El silencio de las palabras (35 page)

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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

BOOK: El silencio de las palabras
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—Están bien. Park me ayuda en mi trabajo, en UPS, haciendo recados en el garaje. Y Vivian trabaja en una tienda de vestidos para novias.

Así que Matt trabajaba en UPS.

—¿Y qué pasó con el negocio de su padre?

—Cerró, por la crisis, ya sabes. Pero no le va mal, su jefe dice que algún día será la encargada de la tienda.

—Genial. —Ya había oído eso antes, y sabía que ni Matt se lo creía, pero bueno—. Hace tiempo me pareció ver una foto suya en una revista.

—Sí, seguramente. Estuvo haciendo de modelo una temporada, pero lo dejó.

—¿Por qué?

—Su marido es un poco celoso —se atusó el pelo, un poco avergonzado—. ¡Vaya imbécil! ¿Verdad?

Aquello me sentó como un tortazo. Matt la quería, no cabía lugar a dudas. Durante años se habían amado y cuidado el uno del otro. Cuando rompí con él, me enteré de que al poco tiempo ya había vuelto con ella. Yo sólo fui un pequeño descanso entre Vivian y más Vivian.

—Y a ti, ¿qué tal te va? —acerté a preguntar.

Pasó su mirada por mi gran consulta, se encogió de hombros y, un poco a la defensiva, dijo:

—Pues me gano la vida.

—Claro.

Lo miré y no pude contenerme por más tiempo. Lentamente, me acerqué a él y posé mi mano en su mejilla. Me hubiera gustado haberlo protegido el resto de su vida. Respiré profundamente y dije:

—Tengo algo que decirte...

—Ya sé lo que es.

—No, no lo sabes.

—No soy tan tonto como parezco. Recuerda que yo también estaba allí cuando hicimos al bebé.

Me quedé sin palabras.

—Cuando me dejaste, me rompiste el corazón —añadió, con la voz quebrada por la emoción—. Al principio, pensé que tenías razón con eso de que éramos muy diferentes. «Una puerta de bambú encaja con un marco de bambú, y una de metal, con uno de metal.» Nunca me olvidaré de cuando me dijiste esas palabras. Siempre supe que eras mejor que yo, pero no me podía imaginar que de repente fueras tan insensible. Después, eché cuentas de los días que habían pasado desde que hicimos el amor y comprendí lo que pasaba.

Lo rodeé con mis brazos y él no me lo impidió. Seguía oliendo igual: a
aftershave
y jabón de sándalo. Descansé mi mejilla en su hombro y susurré:

—Lo siento.

—Por eso nunca intenté recuperarte. Por eso volví con Vivian.

—Entonces, ¿lo sabías? —No era capaz de reconocer mi propia voz—. ¿Volviste con Vivian porque me odiabas?

—Me destrozaste, Kimberly. Nunca me pediste mi opinión, nunca me diste una oportunidad. Podríamos haberlo tenido. Igual ahora no tendrías todos esos bonitos títulos, pero podríamos haber seguido juntos y haber criado a nuestro hijo.

Sus ojos estaban hinchados de retener las lágrimas.

—No sabes cómo lamento lo que hice. Nunca fui mejor que tú, y no lo soy. En aquella época nuestra situación económica era tan inestable que me parecía que todos nos agarrábamos a un tablón que no iba a aguantar nuestro peso. Tú, yo, Park, mi madre, el bebé. Tenía que dejarte libre. —Permanecí unos instantes en silencio antes de añadir—: Además, creía que no sería capaz de hacerte feliz.

—¿Qué?

—Lo sé, en aquel entonces éramos muy felices. Pero no me pareció justo atarte a mí con un bebé. ¿Habrías podido vivir con esto que ves ahora? ¿Soportarías estar casado con una cirujana cardiovascular? A veces trabajo ochenta horas por semana. Tengo que estar localizable todas las noches y los fines de semana. Seguro que si hubieras podido elegir libremente si querías estar conmigo, en el día a día, las cosas habrían sido distintas. Pero con el niño, no tenías más opción que quedarte.

