—Princesa —exclamó.
Sisenet le hizo una reverencia y desapareció.
—Quise pasear un poco antes de acostarme —explicó Sheritra—. La noche es muy bella y, además, he comido demasiado en la cena.
Tbubui le devolvió la sonrisa y le dejó paso.
—Que duermas bien, princesa —dijo, amablemente.
La muchacha la saludó con la cabeza y pasó junto a ella.
Cuando llegó a su alcoba, le inspiró un oscuro alivio saber que su guardia ocupaba su puesto junto a la puerta, firmemente cerrada por Bakmut. Se sometió a los cuidados de su sirvienta y se deslizó entre las sábanas, abstraída. No le preocupaban tanto las palabras que había oído sino las emociones que expresaban: fiereza en Tbubui, frialdad en Sisenet. Había percibido alrededor de ellos un clima turbulento, completamente ajeno al humor que reinaba habitualmente en la casa. «¿De qué diantre hablaban?", se preguntó. "¿Quién es el vulgar sirviente?» Ella también había caído rápidamente en la costumbre de dar secamente las órdenes al personal sin siquiera mirarles, hasta el punto de que parecían formar parte del mobiliario. Las voces de los sirvientes que había llevado consigo le eran doblemente gratas en comparación con la ausencia absoluta de respuesta que hallaba siempre en los criados de Sisenet. Se incorporó, siguiendo un impulso.
—Bakmut, tráeme mi horóscopo para Phamenoth —ordenó.
La muchacha abandonó su esterilla y se aproximó a uno de los arcones alineados contra la pared. «Ni siquiera le he echado un vistazo", pensó Sheritra. "Papá me dijo que no era bueno, pero no importa, porque pronto llegará Pharmuti." Sin embargo, tomó el papiro de manos de Bakmut y lo desenrolló con temor. Tal como Khaemuast había dicho, era uniformemente desfavorable. "Hoy no te levantes del diván… Esta noche no comas carne… Pasa la tarde orando y no duermas si quieres evitar la ira de los dioses… Recuerda que el Nilo es tu refugio… Aléjate del amor como de la enfermedad…»
Sheritra dejó enroscarse el papiro y se lo arrojó a la criada.
—Guárdalo —dijo, volviendo a acostarse.
«¿Cómo puede ser el Nilo mi refugio", se preguntó. "¿Por qué debo alejarme del amor? ¿Del amor de quién? ¿De mi padre, de Tbubui, de Harmin?» Se quedó dormida con aquellas preguntas, aún sintiendo el escozor de intranquilidad que le había provocado la conversación entre Sisenet y Tbubui. Por primera vez no pudo descansar sin interrupciones. Se despertó varias veces, con la sensación de haber oído algo, pero en cada ocasión la casa permanecía hundida en su paz sin fondo.
A la mañana siguiente, Tbubui entró en la alcoba para preguntarle si estaba enferma, pues el sol ya estaba alto y la hora del desayuno había pasado hacia mucho. Se mostró tan atenta y afectuosa como de costumbre. Sheritra, ceñuda, no hizo caso del dolor de cabeza que le acechaba tras los ojos y se dirigió desde el diván a la casa de baños casi arrastrándose.
—¿Velaste anoche hasta tarde, Alteza? —preguntó Tbubui. Estaba arrodillada a sus pies y le masajeaba las pantorrillas con aceite—. No pareces descansada. Por el contrario, tienes mal semblante y tus músculos están contraídos.
Sheritra no respondió. Había entornado los ojos y se sentía sobrenaturalmente alerta a todas las sensaciones: el sordo palpitar de su cabeza, el pelo mojado que se adhería a sus omóplatos, el tintineo del agua corriendo por el suelo inclinado y, sobre todo, el contacto firme e inflamatorio de los dedos de Tbubui sobre su carne. «Un poco más arriba, Tbubui", pensó, perezosamente. "Acariciame los muslos con esos dedos largos y atrevidos.» Como si la mujer la hubiera oído, los suaves movimientos fueron ascendiendo y los pensamientos turbados y su confusión se esfumaron en sensaciones.
