El silencio de las palabras (31 page)

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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

BOOK: El silencio de las palabras
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—Entonces, ¿qué quieres hacer con tu vida?

Permaneció en silencio, y luego se tumbó en el suelo, esparciendo su melena rubia sobre la moqueta oscura.

—Alcanzar la grandeza, la exaltación de mi yo... ser libre. —Se incorporó y me miró con sus ojos de color zafiro—. No se puede llevar una vida distinta a la norma en esos barrios de las afueras.

—Pues yo no necesito una vida tan especial.

—Tú nunca serás una del montón, por eso me gustas. —Se acercó y me besó.

Lo aparté para contestarle:

—¡Qué más me gustaría a mí! Mira, este es mi sueño: un trabajo en el que me sienta realizada, un buen marido, una casa limpia, un hijo o dos... Si consigo eso, ya será bastante extraordinario para mí.

—En ese caso, iré a visitarte a la periferia.

Un mes más tarde, la madre de Annette me invitó a acudir a su oficina. Al atravesar la gruesa puerta de cristal, me sentí fuera de lugar con mi chaqueta barata. La señora Avery estaba sentada en su despacho y frente a ella había una mujer con un traje de color beis. La madre de mi amiga alzó la vista y me sonrió, y luego me indicó con un gesto que me sentara en la zona de espera.

Por fin llegó mi turno. La señora Avery se levantó y me estrechó la mano como si fuera un adulto. No me preguntó por qué no había venido mi madre.

—Tengo algo que igual os interesa. Está en Queens, en una zona bastante verde.

Mi corazón se aceleró. En aquella época, casi todos los inmigrantes chinos de Nueva York vivían en Chinatown, y algunos pocos, como nosotras, en lugares como Brooklyn. Sólo los que triunfaban se mudaban a Queens. Era considerado un barrio mejor incluso que Staten Island, donde vivía la tía Paula.

—Normalmente no tenemos pisos a esos precios —añadió la señora Avery—, pero te seré sincera: ese apartamento ha estado alquilado durante mucho tiempo y no lo han dejado en las mejores condiciones. La mayoría de nuestros clientes no quieren ni acercarse a verlo.

Empecé a preocuparme.

—¿Tiene calefacción?

Me miró sorprendida.

—¿Te refieres a si tiene calefacción central?

—Sí, a si tiene radiadores que funcionen.

—¡Pues claro! No te preocupes, la calefacción funciona perfectamente —parpadeó sorprendida y continuó explicando—: Está completamente amueblado y dispone de todo tipo de electrodomésticos: lavadora, secadora, frigorífico, horno... de todo.

¡Lavadora y secadora en casa! No tendríamos que lavar la ropa a mano y tenderla para que se secase. Sólo la idea de una vivienda cálida con calefacción era como el paraíso para mí. Sabía que me estaba delatando con mis preguntas, pero tenía que enterarme de todo antes de que me la volvieran a dar con queso:

—En el piso... ¿hay insectos?

En esta ocasión la señora Avery no se sorprendió. Parecía preparada para mis preguntas.

—¿Te refieres a hormigas o cucarachas? No.

—¿Y ratones?

—Tampoco.

—Entonces, ¿por qué dice que no está en las mejores condiciones?

—Bueno, porque no es muy grande, la pintura se está pelando en algunas paredes (no en todas, ya lo verás, sólo un poco) y las alfombras están bastante desgastadas... ese tipo de cosas.

—No pasa nada.

No podía creerme lo bien que sonaba, pero me preparé para lo peor. Llegaba el momento de la pregunta crucial:

—¿Cuánto cuesta?

Lo anotó en un trocito de papel. Para mi sorpresa, no era mucho más de lo que estábamos pagando, si contábamos la cantidad que teníamos que añadir cada mes para devolver el dinero de los billetes de avión y de los visados a la tía Paula, además de los intereses. Me alegré de que hubiéramos terminado de saldar nuestra deuda hacía unos meses. Mi rostro debía de estar radiante de alegría, porque la señora Avery alzó un dedo para prevenirme:

—Tranquila, Kimberly que no es tan sencillo. Los dueños quieren asegurarse de que los inquilinos son gente de fiar, así que piden una fianza y algo de papeleo. Necesitamos un certificado de ingresos o algo que demuestre que tu madre trabaja, y una carta de referencias.

Mis pensamientos se dispararon. Por primera vez disfrutábamos de un poco de alivio financiero, sobre todo gracias a las horas extras que hacía en la biblioteca. Podríamos reunir el dinero de la fianza si nos daban un poco de tiempo. Pero ¿de dónde íbamos a sacar una carta de referencias?

Como si me hubiera leído la mente, la señora Avery dijo:

—Quizá la carta os la puede escribir un profesor.

—Pero ninguno conoce a mi madre.

—Es cierto. Déjame pensarlo, seguro que encontramos una solución.

—Tenemos algo ahorrado, pero será más fácil si nos dejan unas semanas más para reunir el dinero de la fianza. Y respecto a los ingresos, bueno, no son muchos.

