El silencio de las palabras (20 page)

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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

BOOK: El silencio de las palabras
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Cuando sonó el timbre, todo el mundo se levantó y entregó sus exámenes. La señora Reynolds dijo:

—Kim y Curt, tenéis otros diez minutos por haber empezado más tarde que los demás, pero ni un segundo más.

Por su tono de voz, era difícil interpretar qué pensaba, pero temí haber perdido el respeto de una profesora que me gustaba mucho. Cuando se nos acabó el tiempo, recogió nuestros exámenes sin pronunciar palabra y nos entregó unos permisos para llegar tarde a la siguiente clase, que ya había empezado. Tammy no iba a poder hablar conmigo hasta la hora de comer.

En la cola del comedor, Tammy se puso a mi lado y me dio un apretón cariñoso en el brazo. Sabía que no me había chivado porque no la habían llamado para ir al despacho de la directora. Contemplé su mano posada en la manga de mi americana y sentí una mezcla de odio, confusión y ganas de olvidar todo lo que había pasado. Tammy no dijo nada, y al poco rato se apartó de mí.

Al día siguiente, encontré una tarjeta que había colado en mi taquilla en la que ponía: «Siento mucho lo que ha pasado. ¡¡¡Gracias!!!». Me pregunté si ahora se sentiría más cercana a mí. Yo llevaba tiempo queriendo ser su amiga, ¿podríamos serlo a partir de entonces? Sin embargo, después de aquello, empezó a evitarme.

No fui capaz de comer ni dormir hasta la siguiente clase de física. No me atrevía a contarle a mi madre ni a Annette lo que había pasado. Cuando recordaba el incidente me ponía enferma y no estaba segura de haber hecho lo correcto. Y, sobre todo, sentía vergüenza y malestar conmigo misma por haber pensado que Tammy me quería pasar una nota. ¿Me mandarían al despacho otra vez, o simplemente enviarían una carta a mi casa informando de mi expulsión?

Por fin llegó el día de la clase y la señora Reynolds, con mucha seriedad, fue entregando los exámenes. Los había corregido más rápido de lo normal. Vi que la profesora miraba con gravedad a Tammy mientras le entregaba su nota. Sabía tan bien como yo que la muchacha había estado sentada delante de mí el día del examen. Estirando un poco el cuello, vi que Tammy había suspendido. Me dio pena, pero sentí que se hacía cierta justicia.

La señora Reynolds dejó el examen sobre mi mesa. Había sacado un 9,6. La profesora inclinó un poco la cabeza y me dijo en voz baja:

—Vamos a concederte el beneficio de la duda.

Posó su mano en mi hombro con una sonrisa y comprendí que, al menos, ella estaba convencida de mi inocencia. Miré furtivamente a los demás estudiantes y vi que casi toda la clase nos estaba observando. El nudo que sentía en mi estómago empezó a aflojarse.

Sólo esperaba que la doctora Copeland tampoco tuviera ninguna duda de mi honradez.

Aquel curso también instalamos por fin un teléfono en casa. Sabía que las facturas iban a suponer un gasto doloroso para mi madre, pero me daba demasiada vergüenza ser el único hueco en el directorio de teléfonos que entregaba el instituto. Parecía una declaración pública de pobreza que dejaba claro ante todo el mundo cómo vivíamos en realidad. Mi madre finalmente aceptó poner una línea, convencida por el argumento de que necesitaba el teléfono para hablar de los deberes con mis compañeras.

Pero no hubo más cambios significativos en nuestras vidas, que se volvieron cada vez más rutinarias. Yo fui ocupando los espacios vacíos que dejaba la incapacidad para integrarse de mi madre. Como la pobre mujer no conseguía aprender inglés, me tocó encargarme de todo lo que requería cualquier tipo de interacción con el mundo que se extendía más allá de Chinatown. Yo rellenaba los formularios de la declaración de la renta cada año, usando los documentos que nos entregaba la fábrica. Releía varias veces el texto, esperando hacerlo bien. Si mi madre tenía que comprar cosas de una tienda, quejarse de algo o devolverlo, yo hablaba por ella. Lo peor era cuando quería regatear, como si estuviéramos en Hong Kong, y tenía que traducírselo.

—Dile que sólo le pienso pagar dos dólares —me pidió una vez en una pescadería cerca de casa.

—Ma, aquí no se puede hacer eso.

—Tú díselo.

En aquel entonces apenas tenía trece años. Puse una sonrisa de disculpa y le pregunté al pescadero:

—¿Dos dólares está bien?

Al hombre no le hizo gracia aquello.

—¡Son dos cincuenta!

Después, mi madre me echó la bronca por no haber actuado con suficiente persuasión. Estaba convencida de que si hubiera sido más firme, nos habrían hecho un descuento.

En el instituto, seguía siendo una alumna bastante solitaria. En mitad del invierno, algunos chicos aparecieron con las mejillas bronceadas y unos círculos blancos alrededor de los ojos, provocados por las gafas de esquiar. Hablaban maravillas de lugares como Snowbird en Utah o Vallery en Francia. Se puso de moda una cazadora de esquí, ajustada y corta, con el cuello alto. Casi todos mis compañeros de clase se compraron una. Oí que cada cazadora costaba unas veinte mil faldas.

