Esperé a ver si respondía algo. Una sonrisa se esbozó lentamente en sus labios y se tomó su tiempo antes de manifestarse en su rostro, pues no estaba muy habituado a sonreír. Le sentaba bien, casi se podría decir que estaba guapo, y se parecía mucho a Matt.
Volví al trabajo pero, durante los últimos meses, me costaba concentrarme porque me pasaba todo el rato buscando con la mirada a Matt. Vi que se dirigía al cuarto de baño. Park lo detuvo y le enseñó la revista. La echaron una ojeada juntos.
Más o menos una hora después, Matt se acercó a mi puesto, chorreando de sudor.
—Gracias. ¿De dónde la has sacado? Quiero pagártela.
—Es del instituto. No te preocupes, me la dieron gratis.
—¡Vaya! Seguro que te quieren mucho.
—Bueno. —Bajé la vista al suelo, y luego volví a mirarle—. Yo no estaría tan segura.
—¿Y eso?
—Creen que estoy sacando al gato. —O lo que es lo mismo, que copiaba en chino.
Matt enarcó sus espesas cejas.
—¿Tú? ¿Copiando? ¡Pero de qué van!
Sonreí ante esta muestra de confianza en mí.
—¿Y cómo sabes que soy inocente?
—Ningún embustero se portaría tan bien con Park como tú.
Matt me miró con sus ojos protegidos por sus largas pestañas y me sonrojé. Para cambiar de tema, le hice la pregunta que llevaba todo el día rondándome la cabeza:
—¿Por qué fingís que es sordo?
Tosió nervioso antes de responder:
—No sé de qué estás hablando, Kimberly.
—¿Lo hacéis para disimular? —insistí.
—¿Disimular? ¿El qué?
—Pues que no habla, que no sabe hablar.
Tras un silencio, Matt dijo:
—Nunca lo he oído decir nada, ni siquiera de pequeñito. Sólo suelta sonidos —sus ojos de color ámbar estaban tristes—. Tendría que haberme pasado a mí, yo lo había llevado mejor.
—¿El haber nacido así?
Asintió. No estábamos hablando de si su hermano era sordo o mudo. Estaba claro que los problemas de Park eran mucho mayores. Me conmovió que Matt me lo contara. También comprendí que intentaban ocultar las limitaciones de Park. En la cultura china, tener una discapacidad en la familia deshonraba a todo el grupo, como si fuera algo contagioso.
—¿Que lo habrías llevado mejor? Tampoco me pareces un tío tan duro —comenté, burlándome de él. Sabía que así conseguiría animarle un poco.
—Y tú, ¿qué? —dijo, riéndose.
Desde entonces, Matt siguió comunicándose con signos con su hermano delante de otras personas, pero no ante mí. Poco a poco aprendí algunos de los signos de Park, y comencé a entender casi todo lo que quería decirme. Había algo en él que infundía paz. Ahora que nos comunicábamos, no me ignoraba del todo como hacía con otra gente, y lo cierto es que me gustaba tener a alguien con mis mismas aficiones. Me pasaba el rato charlando con él sobre motores y cilindros, y Park siempre asentía, como si mi conversación le agradara, aunque normalmente no me miraba a los ojos. Después de aquello, a veces llevaba mis revistas de motos y coches al taller y se las enseñaba a Park, señalándole los modelos que más me gustaban.
La víspera de mi gran examen oral tenía que salir un pedido del taller, así que no volvimos a casa hasta pasadas las dos de la madrugada. Me quedé toda la noche estudiando y no pegué ojo. Llevaba varias capas de ropa por debajo de una bata que mi madre me había hecho con la felpa para peluches que habíamos seguido reciclando a medida que fui creciendo. Aquella noche húmeda, en la que pude sentir en mi boca el sabor del miedo, sólo el cuerpo dormido de mi madre me proporcionaba algo de seguridad. Más allá del círculo que iluminaba mi lámpara, sólo había penumbras. Aquella noche estuve al borde de la desesperación y no fui capaz de conciliar el sueño.
La voz de mi madre, adormecida, me llegó desde las profundidades del colchón:
—No tenías que haber venido hoy a trabajar —luego, tras una pausa, añadió—: No sé por qué te he dejado venir. El examen de mañana es muy importante.
—No habrías podido terminar el trabajo sin mí.
—Voy a prepararte un té.
—Ma, sólo necesito estudiar. Vuelve a dormir.
Al día siguiente, me temblaba todo el cuerpo cuando me subí a la tarima y me coloqué frente a la pizarra. La doctora Copeland y los demás miembros de los departamentos de ciencias y matemáticas se encontraban sentados en las dos primeras filas. El resto del aula estaba vacía. Los respaldos redondeados de las sillas formaban un campo de dudas plantadas delante de mí. Me sentía como un espantapájaros ante una tempestad. En cualquier momento, el viento podría derribarme y esparcir todas las piezas que formaban mi cuerpo. Me despertaría para darme cuenta de que no quedaba nada de mí, ni rastro de la persona que quería ser. Sabía que la falta de sueño iba a afectar mi capacidad de concentración. ¿Y si me quedaba en blanco y se pensaban que había estado copiando todo el tiempo?
