—No tienes buen aspecto, Khaemuast —comentó su padre, con su voz lacónica y cultivada—. El médico detesta siempre probar sus recetas, ¿no es así? Bebe un poco de vino y despierta tu ingenio, príncipe. Me alegro de verte.
¿Había reproche en aquella voz meliflua? Khaemuast miró afectuosamente aquellos ojos claros y brillantes, rodeados de denso kohol. El faraón Lucía unos largos pendientes de jaspe y oro, que se bamboleaban contra su fino cuello, tocando casi los hombros adornados de oro. La cobra y el buitre del reinado supremo se alzaban sobre su frente, en la banda de oro que mantenía en su sitio el casco de lino rojo; la nariz, enojosamente aguileña, y los labios, delicadamente finos, dieron a Khaemuast la renovada impresión de que su padre se parecía a Horus, el poderoso dios halcón. Estaba exquisitamente acicalado, desde las manos enjoyadas y teñidas con alheña hasta las bien recortadas uñas de los pies. Al verle tomar asiento, acomodando la amplia túnica a su alrededor y reposando las manos sobre el escritorio, Khaemuast admiró, divertido, sus calculados movimientos.
Ramsés era vanidoso y dado a las manipulaciones, pero poseía también, pese a sus sesenta y cuatro años, un indudable magnetismo.
—Aunque anoche no cenaste conmigo —prosiguió el faraón, cruzando los dedos uno a uno—, sé que pudiste completar la pequeña tarea que te encomendé. Sutekh volverá a recibir este año lo que le corresponde. Ordenaré que se le haga una ofrenda en tu nombre, para que contemple sólo tus hechos y no los sediciosos pensamientos que sin duda llenaban tu corazón cuando sellaste la orden de su asignación.
Khaemuast se echó a reír y los funcionarios rieron también, cortés y brevemente.
—Esta noche cenaré contigo, Poderoso Toro —prometió, hundiéndose en la silla que Ramsés le señalaba—. En cuanto al Poderoso Set, no tiene motivos para descargar su enojo contra mí. ¿Acaso no nos comunicamos cuando hago mis hechizos?
Ramsés inclinó la cabeza, haciendo centellear al hacerlo los ojos de cristal de la cobra.
—Desde luego. Y, ahora, pongamos manos a la obra.
Urhi-Teshub se removió detrás de Khaemuast y dio un paso adelante, carraspeando. Tehuti-Emheb hizo repiquetear sus plumas.
—¿Qué dificultades hay con las últimas negociaciones, padre? —preguntó el príncipe.
El faraón puso los ojos en blanco. Luego, clavé una gélida mirada en el infortunado embajador khatti e hizo una señal a su escriba. Khaemuast se volvió.
—Hattusil, rey de los khatti, solicita ahora que la dote de la princesa sea entregada a su llegada y no con anterioridad —explicó Tehuti-Emheb—. Su Majestad sufre de grandes dolores en los pies y, por lo tanto, la recogida de la dote es lenta. La sequía de su tierra ha interferido aún más en sus buenas intenciones.
—Buenas intenciones —interrumpió Ramsés, con sarcasmo—. Primero me promete la dote más grande que se ha pagado nunca, en su anhelo de aliarse con la Casa más poderosa del mundo. Después, pasan los meses sin que yo vea nada y, por fin, recibo una carta de la reina Pudukhepa, no de Hattusil en persona, fijaos, diciéndome sin la menor disculpa que se ha incendiado una parte del palacio —aquí resopló delicadamente—, por lo que se demora el primer pago.
—Majestad —protestó Urhi-Teshub—, yo mismo estaba presente cuando estalló el incendio. ¡La destrucción fue terrible! Mi Reina se vio en grandes aprietos, dado que mi Rey estaba lejos, para celebrar ceremonias para los dioses, pero no por ello dejó de escribirte. ¡Egipto no fue olvidado!
Su acento era gutural y su expresión, dolida.
