El silencio de las palabras (7 page)

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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

BOOK: El silencio de las palabras
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—Te debo una.

Mi madre me había enseñado que había que devolver todos los favores. Rebusqué en mis bolsillos para ver si tenía algo que pudiera ofrecerle, pero sólo encontré las tiras de papel de váter que usaba como pañuelos, pegadas al forro.

—Anda, olvídalo —me dijo, antes de darse la vuelta y regresar a la zona de las costureras.

Vislumbré la espigada silueta de la tía Paula en la oficina y escapé de allí. Recorrí todo el taller hasta la zona de acabados.

Mi madre llevaba el pelo recogido y cubierto con un pañuelo, y tenía una mancha de color malva en la sien derecha, probablemente como resultado de secarse el sudor que le caía por la raya del pelo.

—¡Hola! Hoy no hemos tenido clase —fue lo primero que dije.

Mi madre me preguntó, cruzándose de brazos:

—Entonces, ¿por qué no has venido antes?

—Es que tenía que preparar un trabajo para la semana que viene.

—¿De qué va ese trabajo?

—Sobre la actualidad —mentí a toda prisa—. Tengo que ver las noticias.

Mi madre asintió con un gesto de la cabeza, pero parecía que seguía intrigada.

—Y resulta que has llegado a la fábrica a la misma hora que el resto de los días. ¡Qué casualidad!

Permanecí callada un segundo más de lo normal.

—Es que nunca había cogido el metro a otra hora y no sabía si vendría.

Mi madre empezó a meter un cinturón en la falda que tenía en la mano, y me preguntó:

—¿De qué hablabais tú y el niño de los Wu ahora mismo?

—De... nada —balbucí.

—Parecías sorprendida por algo.

—No es nada. Sólo me ha dicho que si jugábamos juntos después del trabajo —intenté simular una sonrisa—. Siempre está tonteando conmigo.

—Creo que deberías tener cuidado con ese chaval.

—Sí, Ma.

Dejó la falda con la que estaba trabajando y se sentó en un banco. Mirándome fijamente a los ojos, me dijo:

—No te acerques mucho a los niños de por aquí.
Ah-Kim
, recuerda esto: si juegas con ellos, aprendes a hablar como ellos, estudias como ellos y actúas como ellos, ¿en qué te diferenciarás de ellos? ¡En nada! Y dentro de diez o veinte años, estarás haciendo justo lo mismo que hacen sus hermanas mayores: trabajar en las máquinas de coser de esta fábrica hasta que te consumas... y cuando seas ya mayor para esa tarea, te dedicarás a cortar hilos como la señora Wu. —Hizo una pausa. Parecía que no estaba segura de querer continuar con aquella conversación—. La mayoría de estas personas nunca consiguen abandonar esta vida. Probablemente ya sea demasiado tarde para mí. Mis días de refinada profesora de música se acabaron.

Al ver mi cara de tristeza, se apresuró a consolarme:

—Pero no pasa nada. Para eso está una madre, para hacer lo que haga falta con tal de procurar una buena vida a sus hijos. Pero no te olvides de que fuiste la mejor estudiante que ha tenido nunca la escuela primaria de Hong Kong. Nada puede cambiar lo lista que eres, aunque tu profesor de ahora no lo sepa reconocer. Y, lo más importante, nadie puede cambiar lo que eres, excepto tú misma.

Después, se acercó un poco más a mí y me susurró al oído:

—Siento haberte traído a este sitio.

Fue lo más cerca que estuvo mí madre de expresar su arrepentimiento por haber decidido emigrar a América. En aquel momento, comprendí cuál era mi tarea y, posando la mejilla en su hombro, le dije:

—Te sacaré de aquí, Ma. Te lo prometo.

