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Authors: Antonio Salas

El Palestino (16 page)

BOOK: El Palestino
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Por otro lado, la información que había recopilado sobre el atentado de Casablanca me mostraba la cara más radical, infame y asesina del yihadismo fanático. Igual que me había ocurrido en Ammán, la investigación sobre el terreno de un atentado terrorista contagia una desagradable sensación de impotencia, de rabia y de desprecio por la religión que ampara o al menos justifica esa violencia. Una violencia estúpida, absurda y estéril. Como todas las formas de violencia. Y a pesar de esta incuestionable realidad y los sentimientos contradictorios que me producía, lo cierto es que algunas de las conversaciones que había escuchado en Marruecos entre mis compañeros de estudio me dibujaban un mapa del yihad muy diferente al que expresan los medios de comunicación occidentales. Para ellos, Palestina, Iraq, Afganistán, Chechenia, etcétera, son ejemplos de pueblos hermanos oprimidos, masacrados y humillados por la ambición occidental. En el fondo, la historia colonial siempre ha sido la misma. Desde su punto de vista les llevamos la «cultura», la «civilización», las enfermedades venéreas y la religión «verdadera», y a cambio nos traemos sus riquezas, sus mujeres y su dignidad. Resulta inquietante echar la vista atrás, en una hemeroteca, en un archivo o en la memoria de nuestros mayores, y ver cómo la historia se repite cíclicamente. África, América, Oriente Medio...

Para mi sorpresa, en Marruecos y a pesar de que mis compañeros de estudios coránicos eran todos suníes, hablaban en clandestinidad, con profunda admiración, casi con reverencia, de un líder chiita. El único hombre que, según contaban, había conseguido poner en tierra la rodilla de Israel. El jeque de una guerrilla, de un movimiento islámico, de un partido político cada vez más arraigado en su país y en todo Oriente Medio. En todo el mundo musulmán, diría yo. En un tiempo en el que los informativos occidentales nos habían acostumbrado a los enfrentamientos mortales entre suníes y chiitas, transmitiendo la idea de que el Islam de una u otra tendencia era igual de violento y autodestructivo, aquellos estudiantes suníes expresaban su admiración por aquel líder chiita, y aquello me sorprendió. Supongo que resultaba tan chocante como escuchar a un luterano admirando la obra del Papa católico en plena guerra reformista.

Ese líder chiita, elogiado por mis hermanos suníes, era el jeque Hassan Nasrallah, dirigente de Hizbullah, el «Partido de Dios». Una organización islámica considerada terrorista por la Unión Europea y los Estados Unidos, asentada en el Líbano, aunque sus tentáculos se extendían por todo el mundo. Hasta ese momento todas las organizaciones yihadistas que había conocido, en Jordania o Marruecos, eran suníes. Y me inspiraba mucha curiosidad un movimiento chiita, considerado como terrorista, que era admirado por los irreconciliables enemigos de esa «herejía» islámica. Decidí que intentaría conocer también esa otra forma de yihad, en el Líbano.

Y mientras el avión hacía la aproximación al aeropuerto de Beirut, intuí que iba a descubrir una forma diferente de entender el mundo. Desde la ventanilla del avión podía ver cómo se extendían miles de kilómetros plagados de historia y cultura. Siglos y generaciones de artistas, exploradores, científicos, poetas, que dejaron su legado para toda la humanidad en forma de papiros, tablillas, esculturas y monumentos arqueológicos. Al norte Siria, con las huellas de Zenobia, Saladino y Saulo de Tarso, y más allá Turquía, la del Imperio otomano inalcanzable. Al este, tras Siria, Jordania, Iraq y Arabia Saudí, desbordantes de historia sagrada antigua y moderna. Al sur Palestina, la patria de Jesús, y después Egipto, cuna del cristianismo, del judaísmo y del imperio de los faraones. Y al oeste las costas mediterráneas, que exploraron antes que nadie los fenicios, el pueblo del mar. Imposible cuantificar cuánto debe a la historia de la humanidad esa región que llamamos Oriente Medio. Pero basta imaginar por un momento qué ocurriría si arrancásemos de los libros de texto de nuestros hijos todas las páginas que hablan de Mesopotamia, donde se inició la historia escrita; de Palestina o de Arabia, cunas respectivas de Abraham, Jesús y el profeta Muhammad; o de Egipto, origen de la ciencia y la cultura. Esos libros de texto se quedarían cojos, mancos, ciegos y sordos. Como nuestros políticos. Aunque lo de mancos sería cuestionable.

El aeropuerto de Beirut es un lugar fascinante. Nunca había visto una orgiástica mezcla de culturas, razas y lenguas como aquella. Chilabas y trajes de chaqueta,
hiyabs
y sofisticados tocados, gorras de béisbol y turbantes, túnicas y cazadoras de cuero... Beirut es conocido como la Suiza de Oriente Medio. Y su aeropuerto, el recibidor en el que recalan todas las visitas.

