El silencio de las palabras (15 page)

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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

BOOK: El silencio de las palabras
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Cuando me solté de su abrazo, mi amiga ladeó la cabeza y me preguntó:

—¿Por qué me dijiste que te habían suspendido en la prueba de acceso?

—No estaba segura —contesté.

Annette pareció convencida con la respuesta y se giró hacia sus padres, que estaban detrás de nosotras.

—Hola, Kimberly —me saludó la señora Avery—. Mi más sincera enhorabuena. —Luego, se dirigió a mi madre y le ofreció su mano—: Me alegro de tener por fin la oportunidad de conocerla, señora Chang.

—Hola —dijo mi madre, estrechando la mano de la señora Avery y luego la de su esposo, que era un poco más bajito que su mujer y parecía que tenía que andar levantando la barbilla para que su cabeza asomara por el cuello del elegante traje que vestía.

—Vamos a ir a comer a un restaurante para celebrar la graduación —dijo el señor Avery—. ¿Quieren acompañarnos?

Mi madre me miró, pues no había entendido la invitación. Le traduje lo que había dicho el señor Avery, esperando que, sólo por esa vez, aceptara.

—No, muchas gracias —dijo mi madre—. Tenemos que ir a... —su voz se fue apagando mientras pensaba en alguna excusa que pudiera decir en inglés.

—A casa —intervine yo—. Tenemos cosas que hacer en casa.

—Vaya —se lamentó el señor Avery—, es una pena. La próxima vez será.

—Gracias —le dijo mi madre—. Usted muy bueno.

Cuando los Avery se marcharon al restaurante, nosotras también nos retiramos, dejando en el colegio a grupitos de gente que todavía celebraba la graduación. Nos dirigimos al metro para ir a la fábrica. Todavía me encontraba saboreando las emociones de la ceremonia. Mi madre estaba tan feliz con la idea de que su hija iba a ir al Instituto Harrison que casi ni miró mi cartilla de notas.

Cuando llegamos al taller, nos pusimos a trabajar a toda prisa para recuperar el tiempo perdido. De repente, la tía Paula se presentó ante nosotras. No tenía la costumbre de acercarse a nuestra sección, solo se pasaba para comprobar las prendas cuando un pedido estaba a punto de salir.

—¿Qué tal ha estado la graduación? —preguntó.

—Muy bien —contestó mi madre—. Gracias por dejarme coger la mañana libre.

—¿Podéis acompañarme las dos un momento? —su tono era amable, pero intercambié una mirada de preocupación con mi madre, preguntándome si su ausencia aquella mañana habría supuesto algún problema.

Seguimos a la tía Paula y nos cruzamos con Matt, que salía del lavabo de hombres. A espaldas de la tía Paula, me hizo un gesto y fingió que se rascaba, imitando a la tía. Tuve que aguantarme la risa.

Cuando entramos en la oficina, la tía Paula nos pidió que nos sentáramos. El tío Bob debía de haber salido.

—Tengo una carta para Kimberly —dijo, entregándome un grueso sobre amarillo con el emblema del Instituto Harrison en la solapa.

Lo cogí. A pesar de la aparente indiferencia de la tía, me puse nerviosa. ¿Por qué no me lo había dado en nuestro puesto de trabajo? Si nos había traído hasta allí era porque quería hablar del tema o descubrir algo.

—¿Has solicitado entrar en ese instituto? —preguntó.

Asentí. Mi madre se dispuso a hablar, probablemente para darle la buena noticia a la tía, pero esta se adelantó:

—¿Por qué no me habéis pedido consejo?

Mi madre cambió de planes sobre lo que iba a decir.

—No pretendíamos faltarte al respeto.

—Ya lo sé. Pero es que ese instituto es muy elitista. Yo podría haberos ayudado a elegir un centro más apropiado para Kimberly.

—¿Conoces el Instituto Harrison? —pregunté.