Decidí que ese mismo lunes tenía que volver al colegio. Tras la muerte de mi padre, nadie más que yo podía sacar a mi madre de aquella miserable existencia. No podía soportar imaginármela de ancianita cortando hilos en aquel taller. Recordé lo que había comentado la tía Paula sobre mi primo Nelson, que su profesora pensaba que sería un gran abogado. No tenía muy claro lo que hacían exactamente los abogados, pero sabía que ganaban un montón de dinero. Si Nelson podía convertirse en alguien tan importante, yo también.

En cierto modo, la decisión de regresar a clase me alivió. Durante las horas que pasé aquella semana a solas en el piso, me invadió un sentimiento de culpa y temor. No tenía más que frío, hambre y soledad. En el fondo, sabía que no podía seguir así para siempre. Los dioses me habían concedido una segunda oportunidad. Como los americanos estaban celebrando la fiesta del pavo, tenía unos cuantos días antes de volver a la escuela, así que pude preparar una excusa para los cinco días que había faltado.

Aquel fin de semana casi no comí nada, anticipando mi regreso a la clase del señor Bogart. Mientras ayudaba a mi madre a terminar el trabajo en el taller, seguía viendo la cara del profesor ante mí, con esa cabeza redonda y brillante a la que la calvicie daba un toque de maldad. Sólo más adelante me di cuenta de que el hombre en realidad tenía un cabello muy fino, un pelo en el que no me había fijado antes porque era rubio. Me imaginaba que no sería capaz de entender las explicaciones y me pondría otro cero. Pensé en mis profesores de Hong Kong, que siempre me dedicaban una lluvia de elogios y premios. Me daban pena los niños tontos que jugueteaban con los dedos y tartamudeaban cuando no sabían contestar las preguntas. Ahora yo era la tonta de la clase, con gran dolor para mi corazón.

Lo primero que me dijo el señor Bogart cuando entramos a clase fue: «¿Dónde está tu
justi-picante
?».

Supuse que me estaba pidiendo algo que explicara mi ausencia, así que le entregué una carta que había falsificado lo mejor que pude, utilizando mis viejos libros de inglés de la escuela.

Estimados señores:

Kimberly ha estado enferma. Disculpen las molestias.

Siempre a su servicio,

Señora Chang

El señor Bogart la observó y después la guardó sin más comentarios. Me dirigí al pupitre que había ocupado el primer día.

De nuevo, hicimos un examen. Como había faltado a clase, no tenía ni idea de qué iba la cosa. Entonces vi que la hoja que nos había entregado el profesor tenía unas tablas con unas cifras y un texto encima de cada una. «Hay tres equipos diferentes de baloncesto y cada uno ha jugado cinco partidos...» Me llevó varios minutos descifrar lo que pedían los problemas, pero luego descubrí que eran simples cuestiones de aritmética mezcladas con otras de cálculo. Fue como encontrarse de repente con viejos amigos. Estaban estudiando un tema que habíamos visto en Hong Kong hacía más de un año.

Sin embargo, todavía me inquietaba la presencia del señor Bogart. No entendí bien una frase y me di cuenta demasiado tarde de que había cometido un error y no tenía nada a mano para borrarlo. ¿Se enfadaría el profesor si hacía un tachón? Seguramente. Además, no me quedaba sitio para escribir la nueva respuesta. No me atrevía a pedir una goma a un compañero para que no pensara que intentaba copiar otra vez.

Mi única esperanza era preguntar al propio señor Bogart. Me levanté y me acerqué a su mesa. Por lo menos sabía lo que tenía que decir, porque había visto esa misma situación en una clase de inglés en Hong Kong.

—Disculpe, señor —dije, intentando pronunciar con claridad—. ¿Podría prestarme unas gomas?

El hombre se quedó mirándome mientras unas risitas recorrían el aula. Un niño dijo:

—¿Qué pasa? ¿Se le han acabado a tu novio?

La clase entera estalló en una carcajada. ¿Por qué? Deseé que mi pelo fuera lo bastante largo como para cubrirme la cara.

