Me sentía más lista que nunca para empezar las clases en el Instituto Harrison.
A hora que estaba en un instituto privado, podía ir a clase en un autobús de Harrison que se cogía cerca de mi viejo colegio. Lo esperé con mi incómodo uniforme y, cuando se acercó, no lo reconocí: era muy lujoso y de color gris. Tenía un panel blanco con el número 8 encima del parabrisas. En su interior, los asientos se distribuían alrededor del perímetro, en lugar de en filas. El vehículo estaba medio lleno. Había unos siete niños de distintas edades ya montados, todos blancos y con sus americanas. Me deslicé en el asiento más cercano, junto a un chico mayor tan alto que tenía que estirar las piernas en el pasillo del autobús.
Hicimos otra parada en un lugar que debía de ser el barrio de Annette. Allí se subieron otros tres chicos y sus padres los despidieron cuando el autobús arrancó. Aquel día, por ser el primero del curso, la madre de Annette iba a llevarla en coche, pero a partir de entonces cogeríamos el mismo autobús. Aunque llevaba ya casi un año en los Estados Unidos, nunca antes había visto a tanta gente blanca en un mismo lugar. No me atrevía a mirarlos demasiado, pero su color me resultaba muy interesante. El chico sentado a mi lado tenía el pelo del tono amarillo anaranjado del pulpo cocido. Su piel era tan clara como la de Annette, pero con manchas rojizas. Sentada en mi diagonal, había una chica que se había montado en la parada de Annette. Su pelo era de color castaño oscuro y sus ojos se parecían enormemente a los de los chinos, pero eran mucho más claros y llevaba el pelo recogido a ambos lados de la cara. Algunos de los chavales se saludaban en voz alta después de un verano sin verse y hablaban sobre el nuevo curso.
Entramos en un enorme aparcamiento donde había otros autobuses como el nuestro, todos con un número distinto. Por lo menos habría nueve vehículos, más los que estaban llegando. La mayoría estaban vacíos, pero algunos acababan de abrir sus puertas y los estudiantes bajaban a la calle.
Seguí a los demás chicos y pasamos el aparcamiento para coches. No vi a Annette ni a su madre. Un padre pasó corriendo a mi lado, preguntándole a su hijo: «¿Estás seguro de que sabes dónde está tu clase?». Me crucé con un grupito de estudiantes mayores que se reían a carcajadas junto a la puerta del edificio principal. Todo el mundo era blanco. Me había estudiado a conciencia un plano de Harrison y no tuve problemas para encontrar el edificio Milton Hall, cuya fachada estaba cubierta de enredaderas. Allí estaba mi clase y casi todas las aulas a las que tenía que asistir. Al subir las escaleras estaba tan nerviosa que sólo podía respirar de forma entrecortada. Dos chicas que parecían de mi misma edad entraron al edificio delante de mí.
Junto a la puerta de mi clase había un grupito de chicos y chicas que parecían inspeccionar a todo el que entraba. Más tarde, me enteré de que habían ido juntos al colegio de primaria que tiene Harrison. Algunas chicas llevaban pulseras con brillantes adornos y las había que ya se pintaban los ojos y los labios.
Cuando pasé al lado del grupo, un chico con el pelo tan rojo como un caramelo de jengibre soltó un silbido y comentó en voz alta: «¡bonita falda!». Sus amigos lanzaron varias risitas burlonas.
Fingí no haber oído y me senté rápidamente en un pupitre junto a la pared, aunque me hubiera gustado seguir andando, atravesar la pared y perderme en el horizonte. Decidí que aquella misma noche arrancaría los horribles abalorios de mi falda y empecé a rascarlos con las uñas mientras observaba al resto de los alumnos.
Aunque, a primera vista, todas las americanas me parecieron iguales, empecé a distinguir que eran bastante diferentes unas de otras. Algunas chicas llevaban chaquetas más cortas y ajustadas que las de los chicos. Me alegré al comprobar que muchas tenían hombreras como la mía, aunque mi americana era bastante más larga y ancha que las demás. Me habían enviado a casa una nota en la que se describía el código de vestimenta del instituto (americana obligatoria; pantalones vaqueros, minifaldas y sudaderas, prohibidos). Me fijé en que esas reglas permitían una gran variedad de indumentaria. Una chica, que formaba parte del grupo que se había reído de mí, llevaba una falda color canela que terminaba justo por encima de su rodilla. Por debajo, llevaba algo parecido a un tubo de lana, una especie de calcetines arrugados sin pies que se ponían por encima de un par de botas bajas. Un chico alto con una rubia melena leonina se peleaba en broma con el del pelo color jengibre. Cuando se quitó la americana, observé que llevaba una camiseta con manchas de pintura.