Un hombre con camisa azul se puso de pie. No me daba clase, pero lo reconocí como uno de los profesores de química de los cursos superiores. Se acercó a mí y, sin pronunciar palabra, me entregó una copia de la tabla periódica de los elementos. Sus ojos me miraron fijamente tras los cristales de las gafas y dijo:
—Buenos días, Kimberly ¿Podrías decirnos cómo escribirías las fórmulas de los compuestos iónicos formados por los siguientes elementos: níquel y sulfuro, litio y oxígeno, bismuto y flúor?
Respiré hondo. Aunque había leído sobre cómo predecir fórmulas de compuestos iónicos, nunca lo había hecho.
—¿Puedo usar un papel para escribir? —pregunté.
—Puedes usar la pizarra —respondió, indicándome que cogiera una tiza.
Tomé un trozo de tiza con mi mano temblorosa y empecé a escribir en la pizarra.
Al final de la larga sesión, hubo un silencio y luego, lentamente, los profesores empezaron a aplaudir. Sorprendida, me quedé paralizada frente a la pizarra, con la americana cubierta de polvo de tiza, hasta que la directora del departamento se levantó y se acercó hacia mí dando grandes zancadas. Estaba exultante de la emoción.
—Me temo que teníamos un concepto equivocado de ti, Kimberly —dijo, ofreciéndome su mano. La estreché y luego, sonriendo, añadió—: Gracias por la lección que nos has dado. Estoy orgullosa de tener una estudiante tan brillante en nuestro instituto.
En lugar de adelantarme un año en el programa avanzado de ciencias y matemáticas, decidieron que saltara dos cursos.
—Tengo que llevarle una cosa a mi padre hoy. ¿Quieres venir a ver dónde trabaja? —me preguntó Matt.
Su rostro había aparecido de repente ante mí en el taller, surgiendo tras una maraña de camisas color crema.
—Vale —contesté, sorprendida.
¿No me había dicho Matt que su padre estaba muerto?
Le puse como excusa a mi madre que tenía que hacer muchos deberes y salí antes. No era algo que hiciera muy a menudo, pero la tentación de pasar unas horas con Matt era demasiado fuerte.
—Y tú, ¿qué has dicho para escaquearte? —le pregunté.
Matt lo tenía más fácil para marcharse pronto. Ahora que trabajaba en las planchas, lo trataban como a un adulto. Podía entrar y salir cuando le viniera en gana, siempre que cumpliera con su enorme cupo diario de planchado. Eso implicaba quedarse hasta muy tarde, como nosotras.
—No te preocupes por mí, me van a cubrir —dijo.
Supuse que quería decir que tendría que volver a la fábrica a última hora de la tarde, pero me encogí de hombros. El polvo de la tela se había acumulado en mi chaqueta y en la mochila, que guardaba dentro de una bolsa de plástico sobre la mesa de trabajo. Al acabar cada turno tenía que sacudir montones de suciedad de la bolsa antes de poder sacar mis cosas.
Me encontré con Matt en la calle. Llevaba puesta una chaqueta ligera y había cogido una bicicleta de reparto. La caja que tenía en la parte trasera estaba pintada de verde y se podía leer
Pizza Antonio's
en unas letras cursivas que salían del lustroso bigote de un sonriente italiano.
—¿Dónde has conseguido esta bici? —le pregunté.
—Es de mi otro trabajo. Apuesto a que no sabías que tenía tantos talentos.
—¿De dónde sacas tiempo para hacer de repartidor? Con la escuela, y todo eso...
—Bueno, el colegio no me quita tanto tiempo... —dijo, bajando la vista al manillar.
Comprendí que estaba faltando a la escuela por culpa de ese trabajo. Seguro que su madre no lo sabía. Se subió a la bicicleta y me dijo:
—Venga, monta.
No tenía muy claro dónde podía sentarme. La única posibilidad era subirme encima de la caja que había detrás, y fue lo que hice. Luego me giré y dejé que las piernas cayeran a ambos lados de la bici. Casi le doy una patada a Matt durante el proceso. Después me agarré con cuidado a la parte inferior del sillín. Empezó a pedalear y salimos dando bandazos. La bicicleta oscilaba a medida que ganaba velocidad. Luego empezó a correr.
—¿Seguro que no prefieres agarrarte a mí? —me preguntó—. Es más seguro.
—Estoy bien —dije, conteniendo la respiración.
Deseaba con todas mis fuerzas abrazarle, pero era ya tan consciente de la cercanía de su cuerpo que la timidez me abrumaba de sólo pensarlo.
Los peatones se apartaban asustados al vernos aparecer, abriendo huecos en el tupido muro que formaba el gentío de las calles.
—¡Crío volador! —le gritó una mujer, que en chino significaba que era un gamberro, uno de esos niños de la calle. No era ningún cumplido.
—¡Tienes la nariz de un cerdo! ¡Y casi no se te ven los ojos! —chilló Matt.