El rostro del señor Bogart enrojeció. Me observó, intentando discernir si había interrumpido su clase a propósito.

—¡Ya basta! ¡Silencio! Kimberly, regresa a tu sitio.

Totalmente avergonzada por algo que no podía comprender, volví corriendo a mi pupitre. Decidí que, después de aquello, no volvería a poner un pie en el colegio.

La niña del pelo rizado se acercó y me susurró:

—Se dice «una goma», en singular.

Se colocó un mechón ondulado detrás de la oreja y deslizó una goma rosa por el hueco que separaba nuestros pupitres.

Finalmente, aquel día no acabó tan mal. Sabía que había contestado bien a todas las preguntas del examen, aunque no estaba segura de haber realizado las ecuaciones de acuerdo a como las enseñaban allí. Más tarde, descubrí que el modo en el que pasaba los números de la columna de las decenas a la de las centenas, escribiéndolos en la parte inferior de la ecuación en lugar de por encima, no era la manera americana de hacerlo. El señor Bogart me quitó algunos puntos por eso y no saqué un diez, pero ya había aprendido lo suficiente como para saber que sólo necesitaba unos pequeños ajustes para la siguiente vez. Por fin tenía una oportunidad de demostrar mi valía.

Pero lo más importante de aquel día fue que conocí a Annette, la niña del pelo rizado. Después del incidente de la goma, me dio un golpecito con el codo. Me volví para mirarla y me enseñó su cuaderno, en el que había escrito: «Señor Boogie», debajo de un monigote del señor Bogart con una enorme boca rugiente. Por aquel entonces ni siquiera sabía lo que significaba «Boogie», pero comprendí la intención del dibujo y me gustó. Annette no solía levantar la mano en clase, creo que porque no le caía bien el señor Bogart, pero casi siempre se sabía la lección. Cuando el profesor hacía una pregunta, ella escribía la respuesta en su cuaderno y me la enseñaba. Como se me daba mejor leer que hablar, esta forma de comunicarnos era perfecta.

De este modo, Annette consiguió que el colegio se me hiciera más llevadero.

Cuando llegó el frío helador de diciembre, nos acostumbramos a dejar el horno encendido y con la puerta abierta día y noche para que calentara un poco la casa. Fuera del pequeño círculo de calor que creaba, resultaba difícil decir dónde hacía más frío: en la cocina o en la habitación donde dormíamos. En la cocina se encontraba el horno, pero sus ventanas estaban cerradas por bolsas de basura, mientras que en el dormitorio no había ningún tipo de calefacción.

En Hong Kong iba al colegio con un uniforme azul y blanco, y en cuanto terminaban las clases, volvía a ponerme las sandalias y a andar con la piel desnuda al sol. Estaba acostumbrada a verme los dedos de los pies, las pantorrillas y los hombros. Ahora que tenía que llevarlos siempre cubiertos, me echaba de menos a mí misma. Me sentía embalsamada en ropas, capa sobre capa, y a veces pasaban días sin que viera mi propio cuerpo. Había que evitar tanto como fuera posible los escasos momentos en los que la piel tenía que verse expuesta, pues el contacto con el aire era como si una mano helada se posase en tu carne. Vestirse por las mañanas se convirtió en todo un calvario: tener que despojarse de las prendas que el cuerpo había calentado durante la noche para reemplazarlas por ropas que herían mi piel.

No tenía leotardos como las otras niñas, así que llevaba un par de gruesos pijamas por debajo de mis pantalones de pana. Me ponía varias camisetas debajo del jersey de lana rojo que habíamos traído de Hong Kong. Antes era una bonita chaqueta con dos pandas bordados en los bolsillos, pero había encogido y el blanco de los ositos se había teñido y se había convertido en un rosa claro después de tantos lavados. Cada vez me resultaba más complicado embutírmelo sobre todas esas capas de camisetas, pero no tenía otra opción. Luego me ponía la cazadora por encima de todo. Aun cubierta por todas mis ropas, como un rollito de arroz envuelto en hojas de bambú, seguía helada. El único aspecto positivo del frío era que parecía disminuir el número de cucarachas y roedores que pululaban por el piso.