La chica del pelo castaño que había visto en mi autobús estaba sentada al fondo. Como muchas otras alumnas, llevaba una cinta para recoger su mata de pelo. En ese momento, entró nuestra tutora, que además nos iba a dar clase de matemáticas. Era rubia y delgada, y se movía con la rapidez de un pajarito. Pasó lista y nos dio el horario, y luego nos explicó una serie de instrucciones importantes, como por ejemplo, dónde estaban nuestras taquillas. Me fascinaba la idea de disponer de un lugar limpio en el que poder dejar mis pertenencias.
Sabía que Annette no iba a estar en mi clase, y la echaba de menos. Seguí a los demás mientras la tutora nos iba enseñando las aulas, intentando mantenerme apartada de aquel grupo de chicos, y sobre todo del malvado del pelo de jengibre. Luego llegó nuestro profesor de sociales, el señor Scoggins, un hombre muy gordo que siempre llevaba traje y corbata. Tenía una voz muy profunda, y nos dijo que íbamos a tener que seguir las noticias para poder comprender sus clases. Además, haríamos como que comprábamos acciones en la bolsa y durante las siguientes semanas seguiríamos las subidas y bajadas del mercado para ver si ganábamos o perdíamos dinero. Me mordí el labio, preguntándome de dónde iba a sacar un periódico para seguir la cotización de la bolsa.
Aunque todavía no me atrevía a levantar el brazo cuando preguntaban los profesores, ya entendía casi todo lo que decían. El esfuerzo de escuchar el inglés con tanta concentración resultaba agotador. Cuando me encontré con Annette en el comedor, estaba exhausta.
Annette me abrazó y me fijé en las relucientes pulseras que llevaba.
—¡Qué contenta estoy de verte! —dijo—. ¡Aquí son todos unos antipáticos!
No había vuelto muy morena de las vacaciones, pero sus rizos eran más densos, lo que la hacía parecer más morena si la mirabas de lejos. Había crecido y estaba un poco más delgada, aunque los botones de su camisa a la altura de la tripa seguían tensos. Su pelo también estaba más largo y, en vez de enmarcar su cara, ahora le caía por detrás del cuello en forma de pirámide. Para mi sorpresa, cogió una bandeja y se puso en la cola de la comida conmigo.
—¿A ti también te han dado una beca de comida? —pregunté.
Con una risita tonta, me contestó:
—¡Serás boba! Aquí todo el mundo come en la cafetería. Está incluido en la matrícula.
Había una sección enorme de ensaladas, con todo tipo de productos que nunca antes había visto, como aceitunas o queso suizo. El plato principal de aquel día era cerdo agridulce con arroz, pero sabía tan poco chino como todo lo demás. El arroz estaba duro y no tenía sabor, y el cerdo simplemente estaba teñido de rojo por fuera. Se notaba que no lo habían asado con salsa
cha-siu.
De cualquier modo, me sentí feliz de poder volver a sentarme junto a Annette.
Después de comer, teníamos ciencias naturales. La clase me gustó, porque nos enseñaron cosas como la notación científica o la estructura de las células, que no las había estudiado en Hong Kong. Al final de la clase, el profesor escribió un problema en la pizarra:
El genoma de la E. coli posee 4,8 millones de pares de bases, en comparación con el genoma humano que tiene 6.000 millones depares de bases. ¿Cuántas veces más grande es el genoma humano que el de la E. coli?
—En casa, pensad en cómo os enfrentaríais a este problema —dijo el profesor—. ¿A alguien se le ocurre algún modo de hacerlo?
Nadie se movió. Muy despacio, levanté el brazo y, cuando el profesor me hizo un gesto, dije:
—Es 1,25 x 10
3
, señor.
Casi me muerdo la lengua porque se me había escapado otra vez el «señor». Sin mirar la lista de clase, el profesor sonrió y dijo:
—Vaya, tú debes de ser Kimberly Chang.
Estudiando los rostros con los que me había cruzado a lo largo del día, me di cuenta de que no era la única estudiante que pertenecía a una minoría étnica, pero éramos muy poquitos. En mi clase todos eran blancos, pero por los pasillos había visto a una chica india y a un alumno mayor negro.
La última asignatura del día era gimnasia. Me alegré de haberme acordado de traer las zapatillas deportivas de casa. En el colegio, gimnasia era una clase para hacer el tonto, para jugar a esconderse detrás de los demás cuando te tiraban un balonazo.
Pero en el Instituto Harrison la educación física era algo serio. Nos dijeron que tendríamos varias clases por semana, y me di cuenta de que se iba a convertir en un problema para mí. Mi madre me había enseñado a no hacer nunca nada que pudiese ser considerado poco femenino o peligroso, una lección que había heredado de su educación tradicional. «Poco femenino» significaba cualquier actividad que supusiera tener que separar las rodillas o que pudiera provocar que se te levantara la falda. Daba igual si llevabas falda o no, lo que contaba era el concepto. «Peligroso» se refería a las demás categorías del movimiento. Muchas veces tenía problemas con mi madre por mi falta de cuidado con el tema de la falda o por mi afición a correr demasiado. En el gimnasio, me sentí culpable antes incluso de empezar a movernos.