No encontré problemas para entrar ni para salir. Había tenido que acortarme la barba en España y supongo que eso me confería un aspecto más occidental, lo que en este caso no era negativo. Al salir del Beirut-Rafic Hariri International Airport es inevitable toparse con las cicatrices de los bombardeos que han mutilado sin piedad la orografía de Beirut. Bombardeos que solo unos meses después volverían a masacrar el Líbano.

Recorrer el centro de la ciudad o su largo paseo marítimo en el Beirut Oeste produce a todo visitante novato una momentánea desorientación: coches muy lujosos, edificios ultramodernos y mujeres voluptuosas nos hacen perder por un segundo la sensación de que nos encontramos en un país árabe que ha sufrido innumerables veces los zarpazos de la guerra. Sin embargo, si abandonamos la avenida París y sus miradores al mar, o las zonas reconstruidas del centro de la capital, pronto encontramos infinidad de testimonios gráficos de esas guerras. Las cámaras fotográficas pueden inmortalizar mil y un ejemplos de los continuos conflictos que han diezmado la población y la historia del Líbano en el último siglo. Edificios mutilados por las bombas, fachadas acribilladas a balazos, son las cicatrices de la línea verde que divide la ciudad.
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Es imposible cuantificar el valor de las pérdidas arqueológicas, culturales e históricas originadas por las guerras que han azotado el Líbano, pero desde que las excavaciones realizadas casualmente entre la place des Martyrs y el puerto descubrieron un emplazamiento cananita del 1900 a. C., cada vez que se realizaban obras para la construcción de un aparcamiento subterráneo, o de un nuevo bloque de apartamentos, era inevitable toparse con restos arqueológicos. Líbano alberga auténticas joyas históricas y arqueológicas que hace tiempo que son mucho más que patrimonio de la humanidad. La hermosa Biblos, que presume de ser la ciudad más antigua del planeta y donde he fumado las
narguilas (shishas)
más deliciosas del mundo árabe; la solemne Tiro, fundada por faraones y capital de los exploradores fenicios, o la inquietante Baalbek, llamada «la ciudad del sol» y probablemente el emplazamiento arqueológico más importante del Líbano. ¿Cómo cuantificar el valor de esos lugares?

El conjunto de templos romanos de Baalbek ha soportado el paso de los siglos y de ejércitos conquistadores de diferentes naciones, desde el año 150 de nuestra era. Sin embargo, los muros del Templo de Baco serían uno de los «daños colaterales» de los misiles israelíes que destruirían varios edificios de la plaza central en la guerra que se avecinaba ese mismo año 2006. Y lo mismo ocurrió en el Templo de Júpiter, la estructura religiosa más grande del Imperio romano, que había soportado indemne el paso del tiempo, pero que poco después de mi viaje no podría esquivar los bombardeos israelíes. Baalbek es solo uno de los muchos tesoros arqueológicos del valle de Beqaa que había conseguido evitar las bombas en guerras precedentes, pero que no podría evitar ser tocada por los ataques que se avecinaban. Idéntica suerte correrían los importantes edificios históricos que se remontan a los siglos
X
y
XIII
y que salpican todo el país, como la ciudadela de Chehabi en Hasbaya, que sirvió de fortaleza para los ejércitos de la Primera Cruzada en el siglo
XI
y fue tomada en el siglo
XII
por los emires de Chehabi, cuyos descendientes la ocupan hasta la fecha. Pero los ejércitos cruzados, en el siglo
XI
, no usaban misiles teledirigidos. Los iraquíes lo saben bien.

Salvo algunos energúmenos insensibles, a los que el amor a la historia les importa menos que su desprecio por los árabes, todos los corazones occidentales se encogieron al presenciar los bombardeos norteamericanos a la antigua Mesopotamia y a su patrimonio arqueológico. Y contemplamos, impotentes, el expolio de archivos irreparables de nuestra memoria colectiva, como el Museo de Bagdad. En mi caso viví muy de cerca el asalto, la destrucción y el robo de nuestro pasado en Bagdad, cuna de la escritura y por tanto de la historia, a través de un buen amigo y compañero que estaba en Iraq cuando aquello ocurrió. No necesitaba la indignación de mis hermanos musulmanes y sus irrefutables argumentos para sentirme avergonzado del comportamiento de Occidente en la destrucción y el robo de la historia mesopotámica. Antes y después de la ocupación de Iraq.

