Mi amistad con Annette era muy distinta. Ella siempre compartía conmigo todo lo que tenía: caramelos, dibujos, información... Annette me contó que su hermano pequeño era insoportable, y que yo tenía que estar contenta de ser hija única. Una vez, los otros niños me preguntaron entre risas «¿Eres poeta?», y yo no supe qué responder porque nunca se me dio bien la literatura. Annette me explicó que lo que querían decir era que tenía la bragueta desabrochada.
Annette se sorprendió de que nadie me hubiera contado nunca la historia de la semillita que ponen los papas en las mamás. Entonces, en vez de explicármelo, como hacía con las demás cosas, se echó a reír como una loca, lo que hizo que sintiera una especial curiosidad por el asunto. Estaba claro que esa frase tenía un significado más allá del evidente. Busqué en la biblioteca de la escuela, pero la enciclopedia sólo hablaba de los distintos tipos de semillas para la agricultura, y no decía nada de que los papás se las dieran a las mamás. Cuando le pregunté a mi madre, se quedó muy sorprendida, pero me dijo que si no nos lo había enseñado el profesor en clase, no era algo que tuviera que aprender.
Annette me contó que usaba champú de trigo Clairol para lavarse el pelo, y como le dije que yo lo hacía con jabón, me espetó que eso era asqueroso. Y el hecho de que en casa bebiéramos agua hervida también le parecía repugnante. Me preguntó qué hacía por las tardes después de la escuela, y cuando le contesté que iba a trabajar a la fábrica, se lo contó a su familia al volver a casa. Al día siguiente me dijo que era una mentirosa, porque su padre le había dicho que en América los niños no trabajaban en fábricas. La amistad de Annette era lo mejor que me había sucedido en los Estados Unidos, y estaba agradecida por todas las cosas que me enseñaba mi amiga, pero aquel día empecé a comprender que había una parte de mi vida que tenía que mantener oculta.
El profesor nos mandó que, en parejas, hiciéramos una maqueta que representase las «habilidades básicas para la resolución de conflictos». Por supuesto, Annette y yo decidimos trabajar juntas, lo que significaba que un día tenía que ir a su casa. A mi madre no le gustaba que hiciese mucha vida social con mis compañeros del colegio, pero cualquier tarea que nos mandaran en la escuela era algo sacrosanto, así que me dio permiso para ir.
Al salir de clase, la madre de Annette nos estaba esperando en su coche. La mujer tenía una mirada franca y amable, y en su cabello ondulado se advertían mechones grises. A su lado, en el asiento del copiloto, había un niño rubio con el pelo revuelto que se encontraba ocupado leyendo un tebeo. Annette se montó en el asiento de atrás, y yo la seguí. Llevaba mucho tiempo pensando en cómo comportarme correctamente en esta cita, así que después de que Annette le diera un beso a su madre, yo pregunté, ofreciéndole mi mano a modo de saludo:
—Muy buenas tardes, ¿qué tal está usted, señora Avery? Es todo un honor conocerla.
La madre de Annette se giró hacia mí y me miró sorprendida, pero luego me estrechó la mano con firmeza. Durante el apretón me fijé en que sus manos eran demasiado grandes para una mujer, casi tanto como las de un hombre, y sentí su calor. Sonrió y noté cómo se acentuaban las arrugas en torno a sus ojos.
—¿Qué tal?, Kimberly. Encantada de conocerte.
Me recosté en el asiento, satisfecha de, al menos en aquella ocasión, haber conseguido comportarme de acuerdo a las reglas de cortesía que me habían enseñado en mi país. Annette empezó a tirar del jersey de su hermano, mientras le decía:
—Déjame ver el tebeo.
—Cómprate uno —respondió el pequeño, sin girarse para mirarla.
—¡Mamá! —protestó mi amiga—. ¡No quiere dejármelo!
Intentó arrancar el tebeo de las manos de su hermano, pero el niño se lo arrebató y arrimó su escuálido cuerpo contra la ventanilla, donde Annette no podía alcanzarlo.
—¡Ya basta de pelear! Dejadme conducir —ordenó la señora Avery.
Avanzamos hasta llegar a una hermosa calle de tres carriles. No habíamos tardado mucho, y no me podía creer que en Brooklyn existiera un lugar así a tan poca distancia del colegio. No se veían grafitis por ningún sitio ni viviendas de protección oficial ni solares en obras. Era una calle adoquinada con elegantes casas bajas y jardines. La señora Avery aparcó frente a una vivienda de tres pisos con una estructura de piedra en el jardín de la entrada que me pareció un pozo. Cuando me acerqué a mirar, descubrí que en realidad era una fuente que lanzaba un chorro de agua desde el centro y que estaba llena de pececillos de colores y carpas. Al momento, fantaseé con la idea de que la señora Avery me regalase un pez de su fuente, alguno chiquitín recién nacido. Lo metería en una bolsa de plástico y me lo llevaría a casa, donde lo pondría en un bol de arroz. Seguro que no resultaba muy caro tener un pececito, porque no comían mucho.
