—Señor Jamali, ¿puedo cambiar mi horario? Me gustaría poder estar aquí más temprano.
—¿Por qué?
—Porque... —bajé la voz—, mi madre trabaja y tengo que ayudarla después de clase.
—Comprendo. —El profesor me miró con sus ojos inteligentes—. Bueno, en ese caso, veremos qué se puede hacer.
En la fábrica, Matt se fijó en mis ropas nada más verme.
—¡Vaya! Pero si es la hija de la jefa —bromeó.
Debí de poner cara de ofendida, porque inmediatamente añadió:
—No te lo tomes a mal. Quería decir que estás muy guapa.
Aunque sabía que sólo estaba siendo amable, nunca olvidaría lo que Matt acababa de decirme: que estaba guapa.
No tardé en comprender que si acudía al taller con el uniforme del instituto podría tener problemas con los otros chicos o incluso con la tía Paula, a la que no convenía recordar que yo iba a una escuela privada. A partir de entonces, me aseguraría de cambiarme de ropa nada más llegar y nunca mencionar a nadie mi nuevo instituto.
—¿Qué tal te ha ido? —me preguntó mi madre.
Al ver sus ojos castaños, cálidos y familiares, me relajé por primera vez en muchas horas. Me di cuenta de la tensión que había ido acumulando a lo largo del día y de lo extraño que me resultaba todo el mundo de Harrison.
Me acerqué a mi madre, sin contestar, y posé la frente en su hombro. ¡Cuánto me hubiera gustado volver a ser su niñita! Su camisa de poliéster estaba húmeda del sudor.
—Mi loquita —me dijo con cariño mientras me acariciaba el pelo.
Alcé la cabeza y le dije:
—Ma, creo que necesito ropa interior nueva.
—¿Por qué? ¿Qué le pasa a la que tienes?
—En el instituto nos cambiamos juntas para la clase de gimnasia y las demás chicas pueden verla. Van a reírse de mí.
—Ninguna chica decente se atrevería a mirar la ropa interior de otra. ¿Se han burlado de ti?
En el mundo de mi madre, la ropa interior era algo invisible. Con el poco dinero que teníamos, creía que era mejor gastarlo en cosas externas que se pudieran ver, como el uniforme.
—No, pero...
—
Ah-Kim
, no tendrías que ser tan sensible —me dijo con tono indulgente—. Estoy segura de que todas tus compañeras se cambian cuando nadie las puede ver. No pienses que todo el mundo te está mirando constantemente.
Me dio un achuchón y regresó a su trabajo.
Observé la espalda de mi madre. Los huesos de la columna vertebral se le marcaban por debajo de la camisa. Estaba tan enfadada por su incapacidad para comprenderme que me entraron ganas de empujarla contra la pila de ropa que se acumulaba ante ella en el mostrador. Pero entonces, al respirar el ambiente de la fábrica, lleno de humedad y del olor a metal que desprendían las planchas, noté que el sentimiento de culpa se imponía al odio. Mi madre no se había comprado nada para ella desde que llegamos a los Estados Unidos, ni tan siquiera un abrigo nuevo, aunque lo necesitaba imperiosamente.
En el primer descanso que hicimos, intenté arrancar los abalorios de mi falda, pero me resultó imposible. Los plásticos de colores estaban pegados a la cintura y si los quitaba quedarían feas manchas en la tela. Busqué en el carro donde se tiraban los restos de tela inservibles y encontré una tira de tejido oscuro que podría servir de fajín. No era precisamente elegante, pero por lo menos ocultaba los abalorios. Encontré también varias faldas que no habían pasado el control de la tía Paula, y deseé tener talla de adulta para poder quedármelas.
Como de costumbre, almorzamos el arroz que mi madre había traído de casa. Para los chinos, el arroz es la verdadera comida, y todo lo demás (verduras, carne...) no son más que acompañamientos. Aquellos días teníamos tan poco dinero que mi madre apenas ponía carne en el arroz.
Cuando volvimos a casa, a eso de las nueve y media de la noche, aquella jornada llena de emociones se acercaba a su final. Fue el primer momento que tuve para reflexionar sobre todo lo que había sucedido. Acababa de pasar mi primer día de clase siendo la única china entre un montón de blancos. El chico del pelo de jengibre, Greg, me fascinaba y me asustaba a la vez. No sólo porque se hubiera reído de mí. Me resultaba tan extraño, con ese pelo tan raro, los ojos verde claro y las venas por debajo de la piel... Y las chicas, con los párpados pintados de azul y la mirada oculta tras esas gruesas pestañas. Contemplé mi rostro en el espejo salpicado de pintura del baño. No me parecía en nada a aquellas chicas. Si ellas eran guapas, ¿yo qué era?
Al día siguiente, fui a conocer a Kerry, la chica que me iba a dar clases de refuerzo de inglés. Quedamos en un aula vacía y, cuando entré, se levantó y me dio la mano. Era muy bajita y me fijé en el hueco que había entre sus incisivos cuando sonreía. Me dijo que estudiaba en el último curso del bachillerato.
