A pesar de lo mal que me caía la tía Paula, cuando se acercaba a nuestro puesto, embolsaba a más velocidad para demostrarle que éramos trabajadoras aplicadas, valiosas y fieles a la empresa. Esperaba que nos recompensara por nuestro buen comportamiento.
Un día, Matt estaba en la zona de acabado, ayudándonos a etiquetar unas faldas en su tiempo libre. En los días en que salía un pedido, terminábamos el trabajo según el orden que ocupábamos en la cadena de producción. Como él ayudaba a su madre en el cortado de hilos, que era una parte inicial del proceso, su trabajo para el pedido final se acababa mucho antes. Mi madre y yo, que nos encargábamos del acabado, terminábamos siempre las últimas. Matt se podía marchar, pero a veces se quedaba para hacerme compañía.
Mi madre le sonrió. Tenía que hablar muy alto para que pudieran escucharla entre el estruendo de las planchas.
—Has crecido mucho, Matt. No me había fijado en que estabas hecho de un material humano tan bueno.
Con esa expresión china quería decir que era muy guapo. Matt sonrió y nos enseñó sus bíceps.
—Es lo que tiene tanto cortar hilos, señora Chang. Uno se pone fuerte.
Yo estaba a unos metros de distancia, embolsando como siempre, pero no pude evitar mirar de reojo su espalda. Todavía estaba delgado, pero la camiseta interior blanca que llevaba revelaba el cuerpo de un hombre joven. Matt se giró para comprobar si había oído el cumplido de mi madre, y me pilló mirándolo.
Adoptó una pose de gimnasta, con un brazo levantado y el otro en la cintura.
—¿Qué parezco?
—La Estatua de la Libertad —dije, entre risas.
Se hizo el ofendido y exclamó:
—¿Qué sabrás tú? Seguro que ni te acuerdas de cómo es.
Mi mente se perdió en el recuerdo de mis viejos sueños sobre Nueva York. Pensaba que íbamos a vivir en Times Square, o como la llamábamos en cantonés, la plaza de
Tay Um See.
Al final, habíamos acabado en un suburbio pobre de Brooklyn.
—No. La verdad es que nunca he ido a verla.
—Debes de estar hablando con grandes palabras. —Quería decir que estaba mintiendo.
—Lo digo en serio.
—¿Me estás diciendo que nunca has visto
Min-hat-ton?
-pronunció Manhattan al estilo chino.
—Sólo he visto Chinatown.
—¡Vaya! Pues te llevaré el domingo. No puedes vivir en Nueva York sin haber visto a la Diosa de la Libertad.
Sentí que en mis labios se formaba una pequeña «o» de sorpresa, pero no sabía cómo iba a reaccionar mi madre. Nos daba la espalda, trabajando y fingiendo que no nos oía.
—¿Señora Chang? —le preguntó Matt—. ¿Qué le parece si les hago de guía este domingo?
Sentí una cierta decepción, aunque reconocí que el muchacho era listo: mi madre no sería capaz de rechazar la invitación si también la incluía a ella. Se giró con una sonrisa burlona y respondió:
—Bueno, no me gustaría hacer de bombilla.
—¡Ma!
Menos mal que ya estaba colorada a causa del calor, porque de lo contrario me habría puesto roja como un tomate. La broma china que había utilizado mi madre significaba que no quería hacer de carabina (impidiendo a los amantes besarse con su presencia, como una bombilla en una sala oscura) y ponía al descubierto mis esperanzas ocultas: que la invitación de Matt fuera en realidad una cita.
Matt meneó la cabeza como un perro, ocultando su embarazo, pero al mismo tiempo parecía complacido.
—No, no, no. Usted parece tan joven que todo el mundo pensará que nos acompaña para pelar cacahuetes.
Le estaba siguiendo el juego a mi madre, pues esa expresión se utiliza para referirse al hermano pequeño al que envían a acompañar a una pareja de novios al cine, a pelar cacahuetes mientras controla que los enamorados no se propasen en sus muestras de afecto.
Mi madre se echó a reír y dijo:
—Vaya, veo que tienes labia. De acuerdo, estaré encantada de...
De repente, uno de los planchadores empezó a gritar. Era el señor Pak. No lo conocía muy bien, sólo por el nombre. Creo que no tenía familia en el taller. Estaba envuelto en vapor, así que no podíamos ver qué le pasaba. Los otros tres planchadores corrieron a ayudarlo. Mientras intentaban levantar la tapa de la plancha, Matt, mi madre y yo nos acercamos. Cuando consiguieron abrir la plancha, el señor Pak sacó su mano de debajo entre alaridos. No me atreví a mirársela.
Comprendí lo que había pasado. Cuando los planchadores tienen prisa, bajan la tapa de la plancha de un golpe para que se cierre sola. Luego la levantan y cambian las prendas a toda velocidad. Matt me había contado que si no lo hacían rápido, se podían pillar las manos con la tapa.
La tía Paula y el tío Bob llegaron y se abrieron paso entre el círculo de curiosos que se había formado.
—¿Cómo puedes ser tan torpe? —exclamó la tía Paula.