—No pasa nada, sólo quieren asegurarse de que tu madre trabaja, nada más. Igual también puedes añadir los ingresos que ganas con tu trabajo en el instituto. Si con la carta de referencia ven que sois de fiar, no creo que haya problemas.

—¿Podría alguien coger el piso antes de que consigamos los papeles?

—Hablaré con los dueños y les diré que lo reserven porque tengo a alguien de confianza.

—Conseguiré los certificados de ingresos y los demás papeles cuanto antes, para que vean que somos gente seria.

Cuando se lo conté a mi madre aquella tarde, su rostro se iluminó de alegría.

—¡
Ah-Kim
, un sitio nuevo para vivir!

Llevábamos tanto tiempo atrapadas en aquel piso que ya no nos atrevíamos a soñar con escapar de allí. Pero nuestra huida dependía de conseguir esa carta de referencias para mi madre.

En marzo, Curt y yo empezamos a ir cogidos de la mano en público. Me sentía segura con él, pues sabía que no me iba a pedir nada que yo no quisiera darle. No sé cómo habrían salido las cosas entre nosotros, si hubiéramos seguido dando pasitos por el camino del amor, o por lo menos fingiendo que sentíamos algo el uno por el otro, de no haber sucedido las cosas como sucedieron.

Acabábamos de salir del edificio de Milton Hall juntos. Curt me había quitado un bolígrafo y yo intentaba recuperarlo. Lo cogí por el brazo y empecé a pegarle en broma en el hombro cuando me fijé en una alta silueta que nos observaba junto al seto, frente a la entrada principal del instituto.

—¡Matt!

No me imaginaba qué podía estar haciendo él en Harrison. Aunque llevaba sus ropas baratas de siempre —unos pantalones de trabajo y una chaqueta arrugada—, las chicas se volvían al pasar a su lado, pues su pose orgullosa resultaba tan atractiva como la de un joven dragón.

Matt nos había visto y la sorpresa que reflejaban sus ojos pronto dio paso a una mirada de dolor y celos. Meneó la cabeza, como para despejar la vista, y se marchó dando grandes zancadas. Al principio, me dio pena haberlo herido, pero luego me enfadé, porque conocía perfectamente ese sentimiento. Llevaba tiempo sufriéndolo a diario.

Curt también se quedó helado, y dijo:

—Vaya, me parece que ahora lo entiendo todo.

—Tengo que irme —me disculpé y, sin mirar atrás, salí corriendo tras Matt.

Estaba lloviendo y casi me resbalo mientras lo perseguía. A través de la lluvia, divisaba su silueta en la distancia. Poco a poco, esa imagen se fue acercando y comprendí que se había girado y que caminaba hacia mí.

Me agarró de los codos y me sacudió con fuerza.

—¿Ese es tu novio? —gritó.

—Tú también tienes novia, ¿qué pasa? —protesté.

Tenía el pelo y el rostro mojados. Permaneció inmóvil, y pareció desinflarse. Me soltó y dijo:

—Lo sé, lo siento. Estoy hecho de un material estúpido.

Me fijé en que su rostro estaba mojado, pero no sólo por las gotas de lluvia. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Había estado llorando.

—¿Has roto con Vivian? —le pregunté, con más calma.

—Mi madre ha muerto —dijo, encogiéndose de hombros y con un gesto de dolor en la cara.

Lo cogí de la mano y lo atraje hacia mí. Agachó la cabeza y empezó a sollozar con grandes gemidos en mi pecho. Nos quedamos así, en la acera del campus del Instituto Harrison, mientras la lluvia caía sobre nosotros.

Luego lo conduje al metro y lo llevé a casa conmigo.

Apenas cruzamos palabra durante el trayecto a casa. Teníamos las emociones tan a flor de piel que lo único que podíamos expresar era una desolación total. Cuando entramos en el piso, sus ojos se fijaron en las bolsas de basura que tapaban las ventanas, en las cucarachas del fogón y en el yeso que se caía de las paredes. Aunque parezca increíble, la vivienda se encontraba en peor estado que cuando llegamos, porque tenía siete años más. El frío del invierno seguía agarrado a las paredes. Estábamos empapados, así que saqué dos toallas del cuarto de baño.

Le di una a Matt, pero en lugar de secarse la pasó alrededor de mi rostro con cariño. Permanecí quieta mientras él me recogía el pelo y me secaba la nuca con la toalla. Me desabrochó la chaqueta y me la quitó. La prenda cayó al suelo.

No podía apartar la vista de sus labios, así que me alejé de él abruptamente y me dirigí a la cocina.

—Será mejor que traiga otra toalla —dije, aunque sabía que no teníamos más toallas en casa.

Pero Matt me agarró por la manga y me acercó a él. Cerré los ojos y sentí cómo me abrazaba. Antes de que me diera cuenta, sus manos estaban debajo de mi blusa, acariciándome con ternura. Me besó y se me cortó la respiración. Estaba poseído por el deseo, parecía incapaz de controlarse.

—Por favor —susurré—, espera.