—Tal vez no —contraatacó Ramsés—, pero el incendio ha sido un motivo muy conveniente para cambiar las condiciones del acuerdo. Ahora, mi querido hermano khatti se queja de que le duelen los pies, como si él debiera salir en persona de su ciudadela para perseguir a cada una de las cabras y a cada uno de los caballos de la dote. ¿No hay visires en su tierra? ¿No hay mayordomos competentes? ¿Acaso su esposa debe Ocuparse de todo?
Obviamente, el embajador khatti estaba acostumbrado a aquellas punzantes diatribas. Aguardé con serenidad, hundiendo las manos en su túnica de brocado, hasta que Ramsés hubo terminado, para hablar.
—¿Acaso Su Majestad duda de la honradez de su hermano? ¿Por Ventura lanza críticas contra el rey que ha respetado el Tratado de Kadesh firmada por su padre, pese a las presiones que recibe de Kadashman-Enlil, el rey de Babilonia, para que firme un nuevo tratado con él?
—Kadashman-Enlil es una comadreja escurridiza —murmuró Ramsés—, a pesar de nuestras renovadas relaciones diplomáticas. Y estoy enterado, Urhi-Teshub, de que lo que hace tu rey es reñir con el babilonio. —Mordió una torta de miel y almendras y masticó pensativamente; luego, sacudió con elegancia los dedos en el cuenco de agua—. ¿Por qué he de confiar en Hattusil? —preguntó, gruñendo—. Ha rechazado mi solicitud de revisar el tratado y darme una porción mayor de Siria, y luego me entero de que él mismo reclama esa parte que yo deseaba.
—La porción correspondió a Khatti desde el principio, ¡OH Divino! —respondió tu padre, el Osiris Seti, en términos muy claros…
Khaemuast suspiré para sus adentros. Urhi-Teshub había cometido un error al mencionar a Seti. El padre de Ramsés era una espina dolorosa para él. Había sido hombre de buen gusto y clara visión, sus monumentos y su obra más importante, el templo de Osiris en Abidos, desplegaban un arte de tan fina belleza que uno quedaba sin aliento al verlos. Y peor aún, Seti había triunfado en sus guerras, mientras que Ramsés, pese a sus protestas, había fracasado con bastante ignominia. Khaemuast escuchó las discusiones de ambos, sorbiendo pensativamente su vino. Cuando estuvo preparado, intervino en la conversación, poniendo cuidado de interrumpir al embajador y no a su padre.
—No veo la utilidad de todo esto —dijo, con firmeza—. Estamos aquí para llevar a victorioso fin las negociaciones matrimoniales. Con todo respeto, Urhi-Teshub, si quieres discutir la validez de antiguos tratados, puedes buscar otro momento.
El embajador se incliné con una sonrisa, obviamente aliviado. Khaemuast volvió su atención a Ramsés, que jugaba con su vino caprichosamente, aunque no sin gracia.
—Nuestro embajador, Huy, está en Hattusas —le recordó—. Envía un mensaje diciendo que estamos dispuestos a recibir la dote al mismo tiempo que a la princesa, siempre que Huy se encargue personalmente de comprobar que todos los regalos estén completos en el momento de la partida. No se puede culpar a Hattusil de incendios y enfermedades, sólo de la demora.
—Se jacta demasiado y durante mucho tiempo —comentó Ramsés—. Sugiero que pidamos un cinco por ciento de incremento en la suma pagada, para compensar estos retrasos. Después de todo, ese tributo se nos debe, sin ninguna duda. —Echó una astuta mirada de soslayo a su hijo—. No estoy seguro de que la princesa valga la pena de imponer estas tensiones a mi real corazón. Tal vez decida interrumpirlas y casarme, en cambio, con otra Babilonia.