Agarró al señor Pak, que se sujetaba la mano entre gemidos, y se lo llevó hacia la salida. El tío Bob los siguió, cojeando.
—¡Que nadie llame a una ambulancia! —gritó la tía Paula antes de marcharse—. Lo llevaremos al médico de la fábrica. ¡Todos a trabajar! Esta noche tiene que salir el pedido.
Mientras los trabajadores se dispersaban, le comenté a Matt:
—No sabía que la fábrica tuviera un médico.
Todavía tembloroso por lo que habíamos presenciado, me contestó en voz baja:
—Es un amigo de la Perra Sarnosa, un matasanos que no dará parte del accidente.
Yo también estaba temblando.
—Igual quieres irte a casa, Matt. No te preocupes por nosotras.
—Bah, ahora no hay nadie en mi casa. Mi madre está haciéndose el tratamiento de acupuntura para sus dolores.
Más tarde, me encontraba embolsando faldas a toda prisa —todavía me quedaban muchas por hacer antes de que saliera el pedido—, cuando vi a la tía Paula de regreso por nuestro puesto de trabajo. Tenía unos andares enérgicos, y supuse que estaría agobiada por lo que acababa de suceder.
—Antes del accidente, quería hablar con vosotras dos. Ha habido un cambio en la política de la empresa. —No se molestó en poner su sonrisa falsa—. Debido a problemas presupuestarios, después de este pedido, tendremos que bajar el sueldo a un centavo por falda.
—¿Qué? —exclamó mi madre.
—¿Por qué? —le pregunté.
Entonces lo comprendí todo: la tía Paula me había visto trabajar deprisa, muy deprisa. Habíamos empezado a ganar más, así que había calculado que podíamos sobrevivir cobrando menos. ¡Y yo que me pensaba que la iba a impresionar!
—Lo siento, pero así son las cosas. Política de empresa. Es así para todos los empleados de la sección de acabados.
Nosotras éramos las únicas empleadas de la sección de acabados.
—¡No es justo! —exclamé.
Mi madre, que estaba detrás de mí, me dio un toque en la espalda.
La tía Paula me miró fijamente. Se le había corrido el pintalabios en un lado.
—No quiero que estéis a disgusto. Si no os parece justo, sois libres de seguir vuestro propio camino. La esclavitud ya no existe en los Estados Unidos.
Y se marchó.
Mi madre, que nunca se atrevía a tocar a nadie sin un buen motivo, echó a correr tras su hermana y la cogió del brazo.
—Querida hermana, lo siento mucho. Esta niña es una deslenguada.
—No pasa nada —dijo la tía Paula, suspirando—. Estos brotes de bambú son así. No te preocupes.
«Brote de bambú» es una expresión que se utiliza para referirse a los niños chinos nacidos y criados en América, para decir que están demasiado occidentalizados. «No soy un brote, soy un esqueje —me entraron ganas de decirle—. Nací en Hong Kong, pero me cortasteis y me trajisteis aquí de pequeña.» Los esquejes hacen que la planta de bambú sea más pequeña, pero también más fuerte.
—Gracias —le decía mi madre—, gracias, querida hermana.
De pronto, escuché la voz de Matt. Me había olvidado de que estaba allí.
—Le gusta merendar brotes de bambú, ¿verdad, señora Yue?
Me quedé sin respiración. Creo que hasta mi corazón dejó de latir. Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Cómo se me había ocurrido empezar esta discusión?
La tía Paula se echó a reír y sus carcajadas me dejaron helada.
—Vaya, el pequeño Wu se ha convertido en un hombrecito, ¿eh? Muy bien, si eres tan mayor, mañana te puedes encargar de la plancha que ha quedado libre.
—¡No! —exclamé, consciente de que habíamos entrado en el juego que le gustaba a la tía Paula—. Ya conoces a Matt, tía, siempre está bromeando...
Matt me interrumpió.
—Está bien, no pasa nada, señora Yue. De todos modos, me apetece hacer algo de músculo —se encogió de hombros y se dirigió hacia la salida—. Adiós, señora Chang. Adiós, Kimberly.
La tía Paula observó a Matt marcharse y luego se encaminó hacia su despacho. Cuando nos quedamos solas, mi madre me gritó:
—¡No vuelvas a meterte cuando los adultos están hablando! ¿Quién va a darte de comer cuando no tengamos trabajo?
—Estamos en un país libre, Ma. ¿Por qué tenemos que trabajar para ella?
—¿Un país libre? ¿Quién te piensas que es el dueño de las demás fábricas de ropa? Son todos familiares o amigos. Toda la industria textil de Chinatown la controlan parientes. ¿Qué le va a pasar ahora a Matt?
Bajé la vista al suelo. El tono histérico de su voz había dado paso a un gemido de frustración y desesperación. Igual que yo, Matt no tenía más que catorce años. ¿Cómo iba a manejar una enorme máquina de planchado que sólo operaban adultos?
Cuando se calmó, mi madre me dijo:
— Ah
-Kim, ya sé que tienes buenas intenciones. El problema es que dices las cosas sin pensarlas.