Miré a la mujer con cara de disculpas, cuando Matt giró bruscamente para no chocarse con un camión de reparto, y nos subimos a la acera. Los viandantes se apartaban de nuestro camino. Volvimos a bajar a la carretera y al llegar a la altura del Banco Chino Americano, Matt redujo la velocidad y pensé que su padre trabajaría allí. Pero me di cuenta de que sólo iba más despacio para poder mirar a una chica guapa que llevaba unos vaqueros ajustados. La odié, y a él también. Pero unos segundos después ya estábamos fuera de Chinatown, y el tráfico era menos denso.
Mientras recorríamos a toda prisa la calle Bowery, me solté el pelo y me dejé llevar. Siempre había soñado con viajar a gran velocidad, y aquello era lo más parecido que había conseguido. Lo dejábamos todo atrás mientras el viento nos golpeaba la ropa, pero casi no notaba el frío de la emoción que sentía por estar cerca de Matt. El sol del atardecer me dio en el rostro. Delante de nosotros, una paloma echó a volar en círculos entre los edificios de hormigón, extendiendo las alas mientras se dirigía hacia el cielo.
Matt se giró para mirarme y me preguntó:
—¿Tienes miedo?
—¿Lo dices para asustarme?
Me sentía flotar. Era como una fuente emanando felicidad para que todo el mundo lo viera. Matt sonrió y volvió a mirar hacia delante.
—Bah, de todos modos no vas a agarrarte a mí. Tienes la vesícula muy grande. —Esa expresión china significaba que tenía agallas.
Finalmente, redujo velocidad al llegar a un callejón. Sabía que todavía estábamos en Manhattan porque no habíamos cruzado ningún puente. Pero no podía decir el lugar exacto en el que nos encontrábamos. Nos detuvimos junto a un edificio abandonado y Matt sujetó la bici para que me bajara. Unos portales más adelante había un mendigo sentado junto a un carrito de la compra. Todos los escaparates estaban tapados con tablones. Desde un piso me llegó el sonido del llanto de un bebé. Las ropas tendidas ondeaban en las escaleras de incendios y el viento traía el murmullo de conversaciones en español. Respiré por la boca para evitar la peste a orina y a tubo de escape, pero terminé con ese gusto metido en el paladar. Se parecía a mi barrio.
Matt bajó por unas escaleras a la entrada de una tienda abandonada. Esa zona hundida servía como punto de recolección de basura, y tuvimos que apartar a patadas una lata vacía y una pila de lo que parecía papel de váter, antes de poder llegar a la puerta. El escaparate de la tienda estaba tapado con hojas amarillentas de periódico. Seguí a Matt y me quedé a su lado. Me fijé con atención en los periódicos y vi que estaban escritos con caracteres chinos.
Matt llamó a la puerta marcando un ritmo, seguramente con algún tipo de contraseña. El edificio entero estaba tan abandonado que me sorprendí cuando alguien despegó una esquina de un periódico y un par de ojos nos miraron desde la oscuridad.
—Wu, es tu chico —dijo una voz masculina.
Quitaron el pestillo de la puerta y entramos. Sentía curiosidad e interés, pero no miedo, supongo que porque estaba con Matt. La espalda de un hombre desapareció por el tenebroso pasillo. Era un corredor muy estrecho y estaba lleno de cajas apiladas a ambos lados. En un hueco, una oscura escalera conducía a ningún sitio. Un neumático de bicicleta, doblado y retorcido, colgaba de lo alto de una pila de revistas.
—¿De tu anterior bici? —le susurré a Matt.
Soltó una carcajada y seguimos al hombre hasta una habitación llena de gente. Parecía que en el pasado había sido un bar. El ambiente estaba cargado de humo. Un grupo de chinos se apiñaba alrededor de una mesa de cartas sobre la que reposaban montones de dinero. Los desgastados billetes se apilaban en ordenadas montañitas, a excepción de un montón que estaba en medio de la mesa. Los hombres se habían asegurado de que esa estancia resultara completamente invisible desde el exterior tapando todas las ventanas. Algunos rayitos de sol se colaban por las rendijas e iluminaban el desgastado bronce de los taburetes.
Bajo el brillo amarillento de las pocas bombillas que colgaban del techo, Matt me miraba preguntándose si habría hecho bien en traerme. Al enseñarme a su padre en un lugar tan sórdido, estaba descubriéndome su rostro, dándome a entender que yo era la persona más cercana a él. Le hice un gesto de complicidad con la cabeza, pareció satisfecho y se giró.
Los hombres se percataron de mi presencia, y uno dijo:
—Esto no es un bazar para turistas.
—La chica ha venido conmigo —le espetó Matt, que había desplegado una silla que había en un rincón y me la ofreció.
Me senté y él permaneció de pie a mi lado, protegiéndome del resto de ocupantes de la habitación. Había tanto dinero encima de la mesa que cuando respiré me pareció oler su aroma ácido bajo la nube azulada de humo.
—Bebed algo, chavales —dijo el hombre que estaba detrás de la barra, entregándonos dos cervezas abiertas.