—¿A qué universidad te gustaría ir? —me preguntó.
—A Yale —respondí sin dudarlo.
Había estado hablando con Annette de las universidades que nos gustaban. Al contrario que yo, mi amiga había pedido docenas de catálogos y se había leído gruesas guías de estudios. Finalmente, había elegido Wesleyan como primera opción. Mi elección fue mucho más a la ligera: sabía que Yale era de las mejores y me gustaron las fotos de su catálogo.
—Bien, cuando la tengas lista, déjame echar un vistazo a tu solicitud.
—¿Cree que tengo posibilidades de que me cojan?
La doctora Weston me miró con sus ojos diminutos y dijo:
—Kimberly Chang, si tú no eres el tipo de alumno que buscan en Yale, ¿quién lo es?
Redacté mi solicitud en la máquina de escribir de la biblioteca, y la doctora Weston apenas hizo cambios en el texto. Le pregunté si cabía la posibilidad de que me eximieran de las tasas de solicitud, y me contestó que tenía que ver una copia de nuestra declaración de la renta para ver si era factible. Al día siguiente se la llevé y, al ojearla, se quedó de piedra. Al instante, me comunicó que no tendría que pagar las tasas.
Cuando le conté a mi madre lo que había pasado, se entristeció.
—¿Por qué no vas a pagar la tasa?
—Es mucho dinero.
Aquel mes habíamos conseguido por fin saldar todas nuestras deudas con la tía Paula. Nuestra situación económica estaba mejor que nunca, sobre todo desde que me pagaban las horas extra que hacía en la biblioteca. Pero si algún día queríamos mudarnos y cambiar de vida, teníamos que seguir ahorrando cada centavo. Era algo que tenía asumido. Aun libres del pago de la deuda, nuestros ingresos eran raquíticos.
—Pero así quizá no tienen en cuenta tu solicitud. ¿Para qué van a leérsela, si no les envías dinero?
Al día siguiente, mi madre trajo a casa unos platos de porcelana baratos que había comprado.
—Toma. Tíralos al suelo —dijo.
—¿Por qué?
—Romper vajilla trae buena suerte. Ayudará a que te admitan en la universidad.
No creía en esas supersticiones, pero rompí los platos. Si no me admitían en una universidad dispuesta a darme una beca que cubriera los gastos de matrícula, no podría estudiar una carrera. Ni tan siquiera nos podíamos permitir una universidad pública.
Mi preocupación fue en aumento a medida que me enteraba de los méritos que incluían mis compañeros en sus solicitudes: la familia de Julia Williams había comprado un piano Steinway y tenían una habitación insonorizada en su casa para que practicara. Julia tocaba cinco horas al día y había participado en concursos internacionales de piano desde los dieciséis años; Chelsea Brown cantaba en el coro infantil del Metropolitan; los deportistas formaban un grupo aparte: «Speedy Spencer», como lo llamaban, ganaba todas las carreras con sus piernas de araña; el equipo de hockey sobre hierba de Harrison ganó el campeonato regional; Alicia Collins se clasificó para las olimpiadas infantiles de gimnasia. Una vez, los chicos del equipo de fútbol la retaron a hacer flexiones. La muchacha se tiró al suelo y no paró hasta que los chavales cayeron agotados. Los deportistas se lo tomaban tan en serio como yo.
Casi todos mis compañeros iban a clases extraescolares de algo —danza, violín o cualquier otra actividad— desde los siete años. Si necesitaban mejorar un poco sus notas, tomaban clases privadas. En los textos de sus solicitudes hablaban de cuando estuvieron vendimiando en Italia, recorriendo Holanda en bicicleta, dibujando bocetos de los cuadros del Louvre... A veces, sus padres habían estudiado en las universidades que solicitaban.
¿Qué posibilidades tenía yo? Sólo era una pobre chica cuya principal habilidad consistía en embolsar faldas a mayor velocidad de lo normal. La confianza que la doctora Weston tenía depositada en mí me proporcionaba algunas esperanzas, pero no muchas. Se me daban bien los estudios, pero también a muchos otros alumnos, y a la mayoría los habían educado para entrar en una determinada universidad desde pequeñitos. No importaban las buenas notas que yo sacara o lo bien que me las arreglara para fingir que pertenecía al círculo de los más populares del instituto. Sabía que no era uno de ellos. Una parte de mí estaba convencida de que las universidades se darían cuenta y me cerrarían sus puertas.
El señor Jamali consideraba que Annette ya tenía suficiente nivel para hacer de Emily, la protagonista de
Nuestra ciudad.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó Annette, dando saltitos de alegría—. Tienes que venir a ver el estreno.
—Seguro —contesté, agarrándola de las manos.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. Estaré allí sea como sea.
Pero, más adelante, cuando me dijo la fecha del estreno y comprobé mi calendario, surgió un problema.
—Annette —le confesé un día en el comedor—, esa misma tarde tengo mi examen de ciudadanía.
—¡No! —protestó, mordiéndose el labio—. Me lo has prometido.
