si la atacaban, gritaría y echaría a correr escaleras arriba para ayudarla. Por mi mente desfilaron imágenes de los chicos malos de mi colegio de Hong Kong: Wong «el Gordo», Lam «el Largo»... ¿Por qué yo no era grande como ellos? Oí unos chirridos arriba, una puerta se abrió y los tablones del suelo crujieron. ¿Era mi madre o sería otra persona? Agucé el oído a la espera de escuchar un gimoteo o un golpe. Sólo había silencio.

—¡Sube! —me gritó mi madre—. Ya puedes cerrar la puerta.

Sentí que mis miembros se destensaban, como si se hubieran desinflado de golpe. Corrí escaleras arriba para ver nuestro nuevo piso.

—¡No te roces con nada! —me previno mi madre.

Me encontraba en una cocina. El gélido viento se colaba por las dos ventanas de la pared de la derecha. Me pregunté por qué las habría abierto mi madre con el frío que hacía. Entonces me di cuenta de que estaban cerradas, pero les faltaban los cristales o estaban rotos. Trozos grasientos de vidrio asomaban en el marco de madera. Una espesa capa de polvo cubría la minúscula mesa de cocina y el fregadero, que era blanco y estaba oxidado. Di unos pasos, intentando evitar a las crujientes cucarachas muertas que había diseminadas por la estancia. Eran enormes y las sombras de sus gruesas patas se reflejaban en el suelo.

BOOK: El silencio de las palabras
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