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Authors: Antonio Salas

El Palestino (78 page)

BOOK: El Palestino
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Pasamos el día en Valencia, paseando, charlando y recordando anécdotas del pequeño Ilich,
Gordo
para su familia. Un mote cariñoso que hizo creer a todos los periodistas del mundo que Ilich había sido un niño obeso y traumatizado... nada más alejado de la realidad. Y por la tarde, ya de regreso en la casa de Elba Sánchez, grabé en vídeo su testimonio. Una conversación a tres bandas.

—Elba, ¿cómo puede describir a Ilich de pequeño?

—Un niño cariñoso, correcto, buen amigo. Como hijo era excelente. Bueno, yo tuve suerte con mis hijos. Los tres son maravillosos.

—¿Jugaba mucho?

—Sí, con sus hermanos. A su papá no le gustaba que salieran apenas. Dentro de la casa.

—¿Y en la casa? —interviene Vladimir Ramírez—. ¿Qué responsabilidades tenía Ilich, mamá?

—Bueno, ayudarme a hacer las compras... cuando no venía la señora a limpiar, él me ayudaba a limpiar. Pendiente de mi comida. Un buen hermano, pendiente de sus hermanos también. Bueno, los hermanos varones, tú sabes, cualquier cosa no les gusta... pero no, era una vida tranquila. Por eso a mí me ha pegado tanto este problema.

—¿Recuerda cuando se fueron a Londres?

—Bueno, cuando nos fuimos a Londres yo iba contenta y feliz porque me llevé a los tres. Y estudiaban y todo. Lamentablemente el papá los mandó... para Moscú los mandó. Y de allá cuando regresó, ya había hecho contacto con la gente esa comunista. Y ahí lo agarraron. Como era un muchachito... Claro, todo eso que llama la atención y que a un muchacho le gusta...

—A usted no le gustó cuando empezó a relacionarse con las amistades aquellas comunistas...

—No. Porque, no sé... un sentimiento de madre que se preocupa. Esto le puede traer problemas a mi muchacho, decía yo. Y así fue. Afortunadamente los otros dos no se metieron en nada de eso...

—¿Y cree que es verdad lo que dicen que él hizo, mamá? ¿Que se portó mal, que mató gente, que puso bombas...? —añade Vladimir.

—No, yo no sé nada de eso.

—Conociendo a Ilich, ¿crees que es capaz de hacer eso? —insiste su hijo pequeño.

—Yo no creo.

—Siempre lo vio muy solidario con las personas que tenían problemas... Porque Ilich empezó a viajar para defender a otros pueblos que tenían problemas...

—Bueno, como esos pueblos después no lo protegen ni nada, me parece que es un error. Lo que se puede hacer ya está hecho...

—¿De pequeño le llamabais el Gordito?

—Sí, porque era el más gordito de los tres, pero no era gordote, era gordito...

—También le decíamos el Toro —añade Vladimir—. Porque era fuertote, fornido... Él nunca fue gordo. Y, a Lenin, ¿cómo le decíamos, mamá, que aún le siguen diciendo?

—El Negro.

—¿Y a mí?

—El Bebé. Sí, porque él es el menor de los tres...

En ese momento de la grabación es Vladimir Ramírez, y no yo, quien tiene la iniciativa de pedirle a su madre un mensaje para el presidente Hugo Chávez:

—¿Por qué no mira a la cámara y le hace un llamado al presidente de la República, mamá? Vea a la cámara e imagínese que es el presidente de la Re pública. Suponga que usted está hablando con él.

—Bueno, que por favor me ayude con mi hijo Ilich. Que me lo ayude a salir de la cárcel de... en Francia. Y que se venga para acá conmigo. Que yo estoy muy mayor para estar sola sin el hijo. Eso es lo que yo siento.

—-¿Y no deberían ayudarlo las personas a las que él ayudó... los árabes...? —pregunto yo.

—No, pero esa gente se olvida, hijo, esos ya no... A la vista está que no han hecho nada.

—¿Considera que lo de Ilich es una injusticia?

—Sí.