Pero cuando nos pusieron en fila para entregarnos los uniformes de gimnasia (las camisetas verdes y los pantalones cortos cuadrados que había visto en mi primera visita al instituto), y nos mandaron a los vestuarios, comprendí que tenía un problema muy serio.
Las demás chicas empezaron a desvestirse. En el colegio, nunca habíamos tenido que cambiarnos para la clase de gimnasia, sólo nos poníamos las zapatillas deportivas, si es que no las llevábamos puestas ya. Me entró un escalofrío al ver que todas mis compañeras usaban bragas de marca. Algunas incluso vestían sujetadores de algodón o
body.
Su ropa interior era colorida y parecía cara.
Había chicas con el pecho completamente plano. Me dieron envidia, porque aquel verano me habían empezado a crecer unas pequeñas tetas, y hacía todo lo posible por ocultarlas. Resultaba evidente que había que buscarle una solución a mi pecho, y que me tocaba a mí hacerlo. Mi ropa interior la hacía mi madre, por eso era tan fea: unas gruesas bragas largas de algodón con un ribete mal cosido de color rojo para dar buena suerte, y una camiseta interior de manga larga con manchas y deshilachada. Todas las chicas se lanzaban miradas furtivas, escrutándose las unas a las otras. Entonces, me fijé en los baños que había al fondo. Di gracias a los dioses y me metí en uno para cambiarme.
La primera clase de gimnasia fue una evaluación individual: nos cronometraron corriendo, midieron nuestros saltos, contaron nuestras flexiones... Luego, el profesor nos entregó una raqueta, nos lanzó un montón de pelotas y contó cuántas golpeábamos. El trabajo en el taller me había hecho fuerte. No fui de las mejores, pero tampoco de las últimas. Me sentí tan aliviada que ya no tenía remordimientos por actuar de una manera poco femenina.
Estaba empezando a comprender por qué los americanos le daban tanta importancia a una cierta educación física general, algo nuevo para mí. En mi país, un alumno destacaba cuando sobresalía en los estudios, pero para estos chicos las buenas notas no lo eran todo. Se suponía que también tenían que practicar deportes y tocar algún instrumento, y no tener los dientes torcidos. Se esperaba de mí que fuera atractiva y que tuviese una educación integral.
Al final del día, me había aprendido los nombres de algunos de mis compañeros: Greg era el malo; Curt, el que tenía una melena de león; Sheryl, la chica que llevaba calentadores (me enteré del nombre cuando escuché a una amiga suya decirle lo bonitos que eran); y Tammy, la chica de pelo castaño del autobús.
Después de gimnasia, se terminaron las clases para el resto de los chicos, pero yo tenía que quedarme a trabajar en la biblioteca tres días por semana, y un cuarto día me daban clases de refuerzo de inglés. Todavía no sabía cómo iba a poder compaginar todo aquello con ayudar a mi madre en el taller, pero el trabajo en la biblioteca formaba parte de las condiciones de mi beca.
Sabía que la biblioteca en la que iba a trabajar, la del edificio Milton Hall, no era la principal del instituto, sino una bastante más pequeña que se usaba principalmente para estudiar. Me esperaba encontrar un espacio moderno e impersonal, parecido a la biblioteca pública de Brooklyn. Al abrir la puerta de la biblioteca me quedé sobrecogida: era pequeña, pero íntima y acogedora. A través de unas altas vidrieras penetraban los rayos del sol. Había algunos estudiantes repanchigados en sillones de cuero, leyendo.
Un hombre que llevaba una túnica granate a rayas estaba regando una gardenia sobre una mesa. Aparte del profesor de gimnasia, era el único adulto que había visto en todo el día que no llevaba traje y corbata. Alzó la vista y, cuando me vio, se acercó a mí. Me fijé en que su túnica tenía el cuello alzado con hermosos bordados, y que llevaba unos pantalones de algodón blancos.
Su cabello había sido tan oscuro como el mío, pero ahora estaba salpicado de canas plateadas.
—¿Eres la chica de la beca? Soy el señor Jamali.
Hablaba inglés con un ligero acento. Estrechamos las manos, y no pude evitar preguntarle:
—¿De dónde es usted?
—De Pakistán —contestó.
Notó que tenía la vista fija en el intrincado dibujo del bordado de su túnica.
—Vaya, te has dado cuenta. El director lleva años intentando meterme en un traje, pero yo me resisto. Además, soy el director del grupo de teatro, y eso justifica un cierto toque bohemio, ¿no te parece?
El señor Jamali me enseñó la mecánica de mi trabajo, que era muy sencilla. Me explicó que, como en esa biblioteca tenían una selección de libros muy reducida, la mayoría de los alumnos acudía sólo para leer o estudiar. Comprendí que aquello significaba que tendría bastante tiempo libre mientras estaba allí, quizás el suficiente para hacer mis deberes. Además, me permitían utilizar una máquina de escribir que había en el despacho. Estuve a punto de dar palmadas de alegría.