—No —dijo, brevemente—. No, no has fallado.
Se volvió bruscamente sobre sus talones y desapareció en la cabina, cerrando furiosamente las cortinas a sus espaldas.
No había dado más instrucciones al capitán de la barcaza. Permaneció sentado en las tinieblas de la cabina, teñida de azul, con las rodillas recogidas y apretando los ojos, meciéndose para calmar la humillación y el enojo que ahora se dirigía a sí mismo. «Nunca antes había golpeado a un miembro de mi personal", pensaba, atormentado. "He reprendido, he gritado. En muchas ocasiones he estado a punto de perder los estribos, pero nunca había golpeado. ¡Y a Amek! Un hombre de tan silenciosa lealtad y eficiencia, un hombre que me ha escudado y protegido durante muchos años.» Se mordió los labios, sintiendo que la barcaza se desprendía del lodo con una leve sacudida. El capitán gritó una orden.
«De nada servirá volver a disculparme", continuaba pensando Khaemuast. "El daño ya está hecho. Jamás podré borrar este momento de furia demencial. ¿Y contra qué?" Recostó la cabeza contra la mampara de la cabina, de cedro fragante, y abrió los ojos "Contra una mujer. Una mujer que se me ha escapado. Amek cumplió con su deber, y luego rechazó a faltar una ley de Mañt obligándola a presentarse ante mi.»
Oyó el golpe vacilante de Kasa en la pared de fuera y se dominó.
—¡Pasa!
El hombre apartó la cortina y entró con una reverencia.
—Por falta de otras órdenes, el capitán continúa el curso hacia el embarcadero de mi señor Si-Montu, Alteza —dijo—. ¿Deseas algo?
Khaemuast dominó un impulso de estallar en risas histéricas. «Deseo ese enfurecedor espejismo de mujer. Deseo borrar esta última hora. Deseo el bálsamo de mi alma, que yo creía completamente seguro.»
—Tráeme agua —dijo— y dátiles.
Había estado a punto de ordenar que la embarcación volviera a la casa, pero de pronto le pareció irresistible la idea de contar todo a los oídos de su hermano favorito. Bebió el agua que Kasa le servia y mordisqueó unos cuantos dátiles, cavilando. Ben-Anath saludó a su cuñado con el afectuoso abrazo de costumbre y le instaló en el jardín, a la sombra de un gigantesco sicomoro. Después de asignarle un sirviente, se disculpó por verse obligada a dejarle momentáneamente solo y, con una reverencia, entró nuevamente en la casa. Para Khaemuast fue un alivio. Ben-Anath era una compañía agradable, pero en su estado de ánimo no se sentía capaz de mantener una conversación familiar cortés. Pidió cerveza al criado e intentó beberla a pequeños sorbos, aunque habría querido hacerlo a grandes tragos y pedir más. Esa tarde, calurosa y frustrante, sólo deseaba emborracharse. Pero necesitaba todavía más hablar con Si-Montu.
Por fin llegó su hermano, cruzando el prado a grandes pasos. Era obvio que había estado trabajando en los viñedos y acababa de tomarse un descanso para lavarse y cambiarse la faldilla. Exceptuando la banda de lienzo blanco que rodeaba su gruesa cintura, estaba desnudo. Su cuerpo moreno era macizo y formidable, no por manejar el arco, practicar lucha o conducir carruajes, sino porque sudaba junto a sus labradores. Su presencia fue un enorme consuelo para Khaemuast, que se levantó para besarle en la mejilla húmeda y barbuda. Si-Montu le indicó por señas que volviera a ocupar los almohadones esparcidos en la esterilla de juncos y se sentó a su lado.
—¿Cómo es esto? —recriminó—. ¿Bebes cerveza en medio del mejor viñedo de Egipto? Las uvas se marchitarán de disgusto, Khaemuast. ¿Cómo estás? ¡Trae una jarra de la cosecha del quinto año! —gritó al sirviente.