—Él, cuando se fue, cuando estaba en Moscú, ¿le contó que él estaba ilusionado, que quería ayudar a esa gente, los palestinos?

—Sí, porque él era un muchacho muy sano. Entonces me decía: «Mamá... yo estuve en Moscú, porque yo fui a verlos a ellos», y entonces me decía: «Ay, mamita», o viejita también me decía... «Yo quisiera que tú vinieras a vivir a fuera de Venezuela.» Yo le decía: «Ay, hijo, este es mi país. Aquí tengo a mi mamá», mi mamá no se me había muerto todavía. «Tengo mi familia toda, y los tengo a ustedes.» «Sí, mamá, pero yo no quiero vivir más aquí.» «Bueno, hijo, eso sí lo siento, pero yo no puedo renunciar a mis otros dos hijos y a mi mamá»... Y así fue pasando el tiempo.

—Él le contaba las cosas que había visto, el sufrimiento del pueblo palestino...

—Yo le preguntaba ¿y cómo te fue por allá? Me decía: «Bueno, mamá, ahí bien, pero viendo sufrir a toda esa gente me da una lástima...». Él nunca me habló de guerrilla ni nada...

—¿Él era así de niño, mamá, que no le gustaban las injusticias...? —dice Vladimir.

—Sí.

—¿Él alguna vez se peleó en el Liceo Fermín Toro para defender a alguien o por alguna injusticia? —pregunto yo.

—No, que yo sepa, no. O no me acuerdo.

—He leído que le gustaba tocar la guitarra y cantar.

—Sí.

—¿Qué es lo que más le gustaba?

—Bueno, cantar música venezolana.

—Como a Chávez —repuse yo, intentando relajar la situación un poco. Y por primera vez vi la sonrisa de Elba Sánchez, que no pudo evitar la risa ante mi ocurrencia.

—Era muy mujeriego, ¿no? Le gustaban las mujeres...

—Sí. Menos mal... que tuve hijos que les gustaban las mujeres. Porque veo por ahí tantos muchachos que se voltearon, les gustan los compañeros...

—Un mensaje que le quisieras dar a Ilich... porque a lo mejor él puede ver esta grabación... —sugiere Vladimir.

—Bueno, que se siga portando bien, a ver si se consigue su libertad. Que yo como madre es lo único que le pido a la vida que me dé... la libertad de él. Yo ya estoy mayor, y no sé si en cualquier momento Dios me lleva. Y que el día que eso llegue, él estuviera conmigo...

De regreso a Caracas, Vladimir me confesó algunas diferencias que había tenido con un grupo de árabes del Frente Democrático para la Liberación de Palestina, que vivían en Valencia. Pero aún me dio tiempo esa noche de ver la repetición del
Aló, Presidente
en VTV. Ese domingo Mario Silva, el irónico presentador de
La Hojilla
, estaba invitado al programa de Chávez. Y es que Silva estaba llamado a tener un protagonismo político importante en el nuevo PSUV, más allá de su función como principal ariete mediático contra la propaganda antichavista de Globovisión.

Después de aquella visita a Valencia, el siguiente paso estaba claro: Vladimir se había llevado el baúl con todas las fotos, documentos y objetos personales de su hermano Ilich a su nueva casa en Caracas, a la que llamábamos en broma «La quinta de Gaza» porque tenía que ser reconstruida casi por entero, y entre los cascotes, los sacos de cemento, los andamios y los palés de ladrillos, parecía una auténtica casa palestina después de una demolición israelí.

El gran día Vladimir, que estaba demasiado ocupado controlando a los obreros que trabajaban en su casa, me dejó hacer los honores. Aquel auténtico «cofre del tesoro» custodiaba toda la vida de Carlos el Chacal desde su nacimiento hasta su salida de Venezuela... pero también más allá. Y no lo habían abierto en muchos, muchos años. No tenía ni idea de lo que me iba a encontrar en su interior, pero el corazón me golpeaba el pecho con fuerza cuando Vladimir me pidió que examinase su contenido y me ocupase de ordenar y clasificar todas las fotografías, documentos y objetos personales de su hermano Ilich. Supongo que solo mis compañeros periodistas, y quizás algún que otro funcionario de los servicios de información, podrá comprender lo que sentí al levantar la tapa del «cofre del tesoro». De hecho, no pude evitar la tentación de grabar con mi cámara ese momento histórico.

