La ceremonia acabó pronto y las palabras finales cayeron inexpresivamente en la cálida oscuridad. Khaemuast se arrodilló junto a Hori para que le quitaran la túnica y luego se levantó. Kasa le ciñó la faldilla blanca a la cintura, todavía musculosa, y le puso sobre el pecho su pectoral favorito, de lapislázuli y jaspe. Sentía los ojos irritados por la fatiga.
—¿Vienes a casa? —preguntó a Hori, cuando Kasa hubo salido para llamar a los portadores de la litera.
El muchacho meneó la cabeza.
—No, a menos que me necesites para que ayude a Penbuy a archivar nuestros hallazgos de hoy, padre —replicó—. La noche es tan agradable que Antef y yo vamos a salir de pesca.
—Lleva un guardaespaldas —aconsejó Khaemuast, automáticamente. Y Hori se volvió con una sonrisa.
El trayecto hasta la ciudad de Menfis era largo: desde la alta meseta de Saqqara, se descendía por los majestuosos palmares y se cruzaba el canal de drenado, ahora poco más que una lisa cinta de oscuridad más intensa donde se reflejaron momentáneamente las luces de la escolta principesca. Khaemuast, que se mecía en su litera acolchada, tras las cortinas adornadas con borlas, se volvió a contemplar la suave noche, reflexionando, como hacía con frecuencia, sobre las peculiares características de aquella gran ciudad, su favorita. Menfis era, en Egipto, una de las poblaciones habitadas ininterrumpidamente desde más antiguo y también la más sagrada. Allí se adoraba desde hacia dos mil años al dios Ptah, creador del universo. Allí habían pasado sus sagradas vidas innumerables reyes y por eso un aura de gracia y dignidad impregnaba todas las calles.
Aún se podía ver el centro antiguo de la ciudad, el Blanco Muro de Menes, que en otros tiempos había cercado toda la población y que ahora era sólo un diminuto oasis de calma, que ricos y pobres de todo el país acudían a contemplar. Observar el paisaje era un pasatiempo nacional, lo hacía todo el que pudiera costeárselo. Khaemuast sonrió para sus adentros con cierta soma, en tanto sus cargadores entraban en las plantaciones de palmeras y el cielo se borraba tras una selva de rígidas frondas plumosas que susurraban agradablemente en la penumbra. La historia se había puesto de moda; no la historia que él estudiaba con tan dedicada decisión, sino los relatos de conquistas y personalidades, milagros y tragedias de los reyes de antaño. Los guías pululaban por los mercados de Menfis, ansiosos de esquilmar a nobles rurales y mercaderes ricos a cambio de emocionantes narraciones de un pasado espurio amenizadas con jugosos escándalos palaciegos de cien, de mil años atrás, de realidad muy dudosa. Había quienes recogían trozos de piedra para grabar sus nombres, y a veces también sus comentarios, en el Muro Blanco, el patio exterior del templo de Ptah y hasta los portones de los templos de reyes en el antiguo distrito de Ankhtawy.
Khaemuast había comenzado a emplear a corpulentos hurrianos para patrullar los monumentos de la ciudad, con órdenes de castigar levemente a los infractores que atraparan y su padre, el augusto Ramsés, no había puesto objeciones. «Probablemente porque no le importa mucho", supuso Khaemuast. Las palmeras empezaban a escasear y el negro cielo nocturno volvía a alzarse sobre él. "Está demasiado ocupado construyendo sus monolitos para la posteridad y expropiando las obras de sus antepasados para atribuirlas a su propia gloria donde es más conveniente.»
«Querido padre", pensó Khaemuast riendo para sus adentros. "Implacable, arrogante y falso, pero también lleno de señorial generosidad cuando así te conviene. Has sido más que generoso conmigo. Me gustaría saber cuántas quejas has recibido de los nobles extranjeros que desfiguran nuestras maravillas. Tres cuartos de la población de Menfis son extranjeros enamorados de nuestra fuerte economía y nuestra jerarquía suprema. Desearía que no los amaras tanto.»
Sintió que los pies descalzos de sus portadores se movían sobre una superficie dura y la noche empezó a aclararse con el resplandor anaranjado de la ciudad. Estaban detrás del silencioso distrito de Ankhtawy, donde los templos se agazapaban amortajados en una penumbra que sólo aliviaba, ocasionalmente, la diminuta mota de una antorcha, sostenida para alumbrar a algún sacerdote que se encaminaba a sus tareas nocturnas o volvía de ellas. Más allá de los altos y oscuros pilares estaba el distrito de Ptah, dominado por la imponente Casa del dios; más allá todavía, el Noble Distrito del faraón, con dos canales que corrían hacia el Nilo y con su palacio, en algunas épocas descuidado y en otras épocas reconstruido por sucesivos faraones desde tiempos inmemoriales; en el presente, resplandecía, restaurado y ampliado por Ramsés. Sus tumultuosos muelles y depósitos se entremezclaban con las casuchas de los más pobres.