—¿Y tú? No tenías por qué hacerte cirujana. Podías haberte quedado en casa. ¿Acaso eres feliz ahora? Yo me habría ocupado de ti.

Le respondí con voz débil:

—Tenía una obligación para con mi madre y para conmigo misma. No podía renunciar a lo que era, aunque me hubiese gustado. A veces, deseo haber sido capaz de cambiar. —Me callé unos instantes y me aparté unos pasos de él, que me observaba—. Pero no habría sido feliz en tu mundo, y tú tampoco en el mío.

—Y nuestro bebé pagó el precio. —Sus ojos estaban húmedos de la emoción—. No sabes lo que es querer a un niño.

Abrí la boca para replicar, dispuesta a darle la noticia, pero entonces Matt dijo de repente:

—Vivian está embarazada otra vez.

Todas las lágrimas que había estado conteniendo asomaron a mis ojos y me cegaron. A pesar de todos mis razonamientos lógicos, a pesar de saber que nunca habríamos podido vivir juntos, me di cuenta de que en el fondo esperaba que si Matt conocía toda la historia, nuestro destino podría llegar a cambiar. Me giré y sequé mi rostro con la palma de la mano. Sentí sus brazos rodeándome mientras me susurraba en la nuca:

—Siempre has estado ahí, Kimberly, de principio a fin. Pero Vivian me necesita.

Mi voz se tranquilizó:

—Lo sé, tu familia te necesita. Matt, ¿por qué has venido aquí hoy?

Me abrazó durante un buen rato antes de contestar:

—Por la misma razón por la que me enviaste tu tarjeta. Para despedirme.

Cerré los ojos.

—Anda, te llevo a casa.

Matt soltó un largo silbido de admiración al ver mi Ducati. Elegante y potente, siempre había soñado con tener una moto así. Nunca olvidaré aquel trayecto con Matt. Sus brazos me rodeaban, el olor a cuero nos envolvía y Nueva York, como un decorado, se volvía borrosa y líquida a medida que aceleraba por las carreteras. Me pareció que viajábamos en un túnel del tiempo y habíamos regresado a aquel primer paseo en bici de cuando Matt trabajaba como repartidor de pizzas. Deseé poder volver a aquel tiempo y recuperar todos esos años que no habíamos estado juntos. Matt se agarraba con fuerza a mí y mi cabello ondeaba y le llegaba al cuello. Habría dado cualquier cosa por que aquel viaje nunca terminara.

Detuve la moto. Sus brazos se apartaron de mí muy despacio, como si fueran reacios a dejarme ir. Había aparcado la Ducati a cierta distancia de su casa. Vivían al lado de la circunvalación FDR Drive. El rugido de la autopista debía de resultar ensordecedor en su piso. El pavimento parecía temblar mientras nos acercábamos al portal. Me detuve en la esquina de su calle, pues no quería que nos viera nadie.

Tragué saliva y dije:

—Pues aquí es, por lo que parece. Hemos llegado.

No contestó, sólo me miró con los ojos más tristes que había visto jamás. Me fijé en la cadena dorada que tenía alrededor del cuello y se perdía bajo su camiseta. Acerqué la mano y la palpé con un dedo.

—Vaya, me acuerdo de esto.

Tiré del collar y lo atraje hacia mí. Nos besamos muy lentamente. La suavidad de sus labios y su delicioso sabor invadieron todo mi ser. Llevaba tantos años esperando aquel beso, deseando poder estar allí, aquella mañana, con él. Habría dado cualquier cosa por poder irnos a casa y hacer nuestra vida juntos, con nuestros hijos y nadie más. ¿Tomé la decisión correcta? ¿Podría haber elegido la vida que él quería para nosotros? No tuve elección, no podía renunciar a todo lo que yo era.