—Por supuesto. He mirado un montón de institutos para decidir cuál conviene a Nelson. Harrison es un sitio precioso y con mucha fama, pero es muy difícil entrar, y es extremadamente caro.

—Es cierto —convino mi madre.

Ninguna de las dos se atrevía a decir más. Creo que estábamos esperando a ver las verdaderas intenciones de la tía Paula. Antes de contarle la verdad, queríamos saber si su intención era ayudarnos o desanimarnos.

La tía se echó a reír y dijo:

—Hermanita, me sorprende que hayas dejado que Kimberly tenga esperanzas de entrar en ese instituto. Debías haber supuesto lo que costaba. Lo mejor que podéis hacer es tirar esa solicitud a la basura. ¡En Harrison no aceptarían ni a mi Nelson! Además, ya es demasiado tarde para la matrícula.

Por fin, me decidí a hablar:

—No es una solicitud, es una carta de admisión y una beca de matrícula. Nos lo acaba de confirmar la directora.

La tía Paula nos miró fijamente. Su rostro se puso colorado y le tembló el lunar del labio.

—¿Que tú vas a estudiar en Harrison? ¿Habéis preparado esto a mis espaldas?

Su voz sonaba furiosa. Noté que mi madre tragaba saliva, nerviosa. Apreté el sobre contra mi pecho. El repentino acceso de ira de la tía Paula nos había pillado por sorpresa.

—Querida hermana —dijo mi madre con voz muy baja—, ¡qué cosas dices!

La tía Paula se atusó el pelo para intentar calmarse. Sus dedos temblaban de la tensión.

—Sólo estoy sorprendida de que hayáis dado un paso tan importante sin consultarme.

—Sucedió todo muy rápido y no pensábamos que fueran a aceptarla —dijo mi madre, intentando aplacar a su hermana—. Te agradecemos todo lo que has hecho por nosotras.

—Me alegro de que Kimberly tenga esta oportunidad —comentó la tía Paula, ya más tranquila—. De hecho, me estaba empezando a preocupar que os convirtieseis en una carga para mí.

—Sabremos arreglárnoslas nosotras solas —dije, mirándola desafiante a los ojos.

La tía Paula me observó de arriba a abajo, como si nunca antes me hubiera visto.

—Ya lo veo.

Más tarde, cuando regresamos a nuestro puesto de trabajo, no volvimos a hablar de lo que había sucedido. Sabía que mi madre no quería admitir que la tía Paula había tenido un momento de debilidad. Pero yo comprendí todo lo que había pasado: por un instante, la tía Paula se había quitado la máscara de cortesía y habíamos visto su verdadero rostro. Nos permitía trabajar para ella porque así no le causábamos problemas, pero no quería que tuviéramos más éxito que ellos. Yo no podía ser mejor que Nelson. En otras palabras, a la tía Paula no le importaría que siguiéramos en la fábrica y en aquel piso por el resto de nuestras vidas.

Aquel verano, Annette me envió unas cuantas postales. Siempre las dirigía a la «Señorita Kimberly Chang», y las firmaba como «Tu querida amiga, la señorita Annette Avery». Le di mi dirección auténtica porque no quería que esas cartas pasaran por las manos de la tía Paula. Supuse que aunque mi amiga buscara la calle donde vivíamos en un mapa, sería demasiado inocente como para imaginarse qué tipo de barrio era. Desde su campamento de verano, me escribió:

¡Me aburro mucho! Aquí no hay ningún sitio para divertirse y las actividades que hacemos son estúpidas. Lo único que me gusta es cuando nos llevan a nadar. Hace mucho calor, pero el agua del lago está fresquita. Nos obligan a cantar canciones tontas y a jugar a juegos estúpidos. ¡Me gustaría estar contigo en Nueva York

Nunca había visto un lago y jamás había ido a nadar. Como la mayoría de la gente en Hong Kong en aquella época, no teníamos dinero para hacer esas cosas. A veces, en el trabajo, me imaginaba que estaba con Annette en ese lago fresquito. El verano en el taller era como estar sumergida permanentemente en una ola de calor bajo el ensordecedor rugido de los ventiladores. Resultaba imposible comunicarse con tanto ruido, por eso el verano se convirtió en la estación del silencio. Las ventanas permanecían cerradas a cal y canto, seguramente para impedir que se pudiera asomar un inspector de trabajo. Nuestro único alivio eran los enormes ventiladores industriales.

