Esperaba ver un grupito de células pegadas a la pared del útero. Intenté no pensar en nada pero, de repente, una imagen de la criatura apareció en la pantalla y solté un gemido. Me moví un poco, descolocando la imagen. La enfermera me miró molesta. Su rostro se quedó grabado en mi memoria, pero ignoré su orden de que me quedara quieta. No podía apartar la vista de la pantalla.
¡Estaba haciendo gimnasia! Una cosita con forma de renacuajo rebotaba contra la pared del útero y daba vueltas, bailando de un lado a otro, nadando feliz en ese enorme espacio. Parecía rebelde y juguetón. Me imaginé que se estaría riendo. En ese instante, empecé a quererlo. Era el hijo de Matt. Mi hijo, para siempre.
Si su padre hubiera sido cualquier otro, supongo que hubiera seguido adelante. Pero era de Matt. Después de verlo, no podía hacer otra cosa, aunque lo que me esperara no fuera nada fácil. De no haber sido por mi habilidad para los estudios, todos nos habríamos ido al carajo.
Cuando decidí no seguir con el aborto, me pregunté si podría recuperar mi relación con Matt. Incluso llegué a buscarlo, pero descubrí que había vuelto con Vivian. ¡Cómo me dolió aquello! No sabía que él se imaginaba lo que había hecho, o lo que tenía pensado hacer. Podría haber conseguido que rompieran de nuevo, estaba segura de ello. Pero el dolor me había dado más tiempo para recapacitar, y me di cuenta de que el bebé en realidad no cambiaba nada: por más que me doliese reconocerlo, tenía que afrontar el hecho de que, en el fondo, no sabría hacer feliz a Matt.
Entre mi madre y yo criamos a Jason con mucho mimo. El pequeño tuvo a dos mujeres por padres. Me quería muchísimo. Mientras crecía no pude pasar demasiado tiempo a su lado. Desde chiquitín se daba cuenta de que yo apenas me compraba cosas para mí. «Mamá guapa», me decía. Ante sus ojos infantiles, me sentía hermosa de verdad. ¡Cómo lloraba cada vez que yo tenía que marcharme, aunque mi madre, su abuela, siempre estaba a su lado! Cuando regresaba a casa tarde, me lo encontraba dormido abrazado a su abuela, en un sillón ante la puerta, donde me habían estado esperando hasta caer dormidos.
El primer piso en el que vivimos fue aquel de Queens, un paraíso comparado con el de Brooklyn, que mi hijo no llegó a conocer. Recuerdo que mi madre pasaba su mano como aturdida por la superficie de los muebles, las paredes y los electrodomésticos. A mí también me fascinaba que las paredes y los suelos se encontraran limpios e intactos, que pudiéramos estar en el salón y saber que había otras habitaciones en la casa, vacías de gente y de insectos.
Tuve que retrasar un año mi ingreso en Yale para poder dar a luz. Fueron los momentos más difíciles, cuando mi madre y yo confeccionábamos sacos de bisutería en casa para poder ocultar mi embarazo. Aunque trabajábamos a destajo, nos llegaba justo para pagar el alquiler y las facturas. Luego, al poco de nacer Jason, conseguí un empleo nocturno en la oficina de correos para poder quedarme con mi hijo por el día. A comienzos del siguiente curso escolar, nos mudamos todos a New Haven, a un pequeño apartamento cerca de la universidad. Una vez bajo la protección de Yale, las cosas mejoraron un poco.
Nos las arreglábamos a base de becas y ayudas. Mientras estudiaba, llegué a tener cuatro empleos a la vez, pero aun así conseguí licenciarme con matrícula de honor y entré en la facultad de Medicina de Harvard. Durante aquellos años de penurias y deudas, antes de terminar la carrera, empleé todo mi talento en convertirme en la mejor cirujana posible.
Le di esto a Matt: su vida con Vivian y su familia, su sencilla felicidad. Al mismo tiempo, le arrebaté su vida con nosotros. Tenía una gran deuda con mi hijo que nunca podría pagar. Lo aparté durante todos esos años de su padre. Al dejar a Matt, forcé a Jason a hacer lo mismo. Nuestro hijo pagó el precio de mi intento de ser noble. Todavía era demasiado joven para hacerme muchas preguntas sobre ese tema del que siempre me mostraba reacia a hablar: su padre. Sabía que llegaría un momento en el que exigiría toda la verdad. ¿Qué le diría? ¿Cómo iba a saber yo cuál era la verdad en aquel entonces, si apenas me conocía a mí misma?
Me incorporé en la cama mientras la letra de
Sola, furtiva, al tempio
inundaba la habitación.
Quebranto tus vínculos.
Unida a tu amor
vivirás, por fin, feliz.