Nos apartamos un poco y durante unos interminables instantes me contempló con sus ojos de color ámbar. De nuevo, me dispuse a hablar, pero él puso un dedo en mis labios.

—Kimberly, por favor, no digas nada.

Lentamente, se quitó el collar con el colgante de Kuan Yin y lo depositó en mi mano, igual que había hecho aquella vez hacía ya tanto tiempo en el taller, junto a las planchas.

—Toma —dijo—, quédatelo. Te protegerá.

—¿Qué vas a decirle a Vivian?

Me miró fijamente.

—Le mentiré, le diré que lo he perdido.

Sabía que no tenía que aceptarlo, que debía habérselo devuelto, pero quería quedármelo.

—Te echo de menos, Matt. Siempre te echaré de menos.

A pesar de lo triste que estaba, meneó la cabeza y forzó una sonrisa irónica.

—Si algo tengo claro sobre ti, Kimberly Chang, es que siempre te va a ir bien.

—Adiós, Matt.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia su casa, sin girarse para mirarme. Regresé a mi moto. No sé cuánto tiempo pasé allí de pie, contemplando el edificio en el que se encontraba su piso, disfrutando al saber que Matt estaba allí. Después arranqué, pero mi mente y mi corazón estaban tan llenos de él que no pude evitarlo, y me di la vuelta para echar un último vistazo al lugar.

Una ventana de los pisos más altos se acababa de abrir, como si aquel vecino también tuviera demasiados pensamientos en su cabeza y necesitara despejarse, y alguien salió a la escalera de incendios. Supe que era Matt. Aparqué la moto en la acera y me bajé. Evidentemente aquel era su piso, pues las ventanas estaban repletas de plantas y flores: aquel tramo de escalera de incendios lleno de cosas vivas era hermoso, un tierno grito de protesta contra la autopista y la urbe.

A Vivian le hubiera gustado tener un jardín como el mío: era tan grande que no daba abasto. Mi madre se ocupaba de él por mí, plantando cada rinconcito y llenándolo todo de calabazas y pepinos, como si corriéramos el peligro de una hambruna. A veces llevaba una cesta de verduras a los desconcertados vecinos y, aunque seguía hablando muy poco inglés, les decía: «Para ustedes». Al principio no las aceptaban, o intentaban pagarle por ellas, hasta que se dieron cuenta de que la mujer vivía en una de las mejores casas de la calle. «Gente excéntrica», comentaban ahora entre ellos.

Me bajé de la moto y me acerqué un poco. Allí estaba Matt, bañado por la luz de la mañana, espléndido con una camiseta ajustada que se había puesto. Se apoyó en la barandilla mientras la autopista rugía a sus pies y la contaminación ascendía al cielo. Era lo más hermoso que había visto nunca.

Entonces, apareció ella. Tenía el pelo muy largo, y el viento se lo revolvió. Sus hombros y brazos eran delgados en contraste con su vientre abultado. Tocó el hombro de Matt y cualquier idea que le rondara la cabeza se desvaneció. Estaba allí, con ella, su amada esposa y la madre de sus hijos. La atrajo hacia sí y la rodeó con sus brazos. Permanecieron así, abrazados, contemplando su futuro en el horizonte.

Empezó a llover mientras recorría el camino de regreso a casa. Las gotas golpeaban mi casco con un repiqueteo fúnebre. Demasiadas emociones en poco tiempo. Acababa de despedirme para siempre de mi pasado con Matt, pero lo que realmente me dolía era haber reanimado un sueño del que pensaba que me había deshecho. El sueño de un futuro en el que cada noche compartíamos la cama y sacábamos adelante una familia juntos se tambaleaba contra el reflejo de las luces de mi moto en el asfalto y se desvanecía en el aire como el humo de un fuego.