Ya me había quitado la blusa. Caímos sobre la pila de mantas de felpa para peluches y me aplastó contra el colchón. El peso de su cuerpo resultaba delicioso. Sus labios se movían sobre los míos, agónicos y lascivos. La pelusa de su barba me hacía cosquillas en las sienes. Su pelo me acariciaba. Sentí cómo su cuerpo ardía a través de sus ropas mojadas. Era un hombre poseído por el dolor y la pasión al mismo tiempo.

Finalmente, me vi forzada a decirle, con voz muy clara:

—Tenemos que usar un condón.

Un poco cohibido, recuperó algo de control. Tomó aire, todavía tembloroso por la excitación, y dijo:

—Tengo alguno en mi cartera.

—Mejor usemos dos —propuse—, para estar más tranquilos.

—Vale.

Pero cuando volvió a besarme, su sabor y su olor me poseyeron e intenté arrancarle la ropa frenéticamente. Estaba como hipnotizada, como en un sueño, sin poder dejar de pensar: «¡Es Matt! Es mío, mío por fin». Lo miré de cerca y me pareció más guapo de lo que nunca me había imaginado: el brillo de sus pestañas, la pequeña cicatriz que tenía en el hombro, el oscuro hueco de su garganta. A pesar de toda mi experiencia con chicos, nunca había estado desnuda con un hombre. La piel de Matt era cálida y áspera. No sé cómo, pero se las arregló para ponerse los condones y cuando me quise dar cuenta, ya estaba dentro de mí. Gemí, pero no me dolió tanto como me esperaba. A partir de ahí, ya no pude pensar más.

Cuando se corrió, empezó a llorar de nuevo. Lo abracé con ternura y nos quedamos tumbados, con la respiración acelerada, recuperándonos del esfuerzo.

—Tengo que ir a ocuparme de Park —dijo—. Hay mucha bruma en el horizonte.

Era una expresión china que significaba que su futuro era impredecible en ese momento.

—Todo va a salir bien —lo animé.

Tenía su mano entre las mías y se la apreté con fuerza.

—¿Qué pasa con tu padre? ¿Va a...?

—No.

—¿Dónde está?

—No lo sé —se rio con amargura—. Mi corazón está tan herido que vomito sangre. Y como siempre, mi padre ha desaparecido con una nueva novia. Nunca, en toda mi vida, ha estado ahí para ayudar. Nunca le echó una mano a mi madre. Siempre he tenido que ser yo el hombre de la casa, para Park, para mi madre —su voz se rasgó—. Te aseguro que no voy a ser como él. Pienso estar junto a mi mujer y mis hijos pase lo pase.

Aquello me recordó su otra responsabilidad. Aunque me desgarraba el corazón, intenté sonar indiferente mientras le preguntaba:

—¿Y qué pasa con Vivian?

—Nunca le he dicho que mi padre estaba vivo.

—No, me refiero a qué pasa con lo vuestro.

Me acarició la cara con cariño.

—No más Vivian. En cuanto a mi madre le dio el ataque al corazón, supe que todo lo que quiero eres tú. Tenía que verte. Siempre has estado ahí.

No pude esconder el resentimiento en mi voz:

—Pues durante mucho tiempo la que estuvo ahí era Vivian.

Se dio la vuelta y observó el techo rajado.

—Era bonito que por lo menos alguien no me tratara como si tuviera la varicela.

Le respondí con frialdad:

—Sólo lo hacía porque me gustabas.

De perfil, vi cómo sonreía.

—¿En serio? A veces me gustaba creerlo. Pero al ver cómo te comportaste después de... ya sabes, de lo que pasó aquel día en el lavabo... ¡Me ignorabas!

—Tenías novia, ¿o es que se te ha olvidado?

—Bueno, no me ayudaba a estar menos confuso. No soy como tú, Kimberly. Sólo soy un tonto. No soy uno de esos héroes que salen en las películas de kung-fu salvando la vida de las chicas.

—No tienes que salvarme, ya me encargo yo de ello.

Se echó a reír.

—Lo sé, y lo conseguirás. Oye, ¿y qué hay de ese salta-olas con el que estabas? —preguntó, utilizando una expresión china para referirse a los ligones, a los que se divierten retozando entre las olas. Su rostro se agrió del enfado—. Si dejas que te vuelva a tocar, le voy a poner la cabeza del revés.

—Dejémoslo claro —dije—: a partir de ahora, sólo tú y yo.

Cuando se marchó, me puse a limpiar las manchas de las mantas para que mi madre no sospechara nada cuando regresase. De repente, me quedé helada y me llevé las manos a la boca. Ahí estaban los condones. ¡Tendría que habérmelo imaginado! Al usar dos preservativos, se habían rasgado del roce el uno contra el otro. ¡Qué idea más tonta había tenido! Ni siquiera nos habíamos dado cuenta.

13

Llevábamos tiempo esperando la respuesta de las universidades, por eso no nos sorprendimos cuando la tía Paula nos hizo ir a su despacho. Su rostro estaba tenso y pálido bajo la capa de maquillaje. En la mesa, delante de ella, había dos gruesos sobres de Yale. Por un instante, me quedé sin respiración. Si hubieran rechazado mi solicitud, sólo habrían enviado una carta. Pero allí había un sobre blanco lleno de documentos y otro marrón, más grande, también con el anagrama de Yale.

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