—¿Vas a quedarte mucho rato, padre? —preguntó Sheritra, levantándose—. Si no es así, me sentaré a conversar contigo.
—Pero preferirías hacer otra cosa —concluyó él—. No me ofendo, Pequeño Sol, voy a estar aquí toda la tarde.
Harmin desaparecía ya en la luz gris del pasillo. Sheritra le siguió, disculpándose ante su padre con una sonrisa. Khaemuast la observó con placer. Su actitud había cambiado, tenía los hombros rectos y un porte más asentado. Incluso advertía un contoneo seductor en sus caderas, de sobresalientes huesos.
—La habéis ayudado —comentó en voz baja.
Tbubui se removió en su almohadón y deslizó la mano por la reluciente pantorrilla hasta la ajorca de plata que le rodeaba el tobillo, con unos dijes en forma de mandriles.
—Creo que ama a Harmin —replicó ella, con franqueza—. Y el amor convierte a la muchacha en mujer, y a una muchacha tímida y torpe en un ser dotado con el atractivo de la misma Astarté.
—¿Y qué opina Harmin?
—No he hablado directamente con él del asunto —dijo Tbubui, con suavidad—, pero es obvio que ella le interesa también. No te preocupes, príncipe —se apresuró a agregar, viendo la expresión de Khaemuast—. Nunca se los deja solos y Bakmut continúa durmiendo junto a la puerta de la princesa.
Él rió para ocultar el leve desagrado que le había producido Harmin.
—Imagino que la niña se sentirá encantada cuando sepa que vas a formar parte de la familia —comentó, con bastante arrogancia, para disimular su momentánea confusión—. Te amo, Tbubui.
—Yo también te amo, querido príncipe —respondió ella, mirándole con serenidad—. Y me alivia que la princesa y yo nos tengamos tanto afecto. Ten la seguridad de que haré lo posible por ganarme también el respeto de Nubnofret y del joven Hori.
«Eso será una tarea difícil», pensó Khaemuast, con impaciencia.
—Yo soy la ley —dijo—. Bajo mi propio techo soy Maát. Te aceptarán, les guste o no. —Y dio una palmada, gritando—: ¡Ib!
Su mayordomo apareció desde el jardín y le hizo una reverencia.
—Entrégame el documento.
Ib sacó un rollo de su cinturón, lo entregó al príncipe y se alejó discretamente.
Khaemuast se lo tendió a Tbubui.
—El contrato matrimonial —dijo, sin poder disimular el triunfo de su voz—. Léelo detenidamente y dime si estás de acuerdo con él. He agregado una cláusula algo desacostumbrada, tanto para tu protección como para la mía.
Ella había puesto el papiro a su lado y le miraba, inexpresivamente.
—El faraón debe aprobar la elección de mi esposa para que yo pueda seguir en la línea de sucesión al trono de Egipto —explicó él—. Por lo tanto, te pido que pongas tu sello en el pergamino con el conocimiento de que el contrato sólo será legal cuando Penbuy haya vuelto de Coptos con las pruebas de tu noble estirpe. —Había tenido que esforzarse para decirle aquellas palabras, pues no estaba seguro de su reacción. Al ver que ella continuaba mirándole, se inclinó hacia delante para cogerle la mano. La sintió helada y blanda entre sus dedos—. No te ofendas, te lo ruego —prosiguió, rápidamente—. Es una formalidad, nada más.
—¿A Coptos? —repitió ella, sin matices—. ¿Has enviado a tu escriba a Coptos? —pareció recobrarse enseguida—. Comprendo, príncipe, desde luego. El amor no debe imponerse a las exigencias de estado, ¿verdad?
—Has comprendido mal —exclamó él, indefenso como un muchacho en las garras de su primer enamoramiento—. Me casaré contigo como sea, Tbubui, como mi hermano Si-Montu desafió a Ramsés para obtener a Ben-Anath. Pero ¡cuanto más sencillo, menos angustioso será para toda mi familia, que pueda casarme contigo ante la sonrisa de mi padre!