Hacíamos todo lo que podíamos junto al horno: mis deberes, doblar la ropa, vestirnos, trabajar en los sacos de prendas que nos traíamos del taller... Nos resultaba prácticamente imposible cumplir con las demandas diarias de la fábrica, así que muchas tardes mi madre me mandaba a casa y ella se quedaba a terminar lo que le daba tiempo. Cuando podía, se traía prendas a casa en bolsas de plástico. Por muy tarde que me quedara haciendo los deberes, no recuerdo ningún día en que mi madre se acostase antes que yo. Siempre veía su delgada silueta inclinada sobre las ropas, dando cabezadas y despertándose para continuar. Si había que enviar un pedido, nos teníamos que quedar en el taller hasta terminar nuestra tarea, aunque eso significara pasar la noche entera allí.

El calor del horno nunca llegaba a las paredes, el suelo o los muebles. Todo el piso despedía frío hacia nuestros cuerpos, que eran las únicas fuentes de calor en aquel edificio muerto, aparte de las ratas. Incluso sentada frente al horno, siempre tenía entumecidas las extremidades, igual que las puntas de los dedos, y me costaba mantenerlas flexibles. Aquello resultaba especialmente problemático, porque a veces teníamos que terminar pequeñas tareas en las prendas, como anudar fajines o abrochar los botones de las chaquetas. Mi madre intentaba tocar el violín para mí siempre que podía, aunque sólo fuera los domingos, pero pronto le resultó imposible por el frío. Su música tendría que esperar a la primavera.

A pesar del señor Bogart, empecé a ir a la escuela de buena gana: por la alegría de ver a Annette, y por la calefacción. Cuando entraba en el colegio y me envolvía su agradable temperatura, sentía un hormigueo en las orejas, las palmas de las manos y las plantas de los pies, que me picaban al recuperar la sensibilidad.

Annette me contó que habían tenido que ponerle aparato. Ante mi cara de pasmo, escribió la palabra en un papel y abrió la boca como un caballo para enseñármelos. Sus dientes parecían desencajados y estropeados a causa del aparato. Nunca había visto a nadie con aparato. En mi país nos dejan crecer con los dientes torcidos.

Mi amiga tenía una mochila azul con ositos y ardillas de peluche enganchados en las cremalleras. Yo nunca llevaba nada para la merienda porque este concepto todavía era desconocido para mi madre, pero Annette siempre sacaba cosas fascinantes de su bolsa: bocadillitos de mantequilla de cacahuete y mermelada, de rodajas de queso cheddar de color naranja, de huevo o atún con mayonesa, tallos de apio rellenos de queso cremoso... Parecía disfrutar al ver mi sorpresa y deleite cuando compartía su comida conmigo.

Me fascinaba el color de Annette: su piel no era del blanco opaco de los folios de papel, como me había imaginado que serían las personas blancas. En realidad, era casi transparente y tenía un tono colorado que le daba el color de la sangre por debajo. Era como una rana albina que vi una vez en un mercado de Hong Kong cuando era muy pequeña. En cierta ocasión, se levantó el jersey para enseñarme su barriga y pegué un respingo del susto. No era suave y morena como la mía. Su piel tenía manchas rojizas, se le marcaba la goma de los pantalones y se veían unas venas azuladas bajo la superficie. Pensé que debía de tener una piel muy fina y que se haría heridas con mucha facilidad. Annette tenía los ojos azules, algo que sólo había visto en Hong Kong en la gente ciega que padecía cataratas. Era como si a través de ellos se pudiera llegar a contemplar su cerebro. Me parecía extraño que con unos ojos tan claros fuese capaz de ver igual que yo con los míos.

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