Annette y su hermano ya habían subido las escaleras de piedra que conducían a la puerta de entrada. Mi amiga consiguió por fin arrebatarle el tebeo al pequeño. Cuando la señora Avery y yo los alcanzamos, el niño sollozó: «¡Mamaaá!».
—Espera un minuto, cariño —dijo la señora Avery, intentando meter las llaves en la cerradura.
Cuando se abrió la puerta, vi una lámpara de araña colgando del techo, con sus lucecitas brillando como hojas empapadas de gotas de lluvia. Entramos en un recibidor en el que había una mesa pulida sobre la que descansaba una bandeja de cristal llena de fruta fresca. Estaba sin cubrir, y me pregunté cómo conseguirían que las cucarachas no se acercasen a la fruta. La estancia olía a una mezcla de abrillantador de limón y galletas que conformaba un aroma limpio y delicioso. Una gruesa y florida alfombra cubría un pasillo que se internaba en la casa.
—¡Ya estamos aquí! —gritó la señora Avery.
Miré por el pasillo y, en lugar de una persona, apareció un perro corriendo hacia nosotras. Era un chow chow blanco que se abalanzó sobre Annette. Un enorme gato gris atigrado con la cola blanca se bajó de la escalera y comenzó a restregarse contra la pierna de su hermano.
—No te asustes —me tranquilizó la señora Avery—. Si no estás
acos-tumbada
a los animales, pueden dar un poco de miedo, pero son
inocen-sivos.
El hermano de Annette cogió al gato en brazos y hundió las mejillas entre el pelaje del felino. Mi amiga, por su parte, se reía como una loca mientras el perro le daba lametones en la cara. No me podía creer que la señora Avery permitiera aquello. ¿Acaso los animales no estaban llenos de gérmenes y podían morderlos?
La señora Avery se agachó para mirarme a los ojos y me dijo:
—Lo que tienes que hacer es ofrecerles tu mano, así. —Estiró el brazo hacia el gato—. Vamos, Tommy... Primero tienen que acercarse a ti y olerte. Después serás su amiga.
Contemplaba a Annette, que se había sentado en el suelo sin quitarse el abrigo ni las botas y daba cabezazos en el pecho del perro, y me atreví a hacer una pregunta que rondaba mi cabeza:
—¿Tienen...? —No sabía cómo se decía, así que hice como que me rascaba.
—¡Claro que no! —respondió la señora Avery—. No tienen
para-sitios.
¿Ves esto? —El gato, que se llamaba Tommy, se había acercado y olisqueaba su mano. La mujer señaló un collar que llevaba puesto el animal—. Esto sirve para que no cojan
para-sitios.
Por la cara que puse, la mujer se dio cuenta de que no le estaba entendiendo y empezó a rascarse las axilas, igual que un mono. Nunca había visto a un adulto, y mucho menos a una mujer, haciendo un gesto tan indigno.
—No rascar —dijo. Apartó las manos y añadió—: Todo bien, no problema.
El hermano pequeño había entrado en la cocina y lo seguimos. Me presentaron a su asistenta, una mujer blanca de rasgos angulosos arrugada como un pedazo de cecina seca.
—Muy buenas tardes, ¿cómo está usted, señora? Es todo un honor conocerla —la saludé, estrechando su mano.
La mujer ladeó la cabeza sorprendida y preguntó:
—Pero ¿de dónde habéis sacado a esta cría?
Nos preparó un tentempié. Eran unas galletitas saladas que ya había probado antes en Hong Kong. Pero luego sacó del frigorífico un bloque de queso amarillo. Con un aparato de metal que no había visto nunca cortó rodajitas de queso que fue colocando sobre las galletas. El sabor permaneció durante mucho tiempo en mi paladar: ese extraño contraste del queso con las crujientes galletas con gusto a mantequilla.
El hermano pequeño agarró un montón de galletitas, arrancó del tebeo de debajo del brazo de Annette y echó a correr hacia la escalera de la entrada.
—¡No quiero migas en la alfombra! —le gritó la señora Avery.
El rostro de Annette empezó a ponerse colorado.
—¡Mami! Me ha quitado el...
—¡Ya está bien, Annette! Ya tendrás tiempo de leerlo más tarde. Además, ahora tienes una invitada. —La señora Avery se giró hacia mí—. Kimberly, como puedes ver, esta casa es un caos.
Annette se concentró en comerse su galleta y, cuando terminamos la merienda, subimos a su habitación. Al pasar por el salón, me fijé en que tenían un piano negro. A su lado, el perro se tumbó en un enorme sofá en forma de «L» cuyo tapizado era de relucientes franjas doradas y rojas. Incluso de lejos, pude notar que los grandes cojines estaban cubiertos por una capa de pelos enmarañados de los animales.