Quería decir que era demasiado sincera y, en aquel momento, le di la razón.
Al día siguiente me acerqué a la sección de planchado. Los tres operarios colocaban con ímpetu militar una prenda tras otra sobre las tablas y, al bajar las planchas, se perdían de vista entre abrasadoras nubes de vapor. Cuando volvían a levantar las tapas, las ropas desprendían hilillos de vaho, como saliva colgando de las fauces de un perro. Un simple roce con la superficie de la plancha levantaría ampollas en la piel.
Matt era una diminuta figura entre los musculosos planchadores. Me fijé en que no era tan rápido como sus compañeros, pero trabajaba duro, con el pie izquierdo en el aspirador y el derecho en el pedal de la caldera. Colocó una falda sobre la tabla y apartó la cabeza mientras lo rodeaba una nube de vapor. Lo perdí de vista entre la niebla y, de repente, me lo encontré delante de mí, avanzando con el puño cerrado.
Salté hacia atrás del susto. Matt sólo llevaba una camiseta de tirantes, que estaba empapada. Gotitas de sudor y vapor le resbalaban por el cuello, mojando su pecho.
—Soy un bocazas, ¿verdad? —dijo.
—Yo también.
—Bueno, de algún modo hay que ganarse el arroz, ¿no?
Me sentí tan culpable que no fui capaz de responder. El hecho de que fuera amable conmigo me hacía sentir peor.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—Igual cuando seas un poco mayor. Esto se paga bien, ¿sabes? Además, te ayuda a estar en forma. Si trabajas aquí, acabas poniéndote como un mulo, igual que yo.
En circunstancias normales me habría reído, y lo intenté, pero algo en mi interior me lo impedía y, en su lugar, me salió una especie de tos.
Al ver mi reacción, Matt se puso serio, me miró directamente a los ojos y dijo:
—De todos modos, necesitaba este cambio. Mi madre ya casi no es capaz de ganar un centavo. Le duelen el corazón y los pulmones. Y Park no sirve para trabajar. Estaré bien —sin esperar a una respuesta, cambió de tema—: Oye, ¿puedes llevarle esto de mi parte?
Le ofrecí mi mano y depositó en ella un objeto metálico que guardaba en su puño cerrado. Era una cadenita de oro con un colgante de jade de la diosa Kuan Yin, con multitud de brazos y en cada mano una herramienta distinta. La gente la considera la diosa de las infinitas manos, que ayuda a quienes sufren de necesidad.
Ya me había fijado antes en que Matt llevaba ese colgante, pero no le había dado mucha importancia. En China es muy normal que los padres pongan joyas de oro y jade bajo la ropa de sus hijos para protegerlos del mal. Los niños nunca se quitan estos amuletos. Algunas familias que apenas tienen dinero para comprar comida, ahorran para poder permitirse este tipo de protección para sus hijos.
Al ver mi expresión de sorpresa, Matt me dijo:
—Mira.
Se levantó la camiseta y vi las marcas rojas que le había hecho el collar en la piel.
—Hace demasiado calor para llevar algo de metal cuando estás cerca de estas máquinas —dije, sintiéndome culpable de nuevo.
—Pues sí. Oye, este domingo salimos por la ciudad, ¿no?
No pude evitar que una gran sonrisa se dibujara en mi rostro.
—¿En serio? ¿Todavía tienes ganas?
—Pues claro. Oye, tengo que volver al trabajo para que no se me acumule mucha ropa —dijo, y regresó junto a la plancha.
La Kuan Yin de jade brillaba con el tono verde de las hojas tiernas de la primavera, y supuse que sería muy valioso para Matt. Se lo llevé a la señora Wu, que estaba de espaldas a mí regañando a Park por algo. El pequeño no estaba frente a ella, así que no podía leer sus labios. Sin embargo, para mi sorpresa, respondió girándose hacia su madre y dándole unas palmaditas torpes en el brazo.
Observé atentamente el rostro de la mujer y comprobé que Matt estaba en lo cierto, no tenía buen aspecto. Además de las enormes ojeras de siempre, su piel y sus labios habían perdido brillo, y el blanco de sus ojos estaba muy amarillento. Entonces me vio.
—Ah, eres tú —dijo.
Aterrorizada, le enseñé el collar de Matt, pero en lugar de cogerlo, la mujer sólo le dedicó una mirada desdeñosa.
—¿Vas a ser buena con mi hijo?
No me atreví a responder. Era evidente que la mujer sabía que yo era la responsable de que Matt estuviera en las planchas.
—Y pensar que te tomé por un chico... —dijo. Su disgusto hacía que su acento toisanés sonara más pronunciado—. Mi pequeño tiene un buen corazón.
Cogió el colgante de mi mano.
—Si por él fuera, seguro que te lo regalaba —murmuró.
De repente, escuché la voz de mi madre detrás de mí. Debía de haberse acercado al vernos hablar.
—Señora Wu, no soy digna de mirarla a los ojos. Es todo culpa nuestra.
La mujer observó a mi madre, y la tensión pareció abandonar su rostro.