Luego clavó en su hermano una mirada intensa, demasiado penetrante. «Si-Montu puede tener aspecto de campesino y gritar como los marineros", reflexionó Khaemuast, "pero no es una cosa ni otra. Es un príncipe, educado para la realeza de esta tierra. Son demasiados los que lo olvidan».
—Si hoy comienzo a beber vino, no lo voy a dejar, Si-Montu —confesó—. En cuanto a cómo estoy, ocupémonos primero de los asuntos del faraón. Luego quiero hablar contigo.
Su hermano asintió con un gesto ecuánime. Khaemuast siempre había agradecido a Si-Montu aquella pronta aceptación suya, aquella renuncia a entrometerse.
—Muy bien —sonrió éste—. Podemos atender en poco tiempo el asunto de nuestro padre. Este año la cosecha de uvas será enorme, siempre que pueda dominar el añublo desde el principio. La fruta se está dando muy bien, en racimos muy pequeños pero apretados. Sin embargo, las hojas y algunas de las viñas se están poniendo negras. Podrías echar un vistazo, ya que eres médico, y tal vez recetar algo con lo que yo pudiera intentar detenerlo. ¡Ah!
Hizo una seña al criado, que había aparecido con una bandeja, una jarra sellada y polvorienta, y dos tazas de alabastro. El sirviente le ofreció la jarra para que él mismo inspeccionara el sello, luego lo rompió y escanció el vino. Khaemuast contempló aquel liquido denso y oscuro, súbitamente inundado de luz, que caía en las tazas. Si-Montu levantó un dedo admonitorio.
—Ahora, una sola taza. Luego inspeccionarás las viñas y enviarás a nuestro padre la factura por tus servicios. Luego, otra taza. O lajarra entera, si así lo deseas. —Sonrió. Khaemuast, a su pesar, le devolvió la sonrisa—. Si lo prefieres así, haré que se lleven el vino después de que hayas bebido dos tazas. —Entregó la bebida a su hermano y levantó su taza—. ¡Por Egipto! ¡Que gobierne durante mucho tiempo sobre las únicas zonas del mundo que importan de verdad!
Khaemuast brindó también. El vino se le deslizó por la garganta, áspero, dulce y fresco. Una gran cosecha, en verdad. No tardó mucho tiempo en esparcir su noble calor por las venas del príncipe, quien por primera vez en aquel día se relajó y conversó con su hermano de familiares, enemigos, asuntos extranjeros (de los que Si-Montu sabía poco y se ocupaba menos) y sus diversas propiedades agrícolas.
Por fin Si-Montu se levantó. Recorrieron juntos muy cuidadosamente el viñedo. Khaemuast notó, con agrio humor, que su hermano no se había molestado en pedir un dosel. Caminaron los dos bajo el calor aplastante, tocando las hojas y analizando el problema. Khaemuast hizo algunas sugerencias con las que su hermano estuvo de acuerdo. Nadie sabia más que él sobre el cuidado y el cultivo de las uvas, pero aun así el médico podía ayudar.
Luego volvieron al jardín para tomar una segunda taza de vino. En cuanto estuvieron sentados, Si-Montu le invitó:
—Bien. Por tu aspecto, se diría que acabas de salir a espada limpia del Mundo inferior, matando a la Gran Serpiente para conseguirlo. ¿Qué te ocurre?
Khaemuast le contó todo. La herida, una vez abierta, manó copiosamente. Cuando al fin guardó silencio, el sol empezaba ya a ponerse. Durante todo aquel tiempo, Si-Montu le había observado sin hacer comentarios, emitiendo sólo algún gruñido ocasional. Cuando la voz de Khaemuast enmudeció, él yació su taza y volvió a llenar las dos. Luego, se tironeó distraídamente la barba.
Ben-Anath apareció en el vano de la puerta y se encogió de hombros. Si-Montu levantó dos dedos y su mujer, con una sonrisa, volvió a desaparecer a la sombra de la casa, débil aún, pero creciente. Khaemuast envidiaba aquella comunicación perfecta entre ellos.