Aquellos cacharros eran altos y negros, como un sarcófago, y estaban cubiertos de polvo. En la rejilla que protegía las aspas había pegadas pelusas de porquería que el aire meneaba hasta que se soltaban y aterrizaban en mi cara o peor, sobre la prenda con la que estaba trabajando. El aire que despedían aquellos aparatos era un viento sofocante que sólo servía para redistribuir por todo el taller el calor de las planchas y de los ardientes motores de las máquinas, que se impregnaba a nuestros cuerpos sudados. Sin embargo, teníamos que dar gracias porque era lo único con lo que contábamos. En los descansos, hacía demasiado calor para jugar, así que Matt y yo nos poníamos con los brazos en cruz frente a los ventiladores. El aire nos revolvía el pelo y nos imaginábamos que estábamos volando.

El polvo de la fábrica se volvió peor de lo habitual, porque estábamos bañadas en sudor y las fibras se nos pegaban a la piel. Tenía rayas en los hombros y en el cuello, en los sitios donde me había arrancado en polvo con los dedos.

A pesar del gasto que suponía, mi madre me compró unos sellos para que pudiera responder a Annette, porque pensaba que sería instructivo que mantuviese correspondencia en inglés. Escribí esto:

Siento que estés aburrida. Nueva York está muy tranquila. Me paso el tiempo descansando y leyendo libros. Las canciones y los juegos son por lo general estúpidos. Espero que vuelvas pronto. Quizá me voy de viaje con mi madre unos días.

Desde Florida, Annette me contestó:

Qué suerte tienes de poder estar descansando en Nueva York. La casa de mi abuela está bastante bien. Ayer hicimos una barbacoa y me comí un perrito caliente sentada en la piscina. ¿Adónde vais a ir? Espero que lo paséis bien. No te olvides de tu mejor amiga cuando estés por ahí.

¿Adónde vais a ir? Espero que lo paséis bien. No te olvides de tu mejor amiga cuando estés por ahí.

También me envió una postal con una foto de un castillo y las palabras: «El Reino Mágico». Yo le escribí:

Una vez me comí un perrito caliente y me gustó mucho, pero no me gustó la salsa amarilla. Al final, puede que no nos vayamos de viaje porque se está muy bien en Nueva York. Pero cuando lo haga, te compraré un regalo. ¿Qué te gustaría? Gracias por la bonita postal, me gusta mucho. Tu abuela, ¿es por parte de padre o de madre? Espero que goce de buena salud.

Todas las noches, cuando volvía a casa después de la fábrica, releía las cartas de Annette. Deseaba poder tener una historia propia que contar, algún viaje a Nueva Jersey o a Atlantic City, adonde habían ido algunas de las costureras. Si fuera rica, compraría muchos regalos a mi madre y a Annette, recuerdos de todos los rincones de los Estados Unidos.

En casa, las cucarachas y los ratones habían vuelto con ganas de revancha. No podíamos dejar nada abierto ni un segundo, ni siquiera el tubo de pasta de dientes, si no queríamos encontrar una cucaracha chupándolo con sus largas antenas. Quitamos todas las bolsas de plástico de las ventanas de la cocina y por fin la luz del sol iluminó la parte de atrás de la casa. Me asomé a ver a la mujer y al bebé del edificio de al lado, pero su habitación estaba vacía. Se habían llevado hasta la cama. En cuanto empezó a hacer bueno, mi madre cogía el violín casi todos los domingos. Después de la cena, yo recogía la mesa mientras ella tocaba, aunque sólo fuera durante unos minutos porque teníamos mucho trabajo del taller que nos habíamos llevado a casa.