—Además —intervino ella, apartando suavemente la mano—, tu hermano no tenía familia cuando conquistó a Ben-Anath. Tú tienes un hijo que podría ser desheredado site apartan de esa ilustre sucesión y podría perder sus posibilidades de heredar el trono. —La mujer levantó la barbilla—. Claro que comprendo, querido. Después de todo, soy de familia noble… y no una mujer cualquiera", completó inmediatamente la mente de Khaemuast. Su cinismo le sobresaltó y puedo someterme con ecuanimidad a las exigencias de estado. —Tbubui sonreía ahora, con una diminuta contracción de humor en sus labios centelleantes—. Pero no soy paciente, ¿cuándo volverá Penbuy con la respuesta a mi felicidad bajo su correctísimo brazo?
—Ha partido esta mañana —le contestó Khaemuast—. Llegará a Coptos en una semana o poco más. ¿Cómo calcular cuánto pueden retrasarle sus investigaciones? ¿Puedes contener tu impaciencia un mes, Tbubui?
Ella paseó la vista por el salón, se puso de rodillas y apoyó las manos en los muslos desnudos de Khaemuast para besarle. Sus labios y su lengua estaban calientes y mojados. Sus uñas se le clavaron en la carne, excitándole.
—Sellaré ese contrato hoy mismo —murmuró, moviendo la boca sobre la suya—. Perdona, príncipe, mi momentáneo malestar. ¿Se lo has dicho ya a Nubnofret?
Él la soltó, mareado, y Tbubui se dejó caer nuevamente en el almohadón.
—Todavía no —logró balbucear el príncipe—. No he hallado el momento oportuno.
—No esperes demasiado —aconsejó ella.
Khaemuast negó con la cabeza, aún ebrio de deseo.
—Me propongo construir un suntuoso conjunto de habitaciones para ti, agregadas a la casa —dijo—, pero no estará acabado todavía cuando te traslades. ¿Aceptas alojartemomentáneamente con las concubinas?
Ella asintió serenamente.
—Momentáneamente, si —accedió—. Sisenet permanecerá aquí o volverá a Coptos, aún no lo ha decidido. Y Harmin está también indeciso.
Khaemuast se reclinó en su asiento.
—¿Se lo has dicho ya a tu hermano? —preguntó, desconcertado.
Ella clavó en él una mirada firme, casi arrogante.
—Por supuesto. No necesito su permiso, pero quiero su aprobación, pues se trata de mi pariente más cercano y mi hermano mayor.
—¿Te la ha concedido?
Khaemuast estaba molesto. Se sentía en desventaja respecto a un hombre que era, decididamente, inferior por situación social y por herencia, alguien que no hubiera debido opinar nada sobre el asunto. Pero de inmediato se avergonzó. Tbubui era una egipcia responsable, llena de tacto y respetuosa con los sentimientos de sus seres amados.
—Sí —respondió ella—. Quiere que sea feliz, Khaemuast, y dice que nos haces un gran honor.
El príncipe se ablandó.
—Hoy mismo debo hablar con él. No estoy avanzando nada con el rollo y Hori me ha dicho que ya han reconstruido el muro falso de la tumba y que los artistas están recreando las pinturas. Pronto la cerraremos otra vez.
Tbubui se levantó, alisándose la túnica y Khaemuast siguió con la vista el lento descenso de sus manos.
—Sisenet está en su cuarto —dijo ella—. Si quieres, Alteza, iré a llamarle.
—No —respondió Khaemuast—. Iré yo.
Ella inclinó la cabeza y cruzó el salón en dirección al pasillo seguida por Khaemuast. La mujer se desvió hacia la izquierda y él la imitó, echando un vistazo a la derecha al pasar. La risa de Sheritra llegaba hasta él, traída por la brisa caliente que penetraba por la puerta del jardín, siempre abierta. En el fulgor de luz blanca, la vio arrodillada sobre una esterilla de juncos, bajo un flameante dosel. Harmin estaba frente a ella, casi tocándole las rodillas con las suyas. Antes de continuar, su padre la vio arrojar las tabas a la esterilla, con un grito de placer ante la sonrisa de su compañero.