—Hattusil podría hacer lo mismo si le dirigimos unas presiones innecesarias —objetó Khaemuast—. Como bien sabes, padre, se trata de una dote, no de tributos. Concede al Rey khatti el beneficio de la duda, pero deja en claro que debe cumplimentar debida mente su parte. No desearás parecer codicioso y tacaño, ¿verdad?
—Quiero lo que se me debe —resumió Ramsés, enfáticamente. Se reclinó en el asiento, con los hombros curvados por el peso del oro y la plata, dejando flojamente los enjoyados brazos sobre los soportes de la silla, tallados en forma de lomo de león—. Oh, muy bien. Tehuti-Emheb, escribe esa maldita carta para Huy y otra a Hattusil, expresándole mi disgusto por la demora y mi sospecha de que, simplemente, es demasiado pobre para justificar su jactancia, pero dile que aguardaré magnánimamente los frutos de estas negociaciones tan fatigosas.
—Su Majestad ha hablado apresuradamente —dijo Khaemuast al escriba, con lenta deliberación—. Suprime lo de las sospechas de Su Majestad.
El hombre asintió y se incliné sobre su paleta. Ramsés rió entre dientes.
—La reunión ha terminado —pronuncié—. Afuera, todos vosotros. Tú te quedas, Khaemuast.
El embajador hizo una reverencia y todos, incluido el escriba, retrocedieron de espaldas por el largo sal6n hasta salir por las puertas. Ramsés no aguardó a que desaparecieran para levantarse, haciendo una seña a su hijo.
—Manda venir a tu mayordomo con tu bolsa de medicinas —ordenó—. Hazte cargo, Ashahebsed. Pasa al cuarto interior y examíname, Khaemuast. A veces me duele el pecho cuando respiro, y en ocasiones me quedo sin aliento. También necesito una poción para la fatiga.
Sin esperar el acuerdo de su hijo, se puso en marcha, seguido de Khaemuast. El estado de su padre era irreversible, pero nunca se había atrevido a decírselo a pesar de que sabía que el faraón prescindiría alegremente de sus palabras. Estaba convencido de que viviría eternamente.
Alabado sea Thot…
la luna, bella al alzarse…
Él, que tamiza las pruebas,
y levanta las malas acciones contra quien las cometió,
el que juzga a todos los hombres.
La tarde estaba ya muy avanzada cuando Khaemuast acabó de examinar a su padre y, sin hallar cambios en su estado, le prescribió un elixir inocuo para su fatiga. Él también se sentía cansado, más por la tensión de las negociaciones que por la actividad física. Su horóscopo, que, como era mago, realizaba para él y el resto de su familia al comienzo de cada mes, le advertía que el último tercio del día iba a ser portentoso, ya por afortunado, ya por una horrible mala suerte, según fuesen sus propios actos. La ambivalencia de la predicción le fastidiaba, pensé al recordarla cuando volvía a sus aposentos dispuesto a dormir hasta la hora de la cena. Solía disfrutar en los grandes banquetes del faraón, pues invariablemente incluían a invitados de todo el mundo, entre los cuales había otros eruditos, magos y médicos con los cuales podía conversar y discutir. Pero aquella noche, el extraño pronunciamiento de su horóscopo acecharía tras cualquier contacto agradable que pudiera establecer.
Las habitaciones privadas de su familia estaban desiertas. Khaemuast no se molestó en llamar a Kasa para que le desvistiera. Se quité las ropas, tomó un largo sorbo de agua de la jarra grande que nunca faltaba en el aireado corredor y se dejó caer con alivio en su diván.
Una hora después del atardecer, tras ser anunciados, entró con Nubnofret, Hori y todo su cortejo en el más grande de los salones de recepción de Ramsés. El golpe del bastón del heraldo contra el suelo hizo enmudecer todas las conversaciones hasta que los títulos completos de Khaemuast fueron enumerados, pero el bullicio se reanudé en cuanto él y sus acompañantes entraron en el salón. Khaemuast tuvo la sensación de estar vadeando en ruido.
Había allí cientos de personas vistosamente ataviadas, formando grupos o paseándose, con las tazas de vino en la mano, conversando y riendo. Sus voces resonaban contra los pilares de papiro y el techo espolvoreado de estrellas plateadas, en poderosas ondas de sonido.
Una esclava joven, con una cinta azul y blanca alrededor de la cintura por toda vestimenta, se acercó a hacerles una reverencia y deslizó alrededor de sus cabezas unas guirnaldas de lotos rosados y acianos azules. Otra les ofreció unos conos de cera perfumada para atarlos a las pelucas. Khaemuast se agachó de buen humor para dejar que las suaves manos de la muchacha lucharan con la cinta mientras investigaba con la mirada a la multitud.
Bint-Anath se aproximaba a ellos, vestida con una túnica escarlata llena de pliegues que caía hasta el suelo. Sus delgados hombros asomaban bajo un voluminoso manto de frunces blancos y los largos bucles negros de su peluca relucían ya con la cera fundida. La esclava se alejó y Khaemuast se inclinó ante la Esposa Principal de Egipto.
—Saludos, hermano —exclamó Bint-Anath, afectuosamente—. Me quedaría a conversar contigo, pero en realidad es con Nubnofret con quien deseo charlar. Hace mucho tiempo que no la veo, discúlpame.
Era como una diosa, como la misma Ator. Se movía con ligereza entre el círculo de reverencias que los huéspedes formaban, seguida por dos enormes guardias de imponente estatura y por un cortejo de mujeres exquisitamente vestidas y pintadas.
—Cada vez que te veo estás más hermosa, Bint-Anath —comenté Khaemuast, con gravedad—. Te disculpo, claro. En cambio, puedes escribirme una carta.
Ella le dedicó una deslumbrante sonrisa y se volvió hacia Nubnofret. Las mujeres que la acompañaban ya no charlaban entre sí, sino que desviaban unas miradas furtivas hacia Hori; apartaban la vista y volvían a fijarla en el incomparable rostro del joven, en su cuerpo oscuro y musculoso. Él les sonrió con simpatía y Khaemuast, al sorprender una mirada de Antef, le guiñó un ojo. Una de las muchachas, más audaz que las otras, se acercó al grupo familiar y, tras hacer una reverencia a Khaemuast, habló directamente a Hori.
—Puesto que hace sólo dos días que estás en Pi-Ramsés, quizá te falte una compañera para cenar, príncipe —sugirió—. Soy Nefert-khay, hija de May, el arquitecto del faraón. Sería agradable para mí entretenerte mientras comes y quizá cantar después para ti.
Khaemuast notó divertido que la rápida valoración inicial de Hori se convertía en un lento interés, según iba apreciando los pechos altos y la fina cintura de Nefert-khay bajo la túnica amarilla, sus oscuros ojos rodeados de kohol y su boca húmeda. El joven inclinó la cabeza.
—Si eres hija de May, también debes disfrutar del privilegio de cenar en la primera fila, junto al estrado —comenté—. Condúceme allí, Nefert-khay, y nos dispondremos a comer en cuanto anuncien al faraón. Tengo apetito.
Se alejaron, abriéndose paso con facilidad por entre la multitud, y Khaemuast los siguió con la vista. Antef se había esfumado discretamente, pero el príncipe comprendió que, si bien Hori podía cenar alegremente con la muchacha, embriagarse con ella, besarla, llenarla de halagos y quizás hasta ensayar algunas caricias más urgentes en la intimidad de los amplios jardines, terminaría su velada holgazaneando junto al río o en sus habitaciones, en compañía de Antef.
Khaemuast sabía que a su hijo no le atraían los hombres, aunque alguno pudiera sentirse atraído por él. Contemplaba con gusto y aprecio a las jóvenes que se apiñaban y a su alrededor, pero sus emociones no participaban de ello ni, por lo tanto, su cuerpo. Éste, para Hori, no podía operar sin aquéllas.