El resto de la mañana transcurrió sin novedades. Ella y Tbubui holgazanearon en la alcoba, conversando de naderías, pero percibía tras las palabras de la mujer una ausencia, como si pensara en otra cosa y lo disimulara bien. En cuanto terminó el almuerzo, se disculpó y desapareció en sus habitaciones.
Después de la siesta, Harmin, Sheritra, Bakmut y un guardia cruzaron el palmeral y se dirigieron a un sitio invisible desde la casa. El guardia se apostó junto al sendero, fuera de la vista. Bakmut desenrolló la esterilla, dispuso unos tableros y unos juegos, y se retiró cerca, desde donde pudiera oir cualquier llamada de su ama.
Sheritra se puso cómoda. Sus sentidos continuaban enviándole mensajes con exquisita claridad. Cada gota de sudor en aquella tarde llameante, el susurro seco de las palmeras, el crujido de las hojas muertas bajo la esterilla. Una ramita le apretaba la nalga. Harmin se inclinó hacia ella para acercar el tablero y su perfume le produjo un vahído. El muchacho se había recogido el pelo con una cinta blanca, que cruzaba su hombro desnudo. El contraste entre la negrura tan intensa del cabello y la deslumbrante blancura de la cinta hizo que Sheritra se sintiera mal por un instante. Él la miró de soslayo, con los ojos sonrientes.
—¿A qué te gustaría jugar hoy, princesa? —preguntó—. ¿O prefieres recostarte y dormitar, dejando pasar las horas?
Ella observó con extrañeza los movimientos de su hermosa boca y las contracciones de su cuello al hablar.
—Quiero besarte —dijo.
Él rió entre dientes y señaló a Bakmut con un dedo enjoyado.
—¿A perros y chacales, princesa? ¿A los dados? ¿Te encuentras bien, Sheritra?
—Si. No. Me siento un poco rara, Harmin. Juguemos al. sennet.
Él vaciló, pero puso el tablero entre las rodillas de los dos y sacó de una caja los carreteles y los conos.
—Muy bien. ¿Quieres ser carretel, Alteza?
—No, cono. —Colocaron las piezas entre los dos y empezaron a tirar los palillos para ver a quién le tocaba comenzar—. Hoy tu madre parecía preocupada —comentó ella—. Espero que no haya problemas familiares, Harmin. ¿No será hora de que yo vuelva a casa?
No lo preguntaba seriamente y él se echó a reír.
—Mira, has sacado uno —dijo—. Tira otra vez y empieza. Te aseguro que no hay ningún problema familiar. Paede que mamá esté afectada por este calor.
—¡Pero si le encanta el calor! —objetó la muchacha—. ¡Oh, Harmin, cinco, cinco y cuatro! Tienes mucha suerte. No, supongo que es sólo mi imaginación. Es el calor. Necesito nadar. Lástima que no tengáis un estanque grande, porque el Nilo no me atrae en esta época del año. Disculpa. —Se inclinó para adelantar una de las piezas de Harmin—. No contaste bien.
—No quería caer en la casa de la red —dijo él, con voz densa.
Sheritra alzó la vista, sorprendida por el tono de su voz. Harmin tragó saliva y miraba con fijeza el tablero, donde el dios-pescador había extendido su red.
—Trae mala suerte —agregó él.
—¡Peor suerte trae hacer trampas! —bromeó ella.
Pero el joven no contestó. La princesa tiró otra vez, cuatro ases y un dos. Adivinó que él estaba orando al dios de la casa en la cual quería caer, con tal intensidad que la enmudeció. Él recogió los palillos y volvió a tirar, otra vez un as y un dos.
—Puedes mover esta pieza dos casillas —señaló ella—, pero ésta debe ir a la casa de los instrumentos de pesca.
Harmin se pasó un dedo por el labio superior, sudaba levemente.
—No —dijo en voz baja—. Prefiero que te adelantes, Sheritra. No quiero pasar de una casa de mala suerte a otra.