Sisenet alzó la vista, sobresaltado, cuando Khaemuast entró en el cuarto y de inmediato se levantó y efectuó una grave reverencia. «Este hombre sabe que estoy locamente enamorado de su hermana», pensó el príncipe, esforzándose por afrontar su serena mirada. Tbubui pidió permiso para retirarse, mientras Sisenet le señalaba la silla que acababa de dejar libre. El visitante la ocupó. En la mesa, a su lado, había cerveza, restos de una merienda y varios pergaminos medio enrollados.
—Veo que estabas leyendo —comentó Khaemuast—. Agradable ocupación para este enervante día.
Sisenet se sentó en el borde del diván y cruzó las piernas. Por primera vez, el príncipe notó que tenía un buen tono muscular, los muslos duros y el vientre plano, sin señales de pliegues en la cintura, aunque en aquella posición su espalda describía una leve curva. «Sin embargo, es un hombre sedentario y estudioso, como yo", pensó, con envidia. "¿Cómo hará para mantenerse así?»
—Estos rollos son mi pasatiempo favorito, príncipe —replicó Sisenet—. Uno es la historia de Apepa y Seqenenra. El otro, una copia antiquísima del Libro de la Vaca Celestial. Además de describir la rebelión del hombre contra Ré, su castigo y la retirada de Ré a los cielos, contiene ciertos hechizos mágicos para el bien de los difuntos.
El interés de Khaemuast se despertó, desplegó los rollos con cuidado y paseó los ojos por aquellos jeroglíficos pulcros y diminutos.
—Son unos tesoros, desde luego —admitió, admirado—. ¿Los compraste, Sisenet? Conozco a muchos comerciantes de documentos antiguos. ¿Quién te los vendió?
Sisenet sonrió y Khaemuast observó que su rostro perdía su aspecto habitualmente ceñudo y se tomaba súbitamente juvenil.
—No los compré, Alteza, pertenecen a mi familia. Uno de mis antepasados era un poderoso mago e historiador, y sin duda le maravilló al hallar a un tiempo historia y magia en este precioso rollo.
—¿Has recurrido a algún mago para probar los hechizos? —Khaemuast estaba intrigado.
Sisenet meneó la cabeza.
—Yo poseo cierta habilidad en esa disciplina —explicó—. En Coptos serví como sacerdote de Thot.
—Me sorprendes —confesó Khaemuast, recordando que rara vez había entablado una conversación profunda con aquel hombre, a quien había descartado como si careciera de importancia—. ¿Y los hechizos dieron resultado? ¿Son correctos?
—Como se refieren al bienestar de los muertos, Alteza, no tengo modo de saberlo —fue la ligera respuesta.
El príncipe se dio una palmada en la frente, cubierta por el hilo.
—¡Desde luego! ¡Qué estupidez la mía! Pero dime, ¿quién es el alto sacerdote de Thot en Coptos y cómo es su templo? Yo también soy devoto del dios.
Conversaron durante un rato sobre asuntos religiosos, y Khaemuast descubrió que le interesaba la mente de aquel hombre, su cortés método de discutir y su voz modulada y serena, adecuada compañera de su lúcido poder de razonamiento. A Khaemuast le agradaban las conversaciones sobre historia, medicina o magia, con alguien tan versado en esos campos como él. Y para deleite suyo, Sisenet demostraba serlo. «‹El rollo",pensó. "Tal vez haya alguna esperanza, después de todo.» No sabía si sentirse desilusionado o complacido.
—¿Cuándo podrás venir a mi casa a examinar el rollo que cogí prestado de la tumba? —preguntó, al fin—. Estoy ansioso por acabar de estudiarlo. Lo llevo en la cabeza, como una pesadilla, desde el momento en que lo vi.