—Cuando me enamoré de Ben-Anath —ofreció Si-Montu—, toda la corte intentó convencerme de que había enloquecido. Nuestro padre me hablaba durante horas enteras. Nuestra madre arrojaba a mis pies a cuantas mujeres deseables podía convencer, con halagos o amenazas. Por fin, se me eliminó de la línea de sucesión al trono. ¿Y crees que eso me importó? —Se echó a reír—. Ni un ápice. Ni por un momento. Todas mis energías eran para cortejar a mi mujer.
Khaemuast sonrió para sus adentros. La energía de Si-Montu era considerable; concentrada en una sola cosa, llegaba a ser casi irresistible.
—Ella era sólo la hija de un capitán sirio, pero ¡dioses, qué altanera! Le preocupaba la posibilidad de que yo me resistiera, porque mi decisión de desposaría me había despojado de casi todos los privilegios reales. Pero jamás he lamentado esa decisión. —Clavó en su hermano una mirada súbitamente seria—. ¿Tú amas así a Nubnofret?
—Bien sabes que no —respondió Khaemuast, sinceramente—. La amo hasta donde soy capaz de amar…
—Hasta donde ves el amor —interrumpió Si-Montu—, es decir, sólo hasta donde no ofrece peligros. ¿Y quién puede determinar cuál de nosotros es más feliz o más sabio? Considéralo con sensatez, Khaemuast. Tienes una esposa amante y una feliz familia. Estás desesperado y febril, quizá por primera vez en tu vida, por dormir con una mujer que no dejas de ver en las calles. Bueno, ¿y qué? Khaemuast le acercó la taza para que se la llenara. Si-Montu vaciló, pero él le hizo un gesto seco. El hermano, con un suspiro, la llenó hasta los bordes y continuó hablando:
—Muchos hombres han padecido ese mismo mal. Se llama lujuria, mi libresco hermano. Lujuria, eso es todo. Te atormentas por eso como si representara la destrucción de todo, incluido de ti mismo, pero no es así, desde luego. Tienes dos opciones. —Se limpió algunas gotas del liquido rojo en el bigote. Sus dedos romos y encallecidos se movían con aire pensativo—. Puedes continuar buscándola… y sabes que tarde o temprano la hallarás, ¿verdad? Entonces, podrás ofrecerle toda una serie de cosas gratas, hasta encontrar la llave que abra las puertas de su virtud, momento en el que podrás hartarte de ella. De lo contrario, puedes apartarla de ti cada vez que se filtra en tus órganos vitales; dentro de seis meses no lograrás explicarte por qué te creaste tantos problemas. —Miró de soslayo a Khaemuast—. Desde luego, también podrías pasar la vida preguntándote qué te perdiste, pero eso no está en tu temperamento, querido hermano.
«En otros tiempos no estaba en mi temperamento", pensó Khaemuast, "pero estoy cambiando. No me gusta y tal vez no pueda hacértelo comprender, Si-Montu, pero no creo que pueda dominarlo más».
—¿Y qué harías tú? —preguntó en voz alta.
—Yo se lo diría a Ben-Anath —fue la rápida respuesta—. Y ella me respondería: «Raquítico hijo de un faraón disecado, si no soy suficiente mujer para ti, ve y hártate en las calles. Y cuando vengas a mi arrastrándote, dispuesto a admitir que no hay en el mundo mujer como yo, te dejaré dormir en las cocinas, entre las pequeñas esclavas que, por entonces, te habrás habituado a tratar como a iguales». Pero ocurre —concluyó Si-Montu, con sencillez— que aún no deseo a ninguna otra mujer como deseo a mi esposa. ¿Quieres mi consejo?
Khaemuast asintió con la cabeza, mudo.
—Deja de perseguir a ese fantasma, empieza a dar a Nubnofret lo que le corresponde por bella y por docilisima esposa… y cierra esa tumba.
Khaemuast parpadeó. Pese a los suaves vapores de vino que flotaban placenteramente en su cerebro, acusó el impacto. Si-Montu le miraba con fijeza.
—¿La tumba? Te he contado las preocupaciones que me causa, pero no tiene nada que ver con mi dilema actual.
—¿No? —preguntó Si-Montu—. Yo no estoy tan seguro. Tratas a los muertos con mucha arrogancia. Tu búsqueda de conocimientos, Khaemuast, es cortés, pero también es implacable. Te crees a salvo porque restauras y haces ofrendas, pero ¿nunca se te ha ocurrido pensar que los muertos pueden desear sólo estar en paz? ¿O que cuanto tomas no es, en verdad, igual a lo que crees dar? No me siento tranquilo con respecto a esa última empresa tuya. Ciérrala.
Khaemuast sintió que el miedo le apretaba el corazón. Si-Montu, con su habitual facilidad para acertar inconscientemente en el origen de los problemas, acababa de expresar sus propios temores con una lucidez de la que él mismo carecía.
—No creo que haya ninguna relación —replicó, pronunciando las palabras con cuidado, porque se estaba embriagando y porque no decía la verdad.
Si-Montu se encogió de hombros.
—Probablemente tengas razón —aceptó, indiferente—. Ya es hora de cenar. Te quedarás, por supuesto. Esta noche no tengo huéspedes aburridos, a diferencia de lo que ocurre en tu casa, donde me veo obligado a pasar las comidas bostezando.
Se levantaron para caminar hacia la casa, en el crepúsculo. Khaemuast se sentía, mucho mejor, pero había en él una simiente de rebeldía. Si-Montu no tenía derecho a acusarle de algún modo de violación… Si-Montu, que nada sabía de la historia ni de lo precioso de las cosas raras; Si-Montu, que nunca había desempeñado un papel de sacerdote. Él, Khaemuast, no violaba. En cuanto a la mujer…
Entró en el comedor de su hermano ante la sonrisa de Ben-Anath y ocupó su lugar en la mesita que le habían preparado. En cuanto a la mujer, la hallaría, tal como su hermano había dicho. Fuera o no lujuria, ella creaba en él un sentimiento que nunca había experimentado antes y que estaba decidido a explorar. No tenía intención alguna de revelar nada a Nubnofret. Ella no lo comprendería. ¿Y los dioses?
Por fin sucumbió a los incitadores efectos del vino. Si los dioses hubieran decidido castigarle o demostrarle que sus estudios les parecían insultantes, lo habrían hecho mucho tiempo antes. ¿Acaso no los trataba él como a amigos? Levantó la taza, pidiendo más vino, y cayó sobre el primer plato de la excelente cena que habían preparado los cocineros de Ben-Anath. Un arpista empezó a tocar. Khaemuast disfrutaba de la velada, disfrutaba plenamente por primera vez en varios meses.
A la mañana siguiente, se despertó tarde, en el cuarto de huéspedes de Si-Montu, recordando vagamente lo ocurrido la noche anterior. El sirviente enviado por su hermano para bañarle, vestirle y llevarle la comida le dijo que durante la cena habían despachado un mensaje a su esposa y que sus hombres estaban bien atendidos.
Khaemuast buscó a Ben-Anath y le agradeció su hospitalidad. Luego reunió a su servicio y emprendió el regreso. Si-Montu estaba ya en los viñedos. «No recuerdo desde cuándo no bebía tan libremente", se dijo el príncipe, reclinándose contra la cabina de la barcaza. "Pero el vino de Si-Montu es muy bueno, desde luego. No me duele la cabeza, sólo tengo una sensación de flotar y una leve falta de equilibrio.»
Entonces, lo recordó. También había bebido mucho, aunque no tanto como la noche anterior, durante el banquete en el palacio de su padre, aquella velada en que le había lío abordado el anciano del pergamino. Ése si que era un asunto raro. Sus pensamientos continuaron su curso, mientras los remeros pujaban contra la corriente, levantando chorros de agua refulgente a la luz del sol. «Perdí el pergamino. ¡Qué pena!, me siento culpable por tanto descuido. Bueno, ése es un asunto terminado y cerrado. No debo beber otra vez en exceso.»