Durante todo el trayecto no solté el colgante, que mantenía sujeto en mi puño cerrado. El viaje se me hizo más largo de lo normal. Mi mente y mi corazón estaban ocupados por Matt, por su olor, por su presencia. ¿Cómo iba conseguir quitármelo de la cabeza otra vez? Pero, finalmente, mis emociones se calmaron y para cuando entré en el jardín de nuestra casa en Westchester, supe que algún día conseguiría aceptarlo del todo. De un modo agridulce, me alegraba de haberle ofrecido la posibilidad de ser feliz junto a Vivian.

Aparqué la Ducati frente al garaje y esperé a serenarme un poco antes de atravesar el césped. Cuando me acerqué a la puerta, mi hijo de doce años salió corriendo a recibirme, arrastrando su mochila de gimnasia.

—¡Eh! ¿Adónde vas? —le pregunté en chino.

—Tengo entrenamiento de baloncesto, mamá. Llego tarde —su chino, aunque no tan perfecto como su inglés, era excelente.

El rostro de Jason se parecía muchísimo al de su padre. Matt lo habría reconocido al instante si hubiera visto la foto de mi consulta: ojos de color ámbar, cejas espesas y hasta ese mechón que siempre le caía por la frente. Ya estaba montándose en su bicicleta, cuando lo llamé:

—¡Jason!

—Tengo que irme.

—Te olvidas de nuestra despedida especial.

Se detuvo, y se acercó corriendo hacia mí.

—Mamá, ya soy mayor para estas cosas.

—Vamos.

Me quité el casco y los guantes, y guardé el colgante de Matt en el bolsillo de la chaqueta. Los dos cambiamos el chino por el inglés y empezamos a cantar juntos:

—¡Choca esos cinco, mi niño bonito! —Chocamos nuestras manos—. Pásalo bien, ¡hasta dentro de un ratito!

Me dio un gran abrazo y me besó en la mejilla. Mientras pedaleaba calle abajo, me saludó con la mano y gritó:

—¡Hasta luego, cara de huevo!

Encontré a mi madre en el amplio salón de nuestra casa pasándole el plumero al piano. Las motitas de polvo flotaban en el aire, iluminadas por los rayos del sol. A sus cincuenta y pico años, mi madre seguía siendo una mujer hermosa. Me quedé un rato en el recibidor observándola. Sin mirarme, me dijo:

—El médico de animales ha vuelto a llamar. Debe de estar preocupado por el gato, aunque al bicho no parece que le pase nada.

Alzó la vista y enarcó las cejas, invitándome a que le diera más información. Andy, el gato atigrado en cuestión, estaba sentado detrás de mi madre en el alféizar de una de las ventanas de estilo palladiano del salón, lamiéndose las patas.

Preferí no responder. Tim, nuestro veterinario, me sorprendió con su última factura, pues en el sobre había incluido una invitación a la inauguración de una exposición. Desde entonces, hemos salido alguna vez, y la verdad es que me gusta porque es atento y paciente. Pero he dejado de hablar con mi madre sobre los hombres con los que salgo porque siempre quiere que me case con ellos.

—Estoy un poco cansada, Ma. Voy a tumbarme un rato.

Mi madre supo al instante que algo había sucedido y se acercó a mí.

—¿Estás bien?

—Sí —contesté, forzando una sonrisa.

Subí a mi dormitorio y cerré la puerta. Luego volví los postigos para dejar la estancia a oscuras. Puse en la cadena de música el CD de
Norma,
de Bellini, que no hacía mucho que había visto con mi madre en el Metropolitan. Me tumbé en la cama con el colgante de Matt en la mano y me dejé llevar por los recuerdos que me asaltaban.

Mi madre y Annette me acompañaron a abortar. Se quedaron en la sala de espera mientras me preparaban para la operación. Antes de empezar, los médicos tenían que comprobar la duración del embarazo mediante una ecografía. Una formalidad técnica, pensé. La enfermera extendió un gel viscoso sobre mi tripa que me puso la carne de gallina. Sentí que me moría de frío. Me dejó la bata abierta para poder manejar el dispositivo de ultrasonidos y localizar al feto.

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