—Lo sé y lo siento mucho. Pero no puedo hacer nada. Si no me dan la nacionalidad americana no podré solicitar becas.
—¿Y por qué no lo cambias de fecha?
—No puedo hacer el examen antes de cumplir los dieciocho, así que es imposible adelantarlo. Y si lo retraso, no podré decir que soy ciudadana americana cuando solicite las becas de las universidades. Iré a verte en la siguiente representación.
—Ya...
Annette parecía desanimada y bajó la vista al suelo.
—¿Qué te pasa?
Alzó la cabeza y me miró fijamente a los ojos.
—Kimberly, si es cierto lo que me dices, no pasa nada. Pero, ¿no será otra de tus excusas?
Le había puesto tantas excusas y explicaciones falsas a lo largo de los años que no podía culparla por dudar de mí.
—Te aseguro que es verdad.
Annette no volvió a hablar del tema.
Cada vez que la tía Paula me entregaba los boletines de notas, se presentaba un día o dos después para quejarse por cualquier motivo de mi trabajo. Procurábamos que no se enterase de las buenas notas que sacaba, pero de un modo u otro lo adivinaba. Si encontraba alguna tarea del taller que no habíamos hecho a la perfección, nos obligaba a repetirla. Cuando tenía que salir un pedido, venía a molestarnos con varios días de antelación para que termináramos a tiempo.
—Si esto sale con retraso, no me hago responsable de las consecuencias —nos amenazó un día.
—Siempre terminamos a tiempo —contestó mi madre con tranquilidad, pero pude notar la pena en sus ojos al ver que su hermana nos trataba así.
La tía Paula se marchó, apartando de un empujón a Matt de su camino. El muchacho se había acercado a nuestro puesto a ver qué pasaba. Tenía el cabello revuelto y mojado del vapor de las planchas.
—¿Qué mosca le ha picado?
—Está celosa —afirmé.
—¿Por qué?
—Creo que saco mejores notas que su hijo.
Matt asintió y se giró para regresar a su puesto de trabajo. Sólo por retenerlo cerca un instante más, le pregunté:
—¿Dónde está tu madre? ¿Y Park? Ya casi no los veo.
—Ma está un poco enferma estos días. Cuando no viene a trabajar, Park se queda con ella en casa. Ahora me toca a mí encargarme de ellos.
Resultaba evidente que estaba orgulloso de ser quien ganaba el arroz en la familia. Todavía se me rasgaba el corazón al tenerlo tan cerca.
—Te estás portando muy bien, Matt.
Me miró fijamente y susurró:
—Te echo de menos.
Sentí que me ardía la cara. Para que no viera mis sentimientos, le di la espalda.
—Ya tienes a Vivian —dije.
Cuando me giré, ya se había ido.
A veces, Curt me contaba historias que me hacían pensar en lo diferentes que éramos. Una vez, me habló de un día que fue a comer con sus amigos a un restaurante italiano.
—Esperamos un montón, pero el creído del camarero no traía la cuenta. Al final, nos levantamos y nos marchamos. Cuando salíamos por la puerta me di la vuelta... ¡Tenías que haber visto la cara de ese capullo! Como si tuviera que pagar nuestra cuenta de su bolsillo.
—Seguramente es lo que pasaría —dije.
—¿En serio? Bueno, le está bien empleado —replicó Curt, aunque parecía un poco avergonzado.
No dije nada, pero pensé que en la fábrica había un montón de chicos cuyos padres o hermanos trabajaban de camareros, o «sirviendo mesas», como decíamos nosotros. ¿Qué pasaría si tuvieran que pagar una elevada cuenta con el dinero de sus propinas? A muchos no les pagaban más que las propinas. Matt nunca haría algo así. Curt no tenía ni idea de lo que era pertenecer a la clase trabajadora.
Sin embargo, a veces, era sorprendentemente dulce. En una ocasión, estaba sentada junto a él en el taller de manualidades y me dijo:
—La semana pasada estuve en un chatarrero. No te imaginas la cantidad de cosas increíbles que puedes encontrar. Te he traído algo.
Pensé en mi barrio y dije:
—Bueno, ya hay bastante chatarra donde vivo.
Curt cogió una bolsa de basura y sacó el armazón de un paraguas, al que le había añadido unos alambres retorcidos y doblados que parecían flores. Las varillas plateadas relucían, como si les hubiera sacado brillo.
—¡Qué bonito! —exclamé, acariciando un pétalo entrelazado.
Alzando una ceja, me dijo:
—Te aseguro que esto nunca va a valer mucho dinero, así que puedes quedártelo.
—Será mi pedazo de chatarra favorito.
El examen para obtener la ciudadanía fue una tarde de mediados de enero. Ese día me encontraba en casa cuando llamaron al timbre. La puerta de la calle cerraba mal últimamente, y al volver de clase a mediodía había subido corriendo las escaleras, así que seguramente se había quedado abierta. A principios de año, mi madre había vuelto a suspender su examen, pero yo ya había cumplido los dieciocho y podía sacármelo. Aunque suponía que era muy sencillo, quería repasar un poco antes de ir a la oficina de extranjería.