El contenido de aquel baúl superaba con creces lo que imaginaba. Álbumes de fotos con toda la infancia del Chacal recogida en imágenes; sus notas y diplomas escolares, pero también los de su familia; postales y recuerdos de sus viajes, incluyendo banderas, pósters y hasta una daga árabe de hoja curva, sospechosamente parecida a la que utilizó Abu Musab Al Zarqaui para «degollarme» en mi habitación del hotel en Ammán... También encontré los documentos legales y docenas de fotografías de su matrimonio con la terrorista alemana Magdalena Kopp, y del nacimiento de su única hija legítima: Elba Rosa Ramírez Kopp, nacida el 17 de agosto de 1986 en Beirut. A algunas de las otras, nacidas en Venezuela fuera de matrimonio, las conocí tiempo después...

Además de aquella maravillosa documentación inédita, Vladimir guardaba toda la correspondencia de su hermano, durante años; cientos de documentos e informes que se habían utilizado en su defensa jurídica, y también docenas y docenas de artículos escritos por Ilich Ramírez desde la cárcel francesa para un periódico venezolano. Y lo increíble es que Vladimir quería que yo escanease, fotocopiase y clasificase toda aquella documentación. Realmente Allah se había empeñado en conspirar a mi favor.

Fueron días de mucho trabajo. Tenía que clasificar la correspondencia y los artículos de Ilich cronológicamente, ordenar los documentos, digitalizar los álbumes de fotos... Me pasé muchas horas en casa de Vladimir, fotografiando y filmando todo aquel tesoro, mientras Loli, su asistenta, nos preparaba algo de comer. Algún viernes llegaba por la mañana, interrumpía el trabajo para acudir al
salat
semanal en la Gran Mezquita de Caracas, y después volvía a casa de Vladimir para seguir clasificando aquel archivo de valor histórico incalculable. Evidentemente, desde ese momento disponía de un material extraordinario para la página web de Ilich Ramírez, que debía dosificar con prudencia. Utilizaba lo justo para que los terroristas que pudiesen encontrarse entre los lectores del
website
comprobasen que Muhammad Abdallah tenía acceso a documentos y fotografías nunca publicados, y que solo podía poseer alguien muy cercano a Carlos el Chacal.

Instrucción de combate

Puede que yo no sea muy brillante ni demasiado inteligente, como afirman mis críticos —prostituidores, traficantes o miembros de la extrema derecha (y a partir de ahora también de la extrema izquierda) afectados por mis infiltraciones—, pero desde luego presumo de una gran capacidad de trabajo. Sin embargo, y pese a la inaudita pereza, dejadez y negligencia de mis camaradas bolivarianos, embarcadores
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hasta la exasperación, tenía tantos frentes abiertos en Venezuela que apenas me quedaba tiempo para descansar. Ahora, además de continuar estudiando y copiando el Corán y los manuales de explosivos y armamento que me habían confiado, tenía que copiar y clasificar miles de documentos sobre Ilich Ramírez, mantener las páginas web y, al mismo tiempo, seguir con mis estudios de árabe y con mi trabajo «oficial» como periodista. Sin olvidar todas las pistas que seguía hacia las FARC y ETA en Venezuela, y hacia los revisionistas nazis. Y, cuando menos lo esperaba, recibí una llamada telefónica de mis camaradas bolivarianos.

—Aló, Palestino, estate listo en treinta minutos, vamos a recogerte. Llévate botas y ropa de combate...