—Ma, no hace falta que toques para mí todas las semanas, seguro que tienes otras cosas que hacer —le dije una vez.

—También toco para mí —me contestó—. Sin mi violín, me olvidaría de quién soy.

Llegó un momento en el que hacía tanto calor que mi madre compró un pequeño ventilador y lo colocó junto al colchón.

Al volver del trabajo, recuperábamos el aliento poniéndonos enfrente, sentadas en el suelo y con la espalda apoyada en la pared. Poco a poco, se formaron dos manchas con forma de personas en la descascarillada pintura: una pequeña, la mía, y otra más grande, la de mi madre. Seguramente esas manchas seguirán allí, en aquel piso. Alguna vez he soñado con ellas, con las células de nuestra piel y gotitas de nuestra grasa y sudor impregnadas en aquella pared porosa. Trocitos de nosotras que nunca escaparán de aquel lugar.

Una tarde de domingo, a finales del verano, Annette se presentó en mi casa. Mi madre y yo estábamos abotonando unas chaquetas que nos habíamos traído del taller. Un sonido me hizo dar un respingo. Estaba tan poco acostumbrada a oírlo, que me costó reconocer que era el timbre del portal.

—¿Quién será? —me preguntó mi madre.

Corrí hacia la ventana para ver quién era, pero mi madre me gritó:

—¡Kimberly! No te asomes, que te verán.

Pero ya me había asomado, y vi allá abajo la cara redondita de Annette, rodeada por su mata de pelo. Me temblaron las rodillas y me agaché bajo el marco de la ventana. Deseé que no me hubieran visto. Me había parecido vislumbrar su coche en la calle y un hombre bajito dentro, seguramente el señor Avery.

El timbre sonó de nuevo, un par de veces. Mi madre y yo nos miramos, sin atrevernos a abrir la boca, como si fueran los inspectores de trabajo los que estuvieran en el portal. Finalmente, dejaron de llamar y oí como se alejaba el coche.

—Creo que ya se han ido —dije.

—No te asomes todavía —me ordenó mi madre.

Esperamos otros diez minutos hasta que me atreví a comprobar que Annette y su padre se habían marchado.

Unos días más tarde, recibí otra carta de Annette:

Seguro que te vas a enfadar. El otro día me acerqué a tu casa, sólo para saludarte, pero no estabais. Me pareció ver a alguien en la ventana, pero no hubo suerte. Oye, ¿cuál es tu teléfono? ¿Cómo puede ser que todavía no me lo hayas dado? Nos vemos pronto... ¡En el instituto!

Para preparar mi primer día de instituto, mi madre me compró ropa nueva. Tuve que conseguir una americana azul oscuro para seguir el código de vestimenta del centro, pero fue difícil dar con algo que nos pudiéramos permitir. Encontramos una azul marino en una tienda de saldos por cuatro dólares y noventa y nueve centavos. Era de poliéster, picaba y las mangas eran tan largas que me cubrían las manos. Además, tenía hombreras y me hacía parecer cuellicorta, pero al menos se parecía un poco a las que llevaban los chicos que había visto en el instituto. También compramos una camisa blanca y una falda azul oscuro en Woolworth's.

Cuando ya tenía todo el uniforme, me miré en el espejo y vi a una niña china con el pelo corto y el torso embutido en una americana cuadrada bajo la cual asomaba una camisa barata. Por debajo, una falda rígida de la que surgía un par de escuálidas piernecillas. La falda traía un montón de abalorios brillantes bordados en la cintura porque no habíamos encontrado una lisa. Llevaba mis sandalias chinas marrones, el único calzado que tenía que no desentonaba con una falda. El conjunto resultaba incómodo, me sentía perdida en los contornos de alguien que no reconocía.

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