Cada vez más chicas venían maquilladas a clase, y se retocaban en los lavabos o en las taquillas. Esto me interesaba más que las cazadoras de esquí. El maquillaje parecía tener unas cualidades mágicas que, en cierto modo, hacían a la gente normal. Una vez, en el lavabo, Annette sacó un lápiz que llamaba corrector y empezó a frotar con él un grano que le había salido en la mejilla. No podía creérmelo, la espinilla casi no se veía cuando terminó. Se me ocurrió que podría utilizarlo para arreglar mi nariz, que siempre estaba colorada por los resfriados.

—Toma, para ti —me dijo Annette—, es un tono demasiado oscuro para mi color de piel.

Ese tipo de cosas me demostraban que, a pesar de mis constantes evasivas, Annette comprendía mis circunstancias de un modo que nadie más en la escuela podía hacerlo, pero todavía no era capaz de hablar con ella sobre ese tema. A pesar de que poseía un buen corazón, mi amiga no podía hacerse una idea de lo pobres que éramos.

Ahora que ya era mayor, no enfermaba tantas veces como antes, aunque casi siempre tenía mocos. Lo que más me preocupaba era que, en ocasiones, mi madre se ponía mala. Cuando tosía, me asustaba que tuviera una recaída de su tuberculosis, aunque por suerte eso nunca sucedió. Nuestras condiciones de vida no cambiaron pero, con el tiempo, dejé de permitirme ser consciente de mi propia infelicidad.

En casa, seguíamos esperando que un día aparecieran las máquinas con la bola demoledora que obligase a la tía Paula a instalarnos en un nuevo piso. Pero aquel momento nunca llegaba. Mi madre le había preguntado a su hermana por enésima vez cuándo podríamos mudarnos, y la tía permitió que viéramos su rostro oscuro por un instante:

—Si de verdad lo pasáis tan mal en esa casa, nadie os impide tomar vuestras propias decisiones.

Después de aquello, mi madre no se atrevió a volver a preguntar. Todavía le debíamos dinero a la tía Paula y estaba claro que ella no tenía intención de buscarnos otro alojamiento. Para la tía, lo mejor y lo más conveniente era que nos quedáramos donde estábamos. Y lo cierto es que, atrapadas en la vorágine del trabajo y los estudios, estábamos tan agotadas que ya no luchábamos contra las cucarachas ni los ratones, contra nuestros miembros congelados, contra las mantas de felpa de peluche, contra el hecho de pasar la vida frente a un horno abierto... Nos habíamos visto forzadas a resignarnos. El domingo era nuestro único día libre, pero no parábamos de hacer cosas: las compras de la semana, recuperar el trabajo atrasado, acabar los deberes y preparar las festividades chinas. El mejor momento fue cuando asistimos al templo Shaolin de Chinatown. Estaba en el segundo piso de un edificio del Lower East Side, y era mi santuario preferido.

Lo dirigían unos monjes chinos, con cabezas afeitadas y faldones negros, que siempre servían gratis deliciosos platos vegetarianos: fideos fritos con tofu, arroz y unas setas negras con bordes arrugados que se llaman «orejas de nube» en chino. Cuando los monjes me entregaban la comida, podía sentir la abnegación con la que ofrecían esos gestos de amabilidad. Tras encender incienso y arrodillarme ante los tres enormes budas de la sala principal, presentábamos nuestros respetos a nuestros muertos, y con especial cariño a mi padre. En el templo me sentía en paz, como si nunca hubiéramos salido de Hong Kong. Como si hubiera unas fuerzas compasivas que velaran por mí y por mi madre.

No podía escaquearme mucho del taller. Sólo muy de vez en cuando, si había algo de tiempo antes de que saliera el siguiente pedido, le mentía a mi madre y salía un rato por la tarde con Annette.

En una de aquellas ocasiones, mi amiga intentó convencerme de que fuéramos a ver una película. Nunca había ido al cine desde que estaba en los Estados Unidos y vacilé un poco, preguntándome si sería posible. Annette no comprendió mi momento de duda, y quiso añadir más atractivo a su propuesta:

—Traeré mi maquillaje y podemos ponérnoslo antes de la película. No te preocupes, cuando se acabe nos lo quitamos.

Le conté una excusa a mi madre y fui con Annette a ver
Indiana Jones y el templo maldito
en un cine que había cerca de su casa. Me preocupaba cuánto iba a costar la entrada porque no sabía si tendría dinero suficiente para pagarla, pero cuando llegamos a la taquilla Annette insistió en invitarme. Protesté, pero sentí un cierto alivio en mi interior. Mi madre no me daba propina, y el dinero que llevaba lo había cogido de las monedas de la compra y tendría que devolverlo a base de faldas.