Me senté y esperé a que me dijera lo que teníamos que hacer, pensando que sacaría algún libro de gramática. Ella también parecía estar esperando.
—¿Qué hacemos?, Kimberly —me preguntó de repente.
La miré, sorprendida. Ella era la profesora. En Hong Kong nunca había visto a un maestro o tutor que permitiera a los alumnos opinar sobre el material de estudio.
Kerry se reclinó en la silla y añadió:
—¿En qué necesitas más ayuda?
Necesitaba ayuda en todo. Me lo pensé por un momento, Y dije:
—Hablar.
—Muy bien. ¿Qué te parece si conversamos y te corrijo los errores que cometas?
—Bien. Gracias.
Estaba tan contenta de que alguien fuera a ayudarme con mi inglés que me entraron ganas de abrazarla.
Durante la conversación que mantuvimos, me enteré de que ella también tenía una beca. Al notar mi sorpresa, dijo:
—No sólo os dan becas a las minorías étnicas, ya ves. Este sitio es muy caro.
—¿Te
gustas
Harrison?
—Te
gusta
Harrison —me corrigió—. Bueno, cuesta un poco acostumbrarse, sobre todo al principio. Va muy bien apuntarse a alguna actividad extraescolar, ya sabes, a tenis o
lacrosse.
O también colaborar en el periódico del instituto.
—Vaya, qué buena idea —contesté, pero sabía que no iba a poder apuntarme a nada después de clase. Mi madre no conseguiría terminar los pedidos a tiempo sin mi ayuda.
Greg y su pandilla eran temidos en el instituto. El muchacho elegía con frialdad a los blancos de sus burlas, crueles y calculadas: Elizabeth, que era tan tímida que casi nunca hablaba, tenía la piel muy pálida y llena de pecas («la señorita Varicela»); Ginny, que tenía un poco de vello en el bigote («¿Se te olvidó afeitarte?»); Duncan, con su respiración nasal y profunda («Duncan Vader»)... Se había dado cuenta de que mi ropa olía a alcanfor por las bolitas que ponía mi madre en el armario para alejar a las cucarachas, así que cada vez que pasaba a su lado, se ponía a olisquear con cara de asco y las carcajadas de sus amigos me seguían por el pasillo.
Las clases eran mucho más duras que en el colegio. Aunque resultaba un alivio haberme librado del señor Bogart, tenía que esforzarme mucho para seguir el ritmo. Uno de los mayores obstáculos era el test sobre actualidad que hacíamos todos los días en clase de sociales, y en el que siempre fallaba. El señor Scoggins no comprendía que en mi casa no viéramos el telediario de las seis ni que mi madre no tuviera siempre a mano el
New York Times.
—Si no entiendes algo, pregúntale a tus padres —decía—. Discutir sobre las noticias es una de las actividades más importantes que se pueden hacer en familia.
Me imaginaba a mi madre en una reluciente mesa de comedor como la de casa de Annette explicándome el complejo entramado del Watergate. Una vez, cuando nos mandaron leer un artículo sobre ecología y protección de la naturaleza, intenté que mi madre me hablara un poco del tema.
—Pero ¿cómo va a haber gente preocupada por salvar bichos como los tigres? —me preguntó, perpleja. Parecía triste—. Una vez, en mi pueblo, un tigre mató a un bebé.
Alguna vez la descubrí ojeando mis libros, probando a pronunciar alguna palabra suelta, pero seguía intentando leer de derecha a izquierda. Tenía un librito que se había comprado en Chinatown para aprender inglés y yo intentaba enseñarle algo los domingos, pero siempre se le dieron mal los idiomas. Además, el chino y el inglés son tan distintos que era como si le estuviera pidiendo que cambiara el color de sus ojos.
En la fábrica, ponía la radio mientras trabajábamos, intentando enterarme de las principales noticias, pero la caldera estaba muy cerca de nuestro puesto y emitía unos pitidos de cuando en cuando que no me dejaban comprender lo que decía la radio. Había mucho vocabulario que no conocía. Aunque a veces podía entender frases enteras, me faltaba una base para poder comprender las historias.
En ciencias y matemáticas me las arreglaba porque esas asignaturas siempre se me dieron bien, pero en las otras clases me costaba leer los libros tres veces más que si estuvieran escritos en chino. No podía hacer lecturas rápidas. Si perdía la concentración por un instante, las frases se volvían incomprensibles y tenía que empezar a leer desde el principio. Cada pocas palabras, me veía obligada a detenerme para buscar algo en el diccionario. A veces, me costaba entender las preguntas de los ejercicios, así que me resultaba casi imposible encontrar las respuestas.
Identifique el tema de la violencia en el relato desde su planteamiento hasta su irrevocable desenlace; ¿cómo se manifiesta dicha violencia en cada uno de los personajes principales?