Cuando abrí la puerta, me encontré a Annette con su chaqueta de leñador y sus botas de L. L. Bean. Mi amiga contempló las agrietadas paredes y el horno abierto a mis espaldas, y luego su mirada se posó en el jersey de felpa de peluche que llevaba puesto. Abrió la boca para decir algo, pero cuando vio las nubes de vaho que formaba su respiración, soltó una sonrisa incrédula.
—¿Por qué no me has contado nunca esto? —preguntó.
Vacilé, sin saber qué contestar.
—No sabía cómo contártelo.
Su rostro enrojeció y parecía a punto de echarse a llorar.
—Sabía que no teníais mucho dinero, pero esto es ridículo. Nadie vive así en los Estados Unidos.
Respondí con una evidencia:
—Pues ya ves, sí que hay gente que vive así.
—Este es el lugar más estúpido que he visto en mi vida —explotó—. Me he pasado años preguntándome por qué nunca me dejabas venir a tu casa. Me dije que no debía hacer algo que tú no quisieras, y formulé una teoría tras otra: que escondíais aquí a tu padre, que era algún tipo de secreto chino, que tu madre tenía una terrible enfermedad y que te dedicabas a cuidarla... Hoy, cuando cancelaron el estreno, me pregunté si me habías dicho la verdad con eso del examen, y quería saber el motivo por el que nunca me dejabas venir aquí, así que decidí hacerte una visita.
Le señalé el libro de preparación para el examen de ciudadanía que estaba sobre la mesa y asintió, reconociéndolo.
—No podía soportarlo más. Si no hubiera venido aquí hoy, nunca me lo habrías contado. Te has pasado todos estos años malviviendo aquí sin siquiera pedirme ayuda.
Ante la idea de que mi amiga habría estado dispuesta a ayudarme, me abalancé sobre ella y la abracé. No se apartó.
—No serviría de nada —dije—. Mira, cuando sea un poco mayor, conseguiré sacar a mi madre de aquí.
—No pienso dejar que pases ni un día más en este sitio.
Annette me estrechó con fuerza entre sus brazos y luego se puso a recorrer el piso. Miró la mesa de la cocina y retrocedió un paso.
—¡Hace tanto frío que se os ha congelado la salsa de soja! ¡Y hay una cucaracha bebiéndosela!
Cuando llamó a la puerta estaba recogiendo la comida. Corrí y di una palmada en la mesa para espantar a la cucaracha. Luego vacié el plato en el fregadero. Tenía que lavarlo cuanto antes si no quería que atrajera más bichos. Annette siguió dando vueltas por el piso.
—¿Por qué han cancelado tu función? —le pregunté.
—Un problema eléctrico. Ayer, durante el ensayo, se fundieron todas las luces y todavía no han conseguido arreglarlo —se giró y añadió—: Menos mal que eres lista.
—Soy afortunada.
Regresó a mi lado y arrugó la nariz.
—Yo no me atrevería a decir tanto. Tenéis que denunciar a vuestro casero, esto es ilegal.
—No podemos. Es una historia un poco complicada.
—Bueno, pero no podéis quedaros aquí más. Tenemos que hablar con mi madre.
—No, no quiero que la gente se entere. Por favor, Annette, no se lo digas.
—Kimberly, mi madre trabaja en una agencia inmobiliaria, seguro que puede ayudaros.
—No tenemos dinero.
Ahora que nuestra pobreza era tan evidente, no había motivos para seguir ocultándola.
—Por favor, déjame que le pregunte si puede hacer algo por vosotras.
—No quiero que lo sepa.
Sentí un chorro de vergüenza cayendo sobre mí, como despedido por un aspersor encendido a toda presión.
—No se lo contaré, sólo le diré que estáis buscando algo tirado de precio —al ver mi rostro, añadió—: Quiero decir, algo barato.
—Hazme caso, Kimberly, la vida en la periferia es un infierno.
Curt y yo estábamos haciendo un descanso en sus clases de refuerzo. Se había tirado en el suelo del aula que nos habían dejado y hablaba apoyado en el codo derecho, con el libro de matemáticas cerrado delante de él. Había otros libros desperdigados a su alrededor, formando un semicírculo.
La vida en la fábrica ya es un infierno, pensé, y le dije:
—Pues a mí no me parece una opción tan mala.
—Lo dices porque nunca has estado allí.
—¿Cómo lo sabes?
—Dime, ¿has estado?
Me quedé sin saber qué contestar.
—Pues no. ¿Y tú? ¿Has vivido alguna vez en las afueras?
—No, nunca. Pero aparte de esto —palmeó la cubierta de
Corre, conejo,
la novela de John Updike que estaba leyendo para la clase de inglés—, he visto películas sobre el tema, lo cual me convierte en un experto. Tener que coger el metro a primera hora de la mañana, esos trabajos de nueve a cinco en los que te obligan a ir trajeado... No, eso no es para mí.