—No tengo tu erudición, Alteza —respondió Sisenet—, y dudo de que pueda ayudarte, pero será un honor intentarlo cuando a ti te convenga.
El príncipe reflexionó. Tenía que hablar con Nubnofret y poner al día, por fin, sus deberes oficiales. No pudo evitar sonreír: «Todavía me resisto a tocar ese objeto, todavía quiero evitarlo».
—Ven dentro de una semana, a partir de hoy —dijo—. Reservaré la tarde para que estemos solos.
—Muy bien, príncipe.
Sisenet le dedicó una breve sonrisa y los dos guardaron silencio. «No quiere tocar el tema de la boda", pensó Khaemuast. "Soy yo quien debe mencionarlo. Creo que este hombre me inspira un respeto abrumador. » Se sorprendió al comprenderlo.
—Me dice Thubui —empezó, con cautela— que estás de acuerdo con que nos casemos.
Sisenet emitió una risa franca y extraña.
—¡Cuánto tacto tienes, Alteza! Ella no necesita mi aprobación. Y la sola idea de que yo pueda tener alguna influencia sobre una decisión tuya, que eres príncipe real, resulta ridícula. Pero es verdad que me siento muy complacido. Muchos hombres la han deseado, pero ella los ha desdeñado a todos.
—¿Y qué vas a hacer tú? —preguntó Khaemuast, con curiosidad—. ¿Volver a Coptos?
La pregunta pareció divertir a Sisenet, cuyos ojos brillaron con algún pensamiento secreto.
—Podría hacerlo —replicó—. Pero no lo creo. Aquí soy feliz, y la biblioteca de Menfis está llena de maravillas.
—¿Quieres un puesto en mi casa?
Khaemuast lo había preguntado impulsado por una extraña necesidad de congraciarse con aquel hombre, pero inmediatamente se arrepintió. El ofrecimiento parecía un intento de compensar algo, el precio de la culpa. Pero Sisenet no se ofendió.
—Te lo agradezco, príncipe, pero no.
Con el mismo extraño tono de abnegación, Khaemuast iba a preguntarle si Harmin querría alguna ayuda para situarse, pero recordó que el muchacho obtendría automáticamente un tftulo si se casaba con Sheritra. Los recovecos del arreglo que había iniciado eran demasiado complejos para analizarlos en aquel momento. «Además, me dan miedo», pensó.
La conversación flaqueó y tras algunas inocuas cortesías, el príncipe se despidió y salió al resplandor del jardín, donde Sheritra y Harmin habían dejado ya de jugar a la taba. Conversaban ahora en voz baja, mientras Bakmut rociaba con agua fría los miembros de la muchacha. El calor era muy intenso. Khaemuast dialogó un momento con ellos, prometió a su hija volver a visitarla pronto y, después de reunir a su personal, regresó al río.
No vio a Tbubui. Ahora que ella tenía el contrato entre las manos, ahora que él había dado un paso más hacia una irrevocable y violenta revolución en su vida, actuaba como el general que reagrupa sus fuerzas y descansa, esperando la nueva táctica. Ansiaba la paz de su despacho y la tranquilizadora presencia de Nubnofret revolviendo su comida, frente a él, en el intenso bronce del atardecer estival.
Alabemos a Thot,
el fiel exacto de la balanza,
de quien huye el mal,
el que acepta a quienes el mal evitan.
Tres días después de aquella primera visita a Sheritra, Khaemuast comprendió que debía compartir su decisión con Nubnofret o morir de remordimientos. Había despertado con la ya familiar sensación de aprensión en el pecho, provocada por lo que últimamente se había convertido en su primer pensamiento del día. Mientras desayunaba el pan y la fruta que Kasa le sirvió, analizó con sentido crítico el progresivo debilitamiento de su voluntad. No comprendía bien por qué vacilaba ni a qué se debía aquella sensación de estar haciendo algo reprensible al casarse con Tbubui.