La habitación de Annette era casi tan grande como nuestra clase en el colegio. Había un rincón abarrotado de juguetes: peluches, juegos de mesa, construcciones... Tenía una litera con una escalera para subir y un tobogán para bajar. Nadie dormía en la cama de abajo, me explicó, pero tenía una litera porque le gustaba dormir en lo alto. Subí tras ella y al principio me dio miedo acercarme demasiado al borde del colchón, a pesar de la barrera protectora de madera. Cuando me acostumbré, era una sensación espléndida estar tan cerca del techo, descalza, junto a mi amiga y sabiendo que para volver al suelo tenía que tirarme por un tobogán. Hacía tanto calor en su casa que pude quitarme varias capas de ropa y tumbarme en la cama sólo con la camiseta interior. Me sentía ligera y feliz, como si hubiera regresado a Hong Kong.
De repente, la cabecita del hermano de Annette asomó por la puerta como un diente de león.
—Vaya, vaya, vaya... Las niñas están jugando en su casita del árbol... Cuidado no os cojáis chinches.
—¡Te voy a matar! —gritó Annette y se lanzó por el tobogán, pero el pequeño ya había desaparecido cuando llegó al suelo. Se dirigió a la puerta y aulló—: ¡Como vuelvas a entrar en mi habitación te vas a enterar!
Cerró de un portazo y volvió a mi lado.
—Me encantaría poder dejarlo fuera, pero en esta casa no creemos en las puertas con llave.
Por el modo en que lo dijo, comprendí que estaba repitiendo las palabras de sus padres. Ojalá mi madre pudiera permitirse el lujo de preocuparse por mi comportamiento. Apenas podía pensar en otra cosa que no fuera en nuestra supervivencia.
Miré el reloj que había sobre su cama. Las manos de Snoopy señalaban la hora y no faltaba mucho para que tuviera que marcharme.
—¿Empezamos con el trabajo?
La señora Avery había dispuesto los materiales en la mesa de estudio de Annette. Todo era nuevo y estaba limpio: una caja grande de zapatos, cartulinas de colores, botes de pintura verde y dorada, acuarelas, dos tipos de rotuladores, pegamento y tijeras. En mi casa, tendría que habérmelas arreglado de otro modo: buscar una caja en la basura de los vecinos, recortar las figuras en periódicos viejos y pegarlas a la caja con cinta aislante, dibujándolo todo con un bolígrafo. Pero con aquellos maravillosos materiales, Annette y yo terminamos en poco tiempo nuestra maqueta. Hicimos un grupo de gente sentada en un corro, cogidos de la mano y sonriendo. Con la pintura brillante escribimos las letras de la palabra «Comunicación» detrás de las figuras. Fue idea de Annette y me alegró que supiera lo que se suponía que teníamos que hacer.
Cuando la señora Avery me devolvió a casa en su coche, le pedí que me dejara en el colegio.
—No, cariño, te llevo hasta tu casa —dijo—. Dime dónde vives. Trabajo a media jornada en una agencia
inmóvil-diaria,
puedo encontrar cualquier calle de la ciudad sin problemas.
—En la escuela está bien —mentí—. Mi madre me está esperando en el colegio.
—Pero la escuela estará cerra... —No terminó la frase. Suspiró profundamente y luego me preguntó—: ¿Te dejo en el colegio? ¿Estás segura?
Asentí con un gesto de la cabeza.
—Pues entonces al colegio. ¡Allá vamos! —dijo con mucho entusiasmo.
Cuando llegamos, todas las ventanas de la escuela estaban a oscuras y no se veía a nadie en la calle. Temí que la señora Avery protestase porque, como mi madre, no parecía ser del tipo de mujeres que dejan a un niño a solas en un edificio vacío.
Acercó el coche a la acera y me preguntó:
—¿Estás segura de que estarás bien?
—Sí —contesté—. Esperaré a mi madre. No tardará. Adiós.
Me bajé del coche y cerré la puerta. Me asomé a la ventanilla y le dije:
—Le agradezco mucho su hospitalidad.
Era otra de las frases que había estado practicando en casa.
—De nada. —Se inclinó hacia mí y posó una mano llena de anillos en el borde de la ventanilla bajada—. ¿Sabes, Kim? Nos encantaría que vinieras a cenar a casa algún día. Dile a Annette cuándo te va bien, ¿vale? Con que nos avises la
vi-espera
basta.
Le di las gracias de nuevo y después, para mi sorpresa, no se ofreció a esperar a mi madre conmigo. Observé cómo se alejaba por la calle y de repente me sentí muy sola. Cuando terminé la larga caminata desde el colegio a casa y abrí nuestro portal, me pareció ver que un coche como el de la señora Avery se marchaba calle abajo. ¿Habría estado siguiéndome todo el rato?
Subí las escaleras.
Pensaba a menudo en la casa de los Avery, cálida y llena de pelos de animales. Soñaba con quedarme a vivir en el cuarto de Annette. Había una cama vacía, y mi amiga podría pasarme comida a escondidas. En ocasiones, cuando más sola y abatida me encontraba, fantaseaba con ir a pedirle ayuda a la señora Avery. El simple hecho de saber que existía la posibilidad de hacerlo me consolaba bastante.
Pero cuando Annette volvió a invitarme a ir a su casa, mi madre me dijo que no podía ir. Se lo supliqué y ella me cogió por los hombros y, mirándome a los ojos, me explicó: