—No, Alteza —respondió la mujer, disimulando un bostezo—. La princesa se retiró hace más de una hora.
Khaemuast vaciló una vez más, y luego entró en la sala de recepción de Nubnofret. Sólo una lámpara ardía en la mesa del rincón, pero bastó para mostrarle la profusión de almohadones, cajas de cosméticos, flores marchitas y tazas de vino abandonadas, muestra de que había pasado una agradable velada con sus amigos. Por una vez y contra su costumbre, había permitido a los sirvientes, sin duda exhaustos, recoger los restos del desorden a la mañana siguiente.
—Gracias, Wernuro —dijo—. Duerme aquí fuera. Yo te despertaré cuando me vaya.
Wernuro hizo un gesto de obediencia, pero él se dirigía ya hacia la puerta más alejada, que la servidora había dejado entornada. Más allá, en un cuarto más amplio, yacía Nubnofret, envuelta en las sábanas de su diván. Khaemuast observó el lento subir y bajar de su respiración. El aire estaba perfumado por las flores de manzano que alguien había puesto en una mesa, a su lado, y aquel aroma le produjo un efecto extraño. Se acercó suavemente al diván para sentarse en el borde, recordando todos los viajes de primavera que había hecho a la ciudad del faraón y, con ello, la cascada de antiguas emociones durante mucho tiempo dormidas, su niñez y su juventud, transcurridas en el palacio.
—Nubnofret —susurró—, ¿estás despierta?
La respuesta fue un murmullo. Nubnofret se dio la vuelta y la sábana se le deslizó hasta la cintura. La túnica de dormir era muy fina y la mirada de Khaemuast se fijó en los pechos grandes, ya fláccidos, de areolas oscuras y pezones permanentemente erectos. Le llegó su calor y el olor de su cuerpo. Estremecido, se ciñó el manto a los hombros. El cabello de su esposa, surcado ya por algunas vetas grises, se amontonaba sobre las almohadas. Su cara, en reposo, era suave y serena.
Khaemuast recordó los primeros días de su matrimonio, los tiempos en que hacían el amor con frecuencia, a veces más para conocerse que por pasión; pero habían sido buenos. «Ninguno de los dos podía calificarse de espontáneo", caviló, »pero a veces se apoderaba de nosotros cierta alegría traviesa que nos hacia buscarnos como niños deseosos de jugar. ¿Lo recuerda ella? ¿Desearía acas9 que volviéramos a estar así de unidos? ¿O, por el contrario, disfruta de sus muchos deberes y considera aquellos días como parte de una juventud felizmente acabada? Ella sabe que rara vez molesto a mis concubinas. ¿Alguna vez, en su diván de casa, languidece por mi cuerpo? Todavía hacemos el amor, pero siempre formalmente, como para rascarnos un escozor ocasional.
Oh, Nubnofret, madura y severa, ¿adónde se ha ido el tiempo?".
Su impulso se había desvanecido. Al levantarse él, Nubnofret se movió y murmuró algo; él se giró para mirarla, pero continuaba dormida. Mandó a Wernuro volver a su rincón y retornó a sus habitaciones.
A la mañana siguiente se hizo vestir, adornar con joyas y pintar con cuidado. Acompañado por Amek, Ramose e Ib, se encaminó a visitar a su madre. Astnofert conservaba aún el titulo de emperatriz, que le había sido otorgado a la muerte de la gloriosa Nefertari, favorita de Ramsés durante veinte años. Nefertari era hermana de Ramsés por ambas ramas y, por lo tanto, tía de Khaemuast; Astnofert, en cambio, era sólo medio hermana. Tenía ya cincuenta y nueve años, y había dejado de acompañar a su esposo como reina, pues estaba reducida al lecho. Ramsés había desposado también a la hija que había tenido con ella, Bint-Anath, hermana menor de Khaemuast, que era principal esposa real desde hacia diez años y a los treinta y seis revelaba un extraño parecido con la difunta Nefertari. Otra reina, Merietamón, hija de Nefertari, compartía también la cama de su padre, pero todo el afecto de Ramsés era para Bint-Anath. Khaemuast detestaba aquel nombre semita, pero tenía cariño a su hermana, pues era despierta e inteligente, aparte de ridículamente hermosa. No se veían con frecuencia ni intercambiaban cartas, pero sus pocas entrevistas eran siempre afectuosas.
Khaemuast la buscó con la vista mientras caminaba tranquilamente por el palacio, acompañado por su cortejo y precedido por Ramose, que iba anunciando su presencia, en dirección a las habitaciones de las mujeres, donde Astnofert yacía en un solitario esplendor. Divisó por un momento a Merietamón, que pasaba caminando con su altanero perfil, rodeada de guardias y cortesanas parlanchinas, pero no vio a su hermana. A la entrada de la zona de las mujeres dejó a Amek y Ramose para entrar sólo con Ib.
Las habitaciones de su madre no estaban muy apartadas en el harén. Las puertas acostumbradas, que las separaban del largo pasillo, se abrían a cuatro espléndidos aposentos de magnifico tamaño y lujoso mobiliario. La cuarta habitación, más pequeña e íntima que las otras, conducía directamente a una galería cubierta y, más allá, a los jardines del harén. A Astnofert le gustaba que la llevaran durante el día a un diván instalado allí, para poder contemplar los movimientos del viento entre los árboles y la actividad de las mujeres, que llenaban la hierba con sus pasatiempos, chismorreando para pasar los días, a veces tediosos, o celebrando fiestas en las que corría el alcohol, en el atemporal calor de las noches de verano. Allí la encontró Khaemuast: una dama delgada, de cabello gris, incorporada sobre sus almohadas, con la cara amarilla y sin pintar vuelta hacia los intensos rayos del sol. En un rincón del cuarto, una arpista tocaba una plañidera melodía. Cuando Khaemuast se aproximó, una sirvienta comenzó a reunir los conos y los carretes del tablero en que había estado jugando con la emperatriz y Astnofert giró la cabeza para saludarle. Pese a su debilidad física, el gesto mostraba aún toda la gracia y la majestuosidad que habían hecho de ella una belleza famosa en los días de su juventud. Sonrió con dificultad y Khaemuast se inclinó para besarle la mano marchita y los labios.
—Bien, Khaemuast —dijo ella, pronunciando las palabras con dureza en su esfuerzo por hacerlo con corrección—, me han dicho que Ramsés te ha convocado para que le saques de las espinas de otra maleza conyugal. Parece disfrutar con los pinchazos, ¿no es así?
Otra criada había acercado silenciosamente una silla para el príncipe, que se dejó caer en ella, mientras se inclinaba hacia delante para inspeccionar las facciones de su madre. No le pasó desapercibido el temblor de sus dedos ni la creciente opacidad de sus ojos.
—Creo que se mete en problemas para divertirse después con los juegos diplomáticos, madre —replicó, riendo entre dientes—. ¿Cómo estás? ¿Tienes dolores?
—No, pero deberías hablar con mi médico sobre la pasta de amapola que me recetaste para calmarlos. —La mujer despidió a la servidora con un leve ademán de la mano y ésta se retiró llevándose el tablero. Luego Astnofert se volvió hacia su hijo—. Ese condenado brebaje ya no me apaga las punzadas como antes. Temo que el médico haya perdido la receta que le diste.
Khaemuast consideró la posibilidad de mentirle, pero cambió de idea de inmediato. Su madre agonizaba lentamente y lo sabía.
—No es la receta lo que falla, ni tampoco tu médico —respondió con serenidad—. Cuando se toma amapola día tras día, comienza a perder su eficacia; mejor dicho, el cuerpo se habitúa a ella y necesita más cantidad para obtener el mismo resultado.
Ella asentía, con los ojos nublados, pero alertas, fijos en él.
—Gran parte de lo que proviene de Siria es una abominación para mí, como bien sabes, emperatriz, pero la amapola es una gran bendición. Si la tuya fuera una dolencia pasajera, si estuvieras bajo el efecto de una maldición que yo pudiera quitar poco a poco, me negaría a permitir que siguieras tomándola… —Aquí vaciló, pero aquellos ojos grisáceos, cuya parte blanca estaba oscurecida por la enfermedad, no parpadearon. Continuó—: Pero estás agonizando, madre. Ordenaré inmediatamente al médico que te dé tanta amapola como desees.
—Gracias —replicó ella, con la boca torcida en una semisonrisa—. Tú y yo siempre hemos sido francos el uno con el otro, querido mío. Bien, ahora que hemos terminado con el tema de mi salud, cuéntame por qué se te ve tan ojeroso.
Él la miré fijamente, con inseguridad. Fuera se oyó el súbito estallido de unas agudas risas femeninas y un grupo de jóvenes concubinas pasó ante ellos, llevando a tres monos recién bañados que intentaban vanamente sentarse para atusarse el pelaje. Mientras Khaemuast tomaba aliento para responder a su madre, dos mirlos penetraron en el cuarto trinando y describieron un círculo antes de volar de nuevo hacia los árboles, en unas bandas de color iridiscente. De repente, el príncipe sintió un violento deseode ser uno de ellos, de volar libremente y sin trabas hacia el vasto cielo caliente, lejos de aquella habitación donde la muerte reptaba, invisible, hacia la mujer que le había dado la vida.
—En realidad, no lo sé —dijo, por fin—. La familia está bien.
—Sí. Nubnofret pasó anoche a entretenerme un rato.
—… y mis fincas prosperan. Mi padre no pretende de mi más que lo de costumbre…
Ella rió. Fue un sonido seco y torturado, pero lleno de humor.
—¡Y eso significa, desde luego, que lo espera todo!
—¡Aun así! —Khaemuast esbozó una sonrisa y luego volvió a la seriedad—. Pero…
No pudo terminar. Por fin, intentó encogerse de hombros.
—Dedícate a buscar un esposo para la pequeña Sheritra —le aconsejó ella—. Necesitas una tarea nueva y tienes ésa debajo de la nariz.
Él no mordió el anzuelo. Estaba de acuerdo con su madre en todo, salvo en lo relativo a su hija, tema en el que ella se aliaba enfáticamente con Nubnofret.
—En realidad, tengo un proyecto nuevo que me espera en casa, en la planicie de Saqqara —comenté él, melancólico—, si es que alguna vez me permiten dedicarme a eso. ¿Has visto a mi padre, últimamente?
Ella no insistió en el asunto de Sheritra.
—Viene a visitarme una vez a la semana —respondió—. Y conversamos sobre temas triviales. Me ha dicho que ya está terminada la estela erigida en las canteras de Silsileh, en la que aparece con nosotros: tú, yo, Bint-Anath y Ramsés como heredero. Me gustaría poder asistir a la inauguración.
«Puedes estar seguro de que mi querido hermano Ramsés no dejará de asistir», estuvo a punto de decir Khaemuast, agriamente. Pero no lo hizo. De los pocos placeres que aún estaban al alcance de su madre, el mayor era ver a uno de sus hijos varones ocupar el futuro trono de Egipto, en vez de un vástago de Nefertari.
—¿Está en la corte mi hermano Merenptah? —preguntó.
—No, no lo creo. Está de viaje por el sur, vigilando alguno de sus proyectos de construcción. Probablemente te visite cuando pase por Menfis, de regreso.
—Supongo que sí.
Quedaba poco que decir. Khaemuast, tras algunos minutos de conversación ociosa, se levantó para darle el beso de despedida. La mano de su madre estaba fría y correosa. La apreté por un momento entre las suyas y, de pronto, sintió ansias de sentir el sol caliente contra la piel, de elevar la cara al cielo y cerrar los ojos contra la cegadora gloria de Ré.
Al salir del harén tomó un atajo en dirección al jardín privado de la familia. Estaba desierto. Se aproximaba el mediodía y las sombras, bajo los sicomoros, eran leves y breves. La superficie del estanque para los peces tenfa la quietud del cristal, y el agua golpeaba monótonamente los cuencos de las fuentes. Khaemuast sumergió los dedos en su fluir centelleante y descubrió que estaba sedoso y tibio. Sentía fuego del sol, quemándole poco a poco a través del lino rayado de su tocado, y lo acogía con placer. Tenía la convicción, curiosa e ilógica, de haber sido perdonado, de ser un prisionero al que ya no ejecutarían o un niño a quien dejaban salir fuera a jugar. Sus sentidos estaban abiertos a cada dulce ataque del entorno. Sin embargo, tenía la impresión también de estar sucio y contaminado, tras haber respirado el aliento seco y levemente ofensivo de su madre, al conservar en los dedos su contacto helado. Se agachó para hundir las dos manos en la cascada de la fuente y se inclinó hasta que el agua le lamió casi hasta los hombros. «La amo", se dijo, "no es eso. No quiero morir con el conocimiento de que todos los sueños resultan ser ilusiones». Empero, aunque permaneció allí mucho tiempo, contemplando sus manos distorsionadas por el agua en movimiento, no logró sentirse nuevamente limpio.
Tomó un almuerzo ligero, con Hori y Nubnofret. Hori, que había dormido hasta tarde, iba a ir a la Casa de la Vida con Antef y después visitaría en litera los mercados de la ciudad; Nubnofret había recibido una invitación de la Esposa Real Merietamén para navegar durante la tarde con ella por alguno de los tributarios menores del Nilo.
Khaemuast escuchó aquellos planes sin prestar mucha atención, su mente estaba ya ocupada por el inminente encuentro con su padre. Comió poco, hizo que Kasa le cambiara las ropas y partió, con su escolta, rumbo al despacho privado del faraón.
Cuanto más se acercaba al corazón del poder, dentro del palacio, más atestados veía los pasillos y las salas de espera. Hubo de aminorar el paso a menudo, mientras Ramose alzaba la voz un poco más para que funcionarios menores y nobles, esclavos, sirvientes y extranjeros se arrojaran al suelo en señal de reverencia. Al fin, se hallé ante el oasis de paz en que Ramsés atendía sus negocios, tras el vasto salón del trono, donde se sentaba a recibir la adulación de ciudadanos y embajadores por Khaemuast aguardó a que el jefe de heraldos le anunciara. Le hicieron pasar inmediatamente. Caminó hacia el enorme y desordenado escritorio, tras el cual su padre ya se estaba poniendo de pie, tomando nota mentalmente de los presentes. Allí estaba Tehuti-Emheb, el escriba real, hombre de pocas palabras, pero de personalidad poderosa, que conocía como nadie la mente de su señor y el verdadero estado de salud de Egipto. Se encontraba ya arrodillado, con la paleta sobre el mosaico de lapislázuli azul oscuro, salpicado de oro. Urhi-Teshub, el embajador de Khatti, que enmarcaba su imponente rostro con un sombrero cónico y su negra barba rizada, se había inclinado apenas al blanco rayo de sol que caía desde la alta ventana. Ashahebsed, también tendido en tierra, sonreía fríamente.
Con un gesto mudo, Khaemuast indicó a todos que se levantaran. Se acercó a Ramsés y se prosternó para besar los pies enjoyados y los largos dedos airosamente ofrecidos. Luego se incorporó y abrazó a su padre. Los sirvientes, hasta entonces inmóviles alrededor de los muros, surgieron súbitamente a la vida y por un momento el escritorio quedó rodeado por un torbellino de silenciosa actividad. Abrieron el vino y lo escanciaron después de que Ashahebsed lo probara, una prístina pila de servilletas apareció en el borde de la mesa y acercaron discretamente el agua perfumada, rosada y caliente, que servía para lavarse los dedos, colocándola lejos de los pergaminos amontonados ante el faraón, junto a varios platos de diversas exquisiteces que llenaron la nariz de Khaemuast de aroma de cardamomo y canela. Los sirvientes se retiraron después, doblados en dos, sin que Ramsés les prestara atención.