En diciembre de 1994, más de veinte especialistas de talla internacional remitieron una carta a la UNESCO para denunciar la situación de abandono de los enclaves arqueológicos y la impunidad de los ladrones. El bloqueo impuesto por los Estados Unidos tras la primera guerra del Golfo y el hambre, la miseria y la enfermedad que azotaban muchas regiones del país obligaron a muchas familias a expoliar su pasado para conseguir un futuro. Ese mismo año, más de setenta hombres armados entablaron un combate contra los guardias que custodiaban la antigua ciudad de Al Medina, para robar antigüedades. Y, en Larsa, un vigilante de la excavación moría por disparos de Kalashnikov. Los objetos robados se trasladaban a Suiza y desde allí se distribuían al mercado negro. Entre ellos, más de ochenta mil piezas de la biblioteca cuneiforme que albergaba el museo, miles de joyas, cientos de sellos y varios toros alados de Asiria.

Pero a partir de la ocupación norteamericana, el robo, saqueo, destrucción y expolio del legado histórico de Mesopotamia se multiplicó por mil. Dejando por un instante al margen el incomparable sufrimiento humano y los cientos de miles de iraquíes muertos, heridos o mutilados, el daño que la ocupación ha infligido al patrimonio histórico de la humanidad es incalculable. Un miembro vital de nuestro pasado fue cercenado para siempre con la primera bomba que cayó sobre Bagdad. Como afirmó la escritora y crítica de arte iraquí May Muzaffar en un artículo publicado en
Le Monde Diplomatique
: «Al destruir la herencia de Iraq, su pueblo, su arquitectura, milenios de cultura de la humanidad quedaron barridos. Las fuerzas invasoras del país más poderoso de la tierra atravesaron vastos océanos, pisotearon los cuerpos martirizados de niños, mujeres, hombres jóvenes y maduros, utilizando la tecnología militar más moderna para apoderarse de los pozos de petróleo iraquíes. Desgraciadamente, las fuerzas de la coalición no solamente mataron y humillaron al pueblo y la cultura de Iraq, también abofetearon a la civilización. El legado que Iraq acaba de perder con esta guerra le pertenecía a toda la humanidad».

Según los analistas, se robaron más de cuatro mil piezas arqueológicas en el caos que asoló Iraq tras la Tormenta del Desierto. Pero lo verdaderamente escandaloso es que más de trescientas de esas piezas han aparecido en museos norteamericanos. ¿Cómo llegaron allí? No hay que ser demasiado inteligente para deducirlo. Sin embargo, y pese al evidente contrabando, robo y expolio de restos arqueológicos mesopotámicos que ha convertido en millonarios a muchos militares norteamericanos, la administración Bush miró hacia otro lado.
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Por supuesto, los norteamericanos no son los únicos beneficiarios de los robos del pasado árabe en Oriente Medio. Arqueólogos iraquíes denuncian la aparición en museos europeos o israelíes de piezas mesopotámicas, como varias esculturas de Jatra, un relieve de Sennaquerib, estelas de basalto de Salmanasar III, tablillas cuneiformes, etcétera, «desaparecidas» de los museos iraquíes tras la ocupación. Pero eso no es lo peor. Lo peor, además de las pérdidas de vidas humanas, es que los bombardeos aliados destruyeron para siempre muchas piezas históricas de valor no calculable.

Las imágenes de los responsables del Museo de Bagdad llorando desconsoladamente tras el saqueo y la destrucción de siete mil años de historia dieron la vuelta al globo en abril de 2003. Todos nos preguntábamos cómo era posible que todos los gobiernos del mundo permitiesen que las bombas aliadas hiciesen añicos un solo pedazo de nuestra memoria arqueológica. Lo increíble es que aquellas calles de Beirut que ahora recorría, aquellos arcos romanos, aquellos monumentos fenicios que pude fotografiar en 2006, iban a seguir la misma suerte que los monumentos iraquíes pocos meses después. Y, una vez más, el mundo miró hacia otro lado, mientras la frustración, la rabia y la impotencia continuaban amontonándose en los corazones de muchos jóvenes árabes que clamaban venganza. La destrucción de Iraq al menos se justificó con la necesidad de neutralizar las armas de destrucción masiva de Saddam, pero en Líbano nadie habló de armas de destrucción masiva. Bueno, en realidad tampoco importa, las de Saddam nunca existieron y nadie ha pagado por ello.

Este expolio indiscriminado, que más de 1500 millones de musulmanes vieron en todo el mundo a través de Al Jazeera, Al Arabiya o cualquier otro canal de televisión, es solo una de las muchas razones que impulsaron a muchos jóvenes a viajar a Iraq para unirse a la resistencia. O al Líbano, para alistarse en Hizbullah.

«¡Alto, acompáñenos, somos Hizbullah!»

A pesar de que en castellano la voz árabe
suele transcribirse como Hezbolá, Hizbolah o Hezbulah, yo opino que la transcripción más correcta es Hizbullah, que significa «Partido de Dios». Y se trata de una organización con base en Líbano, pero origen ideológico en el Irán chiita del ayatolá Jomeini.

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