Llegamos pronto al cine. La sala era enorme, estaba medio vacía y parecía una caverna. Había lucecitas en el suelo, como en el avión que nos trajo de Hong Kong. Percibí el aroma a palomitas con mantequilla. Annette me llevó al lavabo de señoras, donde, con una risita maliciosa, sacó un estuche de maquillaje rosa que parecía nuevo. Seleccionó unos pequeños paquetitos con polvos de diferentes colores y me explicó que el kit era un regalo de su prima.

—Tienes unas mejillas fabulosas —dijo Annette, poniéndome colorete y sonriendo.

—Tú también.

No tenía muy claro qué era lo que convertía una mejilla en algo «fabuloso», pero no importaba. Cuando terminamos, me miré en el espejo y me sorprendió lo distinta que parecía. Con sombra de ojos y toneladas de colorete y pintalabios, no quedaba ni un solo centímetro de mi piel con su color original. Si saliera así de casa todos los días, parecería una auténtica americana. Acaricié mis fabulosas mejillas.

Una mujer que salía del baño nos sonrió y nos dijo:

—Estáis muy guapas, chicas.

Nos sentíamos hermosas. Después, durante dos horas estuvimos sentadas mirando la película, aunque apenas seguí su argumento. Me dediqué a palpar el terciopelo del asiento y a imaginar el brillo de mi rostro. Indiana Jones me parecía un tío muy valiente. La película me recordaba a las de artes marciales que ponían en la tele en Hong Kong, pero era más complicada, con muchos malos, tribus de indígenas y niños a los que había que rescatar; resultaba bastante emocionante. Cuando terminó, Annette y yo volvimos al lavabo para limpiarnos la cara. A ella tampoco le dejaban ponerse maquillaje. No me importaba. Ahora compartíamos un secreto, uno muy feliz.

Cuando se terminaron las clases y comenzó el verano, Annette se fue a un campamento al norte del estado y yo empecé a trabajar a jornada completa en el taller. Necesitaba aliviar la carga de mi madre todo lo posible, y cualquier hora extra que hiciese significaba más ingresos. Aquel verano aprendí cómo el sudor va empapando un sujetador: primero se moja la cinta que hay justo debajo del pecho; después, el sudor empieza a trepar hacia arriba, avanzando más deprisa en los sobacos y en medio de la espalda; luego asciende por el canalillo, mojando las copas y finalmente los tirantes. En media hora de trabajo, el sujetador entero estaba calado.

Mi especialidad en el proceso de acabado de las prendas era el embolsado, tarea que requería un mayor esfuerzo físico, pero que aprendí a hacerla con rapidez. Había un perchero móvil muy alto de metal oscuro con un enorme rollo de bolsas de plástico para meter la ropa en la parte superior. Tenía que coger una prenda por mi derecha, colgarla en una percha, abrir una bolsa y meter el artículo dentro. Luego había que separar la bolsa del rollo y, por último, alzar la prenda embolsada por encima del perchero y colgarla en el lado izquierdo. Era necesario tener mucho cuidado para que no se rasgara la bolsa, o de lo contrario me vería obligada a empezar toda la operación de nuevo.

El proceso de acabado comenzaba cuando recibíamos las prendas y terminaba cuando estaban empaquetadas en sus bolsas. Incluía el colgado, clasificación, encintado, anudado de fajines, abotonado, etiquetado y embolsado de cada artículo. Por todo este trabajo, se nos pagaba un centavo y medio por falda, dos centavos por cada par de pantalones con cinturón, y un centavo por cualquier prenda de cintura para arriba. Todavía era demasiado bajita para manejar el perchero móvil, así que me tenía que subir a una silla. Me cronometraba con el gigantesco reloj que había en la pared del fondo del taller. A mi madre le costaba unos treinta segundos embolsar una prenda, lo que significaba que podría hacer ciento veinte artículos por hora. Echando cuentas, nos salía que apenas llegaba a los dos dólares por hora.

Así no se podía sobrevivir. Al principio, cuando lo hacía despacio, separando cada bolsa con las dos manos e introduciendo con cuidado las prendas, me costaba veinte segundos embolsar un artículo. Luego fui ensayando distintas técnicas para refinar mis métodos.

Supuse que lo más rápido sería agarrar la siguiente bolsa del rollo con una mano, que como estaba mojada por el sudor estaría pegajosa, sacudirla para que se abriera y, mientras introducía en ella la prenda, tirar de la línea de cerrado con la otra mano para que la bolsa se separara de las demás del rollo al caer. Antes de que el plástico hubiera bajado del todo para cubrir la prenda entera, yo ya estaba levantándola por la percha para sacarla y colgarla en la barra de la izquierda. Luego, repetía el proceso, agarrando otra bolsa con la mano derecha.

Con los pantalones se tardaba más porque muchos venían con cinturón y no se sujetaban bien en la percha. Había que cogerlos con ambas manos para que no se cayeran. Me salieron unos buenos músculos en los brazos de tanto levantar prendas.

A finales de aquel verano ya había cogido un buen ritmo y era capaz de embolsar quinientas faldas por hora, unas siete prendas por minuto. Más adelante, cuando me hice más mayor y más fuerte, llegué a alcanzar una velocidad máxima de un poco menos de cinco segundos por falda, llegando a las setecientas por hora.

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