Lo de la ropa de combate no llegué a entenderlo, y la verdad es que tampoco tenía claro adónde pensaban llevarme. Y, si soy totalmente sincero, estaba tan abstraído clasificando las fotos, correspondencia y archivos personales de Carlos que ni siguiera pensé en que llevaba meses en Venezuela esperando recibir el adiestramiento paramilitar a manos de las FARC o de los grupos armados bolivarianos. Una condición indispensable para ganarme el respeto del Chacal y de los terroristas en activo. Hasta ese momento podía demostrar mi formación teórica tanto en el yihad como en la lucha revolucionaria, pero para ganarse el respeto de los grupos armados hay que demostrar que se ha empuñado un fusil. Y ese momento había llegado de forma tan imprevista como todo lo demás.

Dos horas después de recibir aquella llamada, entré en el 4 x 4 y me presentaron al que sería mi primer instructor: el coronel técnico del Ejército Nacional de Venezuela, Manuel Esteban A. T., con cédula número 5606..., era un veterano oficial adscrito a la Casa Militar al que le faltaban varios dedos de la mano izquierda, por un detonador que había explotado antes de tiempo. Cuando estreché su mano, la que aún conservaba todos los dedos, el coronel tenía cuarenta y siete años de edad y le quedaba un año y tres meses de vida... murió el 24 de julio del año siguiente. Y cuando me metieron en su coche no sabía adónde me llevaban.

Solo lo intuí cuando, tras sentarme en el asiento trasero derecho del auto, pisé algo metálico en el suelo del coche y bajé la mirada. Bajo el asiento del copiloto asomaba el cañón de un subfusil de asalto israelí Uzi, idéntico al que el Chino Carías se había empeñado en venderme a mi llegada a Caracas, y numerosos cargadores de fusil Kalashnikov. Maldije en silencio. No me esperaba que aquella llamada implicase el inicio de mi adiestramiento terrorista y no llevaba la cámara oculta preparada. Pero tampoco podía dejar pasar ese momento de la investigación sin filmarlo, así que utilicé la cámara de mi teléfono móvil para grabar las armas y los cargadores que asomaban a mis pies. Y también la conversación que mantenía con mi instructor, que ya me conducía a algún lugar no identificado, donde se iniciaría mi instrucción sin previo aviso. Quizás en alguno de los cuatro campos de adiestramiento de los que me había hablado Sidi en mi viaje anterior a Venezuela.

Al iniciar esta investigación había tenido la precaución de comprarme un teléfono móvil muy especial, previniendo que pudiese ocurrir algo así: la necesidad de grabar algo de forma imprevista, sin capacidad para preparar el equipo de cámara oculta. Así que adquirí un teléfono con sistema de grabación en vídeo mpeg4, que permitía una calidad similar a la cámara oculta. Y ahora aquella inversión se veía recompensada. Cuando pregunté por qué no me habían avisado con tiempo para prepararme un poco, la respuesta fue tan contundente como razonable:

—Razones de seguridad. Así seguro que nadie va a seguirte...

Habían pasado más de quince meses desde que Sidi me había hablado por primera vez de los cursos clandestinos de adiestramiento, los mismos cursos en los que se habían formado, extraoficialmente, miembros de ETA o de las FARC en Venezuela. Y ahora yo iba a seguir los mismos pasos que habían recorrido antes los terroristas vascos o colombianos.

Tardamos un buen rato en llegar a nuestro destino, después de hacer un par de paradas. No puedo afirmar con un cien por cien de seguridad la ubicación del campo al que me llevaron, aunque estoy bastante seguro de que era una instalación oficial e intuyo cuál... Pero sí puedo afirmar que yo no recibí ningún apoyo institucional por parte del gobierno de Chávez, ni económicamente, ni en mi formación paramilitar. Y este es un matiz importante. No se trata de que el gobierno me hubiese aceptado formalmente como aspirante a terrorista palestino, sino que simpatizantes de la causa palestina, como lo eran de la independencia de Euskal Herria o de la guerrilla colombiana, habían aceptado mi solicitud de formación en tácticas de combate revolucionario. Y se daba la circunstancia de que mis instructores, además de simpatizantes de las causas insurgentes y revolucionarias, eran oficiales del ejército venezolano. Y las armas y los cargadores que estaba pisando en el suelo de aquel vehículo también habían salido de los arsenales del ejército.

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