—Como quieras, pero así me sitúas bien en la casa bella y sólo me faltará saltar el agua.
Él no respondió. Cambió con destreza su pieza por la de ella y continuaron la partida. Ahora, el joven respondía a todas las bromas con gruñidos o con silencio. Estaba tenso. Cuando Sheritra, con un puro golpe de suerte, obtuvo un número que le permitía arrojarle a la casa del agua, Harmin dejó escapar un grito atormentado. Ella se detuvo con la mano levantada, sosteniendo la pieza. El joven se la sujetó, con unos dedos fríos y pegajosos de sudor.
—Al agua no —rogó, con voz ronda—, allí hace frío y está oscuro. No hay esperanza. Por favor, Sheritra…
—Pero si es sólo un juego, Harmin —exclamó ella, con amabilidad—. Hoy no jugamos con hechizos, sino sólo para divertirnos. Si no te tiro al agua, puedo perder.
Él se las compuso para esbozar una débil sonrisa.
—Y eres muy mala perdedora. Te doy el triunfo, princesa, pero no me pongas ahí.
Ella se encogió de hombros, de intrigada y fastidiada.
—¡Oh, muy bien! Guárdalo todo y jugaremos a los dados. ¿Qué podemos apostar?
Poco después se levantaron de la esterilla. Sheritra había ganado la partida de dados y Harmin le propuso llevarla al río después de cenar. Se separaron para dormir un rato durante aquellas horas, las más calurosas del día. Sheritra se tendió en su diván, preguntándose por qué Harmin se habría tomado el juego tan en serio. Habían jugado muchas veces al sennel, como todo el mundo, y era la primera vez que le veía alterado.
Aquel día la casa no parecía tan silenciosa. Estaba llena de susurros y rumores, como si de pronto la hubiera invadido un ejército de ratones. Aunque estaba físicamente exhausta por la mala noche pasada y emocionalmente agotada por el deseo que sentía de Harmin, alimentado y nunca satisfecho, no pudo dormir.
Despertó a Bakmut para que pidiera agua fresca y le refrescase la piel. Pero la criada, que la había lavado y masajeado durante años, resultaba ahora torpe e inexperta en comparación con Tbubui. Sheritra acabó por decirle que volviera a su esterilla. «Esta noche beberé mucho vino", se dijo, mohína, "y traeré al arpista a mi alcoba y danzaré sola. ¿Cómo estará Hori? ¿Por qué no habrá venido a yerme? Mañana le enviaré un mensaje».
Por la tarde, bajo el rojo atardecer, se dirigió al río con Harmin y flotaron en la barca a la deriva durante varios kilómetros. Desde la barandilla de la barcaza, observaron placenteramente los suburbios, que daban rápidamente paso a los sembrados maduros y a los rosados espejos de las acequias bordeadas de palmeras. Cuando las antorchas empezaron a abrirse en los embarcaderos de las fincas ribereñas, cuando la vegetación se tomó borrosa, Harmin dio orden de regresar y entró con Sheritra en la pequeña cabina. Bakmut se sentó fuera, rozando con la espalda las pesadas cortinas, que no estaban corridas. Sheritra y Harmin se tendieron en silencio sobre los almohadones, en la penumbra de la noche inminente, para abrazarse, hambrientas sus bocas, caliente su respiración, vagando sus manos en un tormento de deseo.
—¡Oh, Harmin! —murmuró Sheritra—, no sabia que se podía ser tan feliz. ¡Cuánto desdeñaba el amor! ¡Qué equivocada estaba al compadecer a quienes lo habían hallado y negarme a reconocer que yo también me moría por amar!
Él apoyó un dedo sobre sus labios.
—¡Chist! —susurró—. No mires hacia atrás, queridísima hermana. Esa Sheritra ya no existe. Te amo. El futuro estará lleno de noches como ésta.
—No, como ésta no —dijo ella, forcejeando para levantarse y echándose la cabellera hacia atrás—, porque esto es un tormento. Tenerte y no tenerte…
Su voz se apagó. Fue una suerte que la penumbra ocultara su súbita timidez.
—Me tendrás muy pronto —replicó él—. Vamos a casarnos, Sheritra. ¿Lo dudas?
—No —respondió ella, en voz muy baja para que Bakmut no pudiera oírla.
—Pero ¿cuándo, Harmin? Soy princesa y a nosotras, las princesas, esas cosas nos llevan tiempo.
Él guardó silencio y Sheritra comprendió que reflexionaba. Transcurrieron unos segundos y empezó a sentir frío y a estremecerse de horror. «Está dando forma a la respuesta", se dijo, desdichada. "Está eligiendo la mejor.»
Pero sus palabras la cogieron por sorpresa.
—Ya sé que lleva tiempo —asintió él—. Si fuera sólo cuestión de protocolo real, le sacaría la lengua a todo y huiría contigo.
Ella sonrió en la oscuridad, aliviada.
—Pero hay algo más —prosiguió Harmin—. ¿No sabes, Sheritra, que tu padre piensa casarse con mi madre?
La impresión la dejó muda y, sin embargo, en el fondo de su ser había una sorda comprensión de lo inevitable de aquel hecho. Su padre estaba completamente embelesado con Tbubui, era obvio. Sheritra le había visto y le había estudiado mucho, pero se negaba a tener en cuenta el resultado natural de aquella obsesión. «Se lo advertí hace muchas semanas", pensó. "Tbubui es peligrosa para los hombres, yo lo presiento. Pero él tiene derecho a tantas esposas como desee y esta boda le hará feliz. ¡Oh, Hori, mi querido, mi querido Hori! ¿Qué va a pasar contigo? ¿Y con mamá?»
No obstante, la idea la exaltaba, sin que supiera por qué. Parecía añadir leña al fuego del deseo físico que le inspiraba Harmin. Las ansias que sentía por su cuerpo eran como náuseas.
—No —dijo, sin aliento—, no tenía ni idea. ¿Estás seguro? ¿Cómo lo sabes?
—Estaba revisando algunos rollos en el escritorio de mi tío, buscando el relato que él nos había leído la noche anterior —explicó Harmin— y desenrollé por error el contrato matrimonial que estaba entre ellos. Tu padre ya lo ha sellado y mi madre también.
—¿Has hablado de eso con ella? —«Me pregunto si papá habrá hablado con mamá y con Hori. Y, si es así, por qué no me lo ha dicho también a mí.»
—No. Supongo que me lo dirá a su debido tiempo. Lo siento, Sheritra. Imaginé que si las cosas habían llegado al punto de firmar el contrato, todos vosotros debíais de saberlo. Esperaba que tú lo mencionaras, pero no decías nada.
Durante un ciego momento, Sheritra se estremeció de cólera. Ella y Harmin sólo podrían ser amigos mientras Tbubui no estuviera instalada en las habitaciones que Khaemuast construiría, sin duda, para ella, mientras no se resolvieran los asuntos legales referidos a la boda. «El ha puesto en peligro mi felicidad, la felicidad por la que siempre pareció preocuparse tanto", gritó para sus adentros. "¡Maldito seas, papá, tú y tu estúpido enamoramiento! ¿No podías dormir con ella hasta que se apagara el fuego de tu cuerpo?»
La intensidad de sus emociones la horrorizó. Debió de emitir alguna exclamación, pues Harmin encendió la lámpara y de inmediato la cabina se llenó de un suave resplandor amarillento.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él, con brusquedad—. Has palidecido, Alteza.
La joven tragó saliva.
—Nuestros planes tendrán que esperar —logró decir—. Estoy molesta por ello, Harmim, eso es todo. Papá no está haciendo nada malo.
Un marinero lanzó un cortés aviso y Harmin salió, haciéndola salir con él.
—Hemos llegado a casa. Lamento haberte dado una sorpresa tan desagradable. Perdóname y no digas nada a tu familia, te lo ruego. He cometido un grave error.