Respiré hondo, me bajé de la cama y abrí la puerta.
En primer lugar, me gustaría dar las gracias a mi madre, Shuet King Kwok, por enseñarme el significado de la ternura y el coraje, y a mi difunto padre, Shun Kwok, porque siempre procuró lo mejor para nuestra familia.
Al publicar esta, mi primera novela, he entrado en un territorio desconocido para mí. Por suerte, mi agente, Suzanne Gluck, de William Morris Endeavour Entertainment, conocía todas las rutas de estos mundos por los que he tenido que navegar. Quiero manifestar mi total admiración por todo el equipo, en especial por mis agentes internacionales, Tracy Fisher y Raffaella de Angelis, y por los ayudantes de Suzanne Gluck: Elizabeth Tingue, Caroline Donofrio y, sobre todo, Sarah Ceglarski.
Todo el mundo en Riverhead se ha portado fenomenal conmigo. Gracias a su inagotable inteligencia y sensibilidad, mi editora, Sarah McGrath, tuvo la habilidad de enfrentarse al texto. Sarah es la lectora y editora con la que siempre había soñado. Gracias también a Marilyn Ducksworth, Stephanie Sorensen y a la ayudante de Sarah McGrath, la intuitiva Sarah Stein. Los editores extranjeros también han sido maravillosos, en especial Juliet Annan y Maaike le Noble.
Lois Rosenthal, jefa de redacción de la difunta publicación
Story,
fue la primera persona que se atrevió a sacarme de la pila de manuscritos y me enseñó en qué consistía el duro mundo editorial. En el Máster de Escritura Creativa de la Universidad de Columbia aprendí a convertirme en una profesional. En especial, me marcaron las enseñanzas de Helen Schulman y Rebecca Goldstein. También estoy en deuda con Karen Peterfreund, Mary Monaco y Ann Farrar, las personas que me incluyeron en el manual de Holt titulado
Elementos de literatura: tercer curso.
Hubo también profesionales de la escritura que me convencieron de que no había peligros en el camino que iba a seguir: el novelista Pete Jordan y, sobre todo, la escritora Patricia Wood, que fue muy generosa al compartir sus conocimientos y su experiencia con esa persona que no paraba de enviarle correos electrónicos (yo). Y, en especial, quiero dar las gracias a Lisa Friedman, del Taller de Escritura de Ámsterdam, por su tremenda amabilidad y su sabiduría.
Gracias a mis lectores y amigos, Hans y Henriet Omloo, y a los grandes poetas y escritores holandeses Leo y Tineke Vroman. Gracias también a los siguientes escritores, lectores y amigos: Erica Bilder y Jill Whittaker (los dos me ofrecieron grandes consejos en un momento crítico), Shelley Anderson, Kerrie Finch, Kate Simms, Sinead Hewson, Pubudu Sachithanandan, Ingrid Froelich, Chauna Craig y Sari Wilson. También a Katrina Middelburg-Creswell, que no sólo me ayudó a dar con el título, sino que me mostró el camino para terminar la novela.
Gracias a mis amigos, que sirvieron de inspiración: la actriz y bailarina Julie Voshell, el artista titiritero Alex Kahn y la brillante e inclasificable Lisa Donner. Eric Linus Kaplan fue el primero en indicarme el camino a seguir, y Shauna Angle Blue tomó mi primera foto profesional. Los numerosos alumnos que he tenido en la Universidad de Leiden y en la Universidad Tecnológica de Delft me animaron durante muchos años. También estoy en deuda con mis amigos, cuyo gusto es exquisito: Sally O'Keeffe, Shih Hui Liong y Astrid Stikkelorum (gracias por prestarme la ropa).
Me gustaría recordar con orgullo a mis seis hermanas y hermanos: Lai Fong, Kam, Choi, Chow (Joe), York y, sobre todo, a mi genial hermano Kwan, quien me consiguió mis primeras lentillas y me ayudó en todo lo que pudo; también a mis sobrinas y sobrinos, que me ponen al día en todo lo que está de moda:
Diana, Elaine Justine, Amanda, Wendy, Ping, David, Eton, Elton, Alex y Jonathan.
Mi vida en Holanda habría sido mucho más aburrida sin mi familia política, los geniales y rocanroleros Kluwer: Gerard, Betty, Michael y Sander. Gracias en especial a Betty y a Gerard, que tanto hicieron por mí y por mi novela.
Y, por último, quiero dar las gracias a mis tres hijos, Erwin, Stefan y Milan, sin los cuales estaría totalmente perdida.
[1]
Nombre con el que denominaban a los Estados Unidos los emigrantes chinos en el siglo XIX. (N. del T.)
[2]
Eslogan de un famoso anuncio de una marca de desodorante de los años ochenta. (N. del T.)