Alcé la vista y vi que mi madre se estaba preparando para ir a la cama. Su frágil cuerpo parecía hundirse bajo el peso de las capas de ropa que llevaba bajo una chaqueta peluda hecha con la felpa para peluches que habíamos encontrado. Aunque tenía los guantes puestos, se frotaba las manos para calentárselas. El verano anterior, leí un pasaje de un libro de cuentos infantiles en el que un padre se sentaba con su hija para enseñarle a extender un cheque. A menudo me acordaba de esa escena.
—¿Quieres que te ayude con algo? —me preguntó.
—No, Ma.
—Tienes que ser muy aplicada —dijo, tras un suspiro—. No te quedes hasta muy tarde, chiquitina.
Quería irme a la cama. Sentía un peso en la nuca que me tiraba de la cabeza y los ojos. El piso estaba muy oscuro y vacío. Unos ratones correteaban por la cocina.
Me di un masaje en las sienes y volví a leer la pregunta.
Unas semanas más tarde, acababa de cambiarme en el baño cuando escuché un ruido por encima de mi cabeza. Había un enorme tragaluz en el techo del vestuario y vi sombras moviéndose por él.
—¡Chicos! —gritó una de las chicas.
Escuchamos risas y pasos por encima de nosotras, y luego las sombras desaparecieron. En lugar de enfadarse, muchas chicas parecían complacidas por este incidente, y hubo un montón de cuchicheos.
Al día siguiente, Greg soltó en voz alta cuando pasé a su lado:
—¿Son cómodos esos calzoncillos?
Los chicos y chicas que le acompañaban soltaron unas tremendas carcajadas. Seguí andando, ardiendo de vergüenza. Tenía que hacer algo.
—Los chicos han empezado a reírse de mi ropa interior —le dije a mi madre en el taller.
Se estremeció y me alegré de que le doliera. Era su merecido castigo. Yo tenía razón, había sido todo por su culpa.
—¿Cómo la han visto? —me preguntó, sin atreverse a mirarme a los ojos.
El daño que me habían causado las bromas se desbordó, como una olla de arroz al fuego.
—Ya te lo dije. ¡Nos cambiamos juntas, y todo el mundo mira a las demás! ¡Esto no es China, Ma!
Permaneció un rato en silencio, y luego dijo:
—El domingo iremos de compras.
Tuve que aguantar el resto de la semana antes de que fuéramos de compras. Sheryl empezó a curiosear en el baño en el que yo me cambiaba cuando teníamos gimnasia. Oía cómo se reían ella y sus amigas detrás de la puerta. Sus risas cada vez tenían menos compasión, como si el hecho de que todavía llevara las mismas bragas significara que consentía su escarnio en silencio.
Aquel viernes, desesperada, me puse el único bañador que tenía en lugar de las bragas. Me lo había regalado un vecino de Hong Kong con motivo de nuestra partida. Se había quedado pequeño y los tirantes se me clavaban en los hombros. Era de un color amarillo brillante que se adivinaba debajo de mi camisa blanca, pero me sentía segura porque quedaba ajustado. Por lo menos era nuevo y comprado; además, era ajustado y elegante como la ropa interior de las otras chicas.
En clase, Greg se encargó de exclamar en voz alta, delante de todo el mundo: «¡Vaya! Parece que hoy tenemos natación».
Me di cuenta de que sólo había empeorado las cosas.
Compramos un paquete de bragas en Woolworth's, pero no tenían sujetadores de mi talla, así que tuvimos que ir a los grandes almacenes Macy's, que estaban en la acera de enfrente. Habíamos oído decir a la tía Paula que ella siempre compraba allí, y sabíamos que sería demasiado caro para nosotras, pero no conocíamos otro lugar donde comprar.
Bajo las brillantes luces de la tienda, las vendedoras ofrecían muestras de perfume a los clientes, pero a nosotras nos ignoraron. Nuestras ropas eran demasiado pobres, demasiado chinas. Los mostradores estaban repletos de cosas que no nos atrevíamos a mirar: bolsos de cuero, diamantes falsos, pintalabios. En una sección, unas mujeres con batas de médico maquillaban a chicas sobre taburetes. El lugar olía a perfección y exotismo.
En la sección de lencería había expuestos coloridos camisones, corsés, combinaciones y sujetadores, como si fueran caramelos. Mi madre cogió una etiqueta, miró el preció y meneó la cabeza.
Estaba claro que no me iban a quedar bien esos enormes sujetadores del escaparate. Eran para mujeres con pechos de verdad, no los bultos que me estaban saliendo.
—Pídele a alguna dependienta que nos ayude —dijo mi madre.
Hubiera dado cualquier cosa porque mi madre supiera pedir consejo y encargarse de esas cosas, como seguro que hacía la madre de Annette. Cogí un sujetador, que colgaba voluptuoso y relleno aunque nadie lo llevaba puesto, y se lo llevé a una de las empleadas. Mi madre se quedó detrás de mí.
Sentí que todo mi cuerpo se sonrojaba antes incluso de abrir la boca.
—¿Tienen uno como este... para mí?
Ante mi horror, la mujer de color se echó a reír. Cuando vio mi rostro avergonzado, intentó contener sus risas.