Vislumbró fugazmente la alta y ahora gris ciudadela del Muro Blanco, a la derecha de Khaemuast, antes de que los portadores emergieran de sus sombras y salieran al distrito Norte-de-las-Murallas, donde él y otros muchos nobles tenían sus fincas. Componía una ciudad en si misma, alejada del ruido y el hedor del distrito sur, donde los extranjeros (canaanitas, hurrianos, keftius, khatti y otros bárbaros) practicaban sus cultos en los altares de Baal y Astarté, y trabajaban en sus ruidosos y toscos negocios con Egipto.
Khaemuast visitaba con frecuencia a los nobles extranjeros en sus propias fincas, que imitaban las propiedades elegantes y apacibles de Norte-de-las-Murallas. Su padre le confiaba muchos de los asuntos de gobierno, sobre todo allí, en Menfis, donde había decidido vivir. Como era el médico más reverenciado del país, los semitas lo consultaban a menudo, pero él no les tenía simpatía. Los consideraba arroyos contaminados que invadían las corrientes claras y límpidas de su sociedad, llevando consigo la corrupción de dioses extraños para menguar la reverencia debida a las fieles y poderosas deidades egipcias, aportando el veneno de las culturas exóticas, la moral degradada y los tratos comerciales baratos. Baal y Astarté estaban de moda en la Corte y los nombres semíticos abundaban incluso en los hogares egipcios puros de todos los estratos sociales. Los casamientos entre razas distintas eran corrientes y el faraón tenía como mejor y más querido amigo a un semita silencioso y delgado de nombre Ashahebsed. Khaemuast, cortesano nato, estaba habituado a disimular sus sentimientos y lo hacía con facilidad. Había tratado muchas veces a aquel hombre, que ahora prefería hacerse llamar Ramsés-Ashahebsed, y se limitaba a insultarle sutilmente negándose a llamarle con el prenombre de Ramsés salvo en los documentos escritos.
El templo de Neith iba quedando lentamente atrás. Sus portadores aminoraron el paso, obviamente cansados. La luz de las antorchas se había vuelto más intensa, pues los habitantes del Norte-de-las-Murallas podían permitirse el gasto de emplear a portadores de luces para patrullar las calles. Khaemuast reacomodó sus almohadones, atento a las voces de la guardia y la respuesta de sus soldados. De vez en cuando, Ramose, su heraldo, lanzaba una advertencia y Khaemuast veía entonces a los transeúntes prosternándose en las calles polvorientas, y tocando el suelo con la frente hasta que la litera pasaba. Pero había poca gente. Casi todos estaban en su casa, comiendo o preparándose para visitar a los amigos, pues la vida nocturna de la ciudad aún no había comenzado.
Por fin Khaemuast oyó la voz del portero de su casa y el chirrido del portón al abrirse. Los guardaespaldas saludaron desde sus puestos, delante de la alta muralla de ladrillos, y el portón se cerró tras él.
—Dejadme aquí —ordenó—. Quiero caminar.
Bajaron la litera obedientemente y descendió, llamando por señas a Ramose y sus soldados. Empezó a andar por el sendero que rodeaba el jardín trasero y se cruzaba con otros senderos: uno conducía a los arbustos y los estanques para peces, ahora reducidos a unas manchas casi invisibles a la izquierda; otro llevaba a las cocinas, graneros y chozas de los sirvientes; y otro, por fin, se dirigía a la casa donde vivían las concubinas de Khaemuast, pequeña, pero agradablemente amueblada. No había muchas mujeres allí y él tampoco las visitaba con frecuencia ni solía llamarlas a su diván. Nubnofret, su esposa, dirigía la vida de ellas como dirigía la casa familiar: con rígida eficiencia, y Khaemuast prefería dejar las cosas así. El sendero circulaba ahora a la sombra del muro de la casa y giraba en la esquina hacia el frente, desviándose bajo las blancas columnas de la entrada, en las que se alzaban unas aves pintadas de rojo y azul intenso con frondas de palmera y hierbas del río en los afilados picos. Cruzaba luego los bien nutridos prados de Khaemuast y, por entre los sicomoros, llegaba a los peldaños blancos que bajaban al río, de aguas calmas y rápidas. El príncipe se detuvo en el cruce, mirando hacia el Nilo y aspirando el aire. Akhet estaba terminando; el río, aún crecido, era un torrente pardo y azul de fecundidad, pero había vuelto a sus riberas tras la inundación anual; los campesinos comenzaban a arrojar la simiente al suelo saturado. Las frondosas palmeras que bordeaban los canales de drenado, las acacias y los sicomoros, todos centelleaban con el brillo de las hojas nuevas, de color verde claro, y en los jardines de Khaemuast comenzaban a abrirse unos vívidos racimos de flores, con un abandono que asaltaba la vista y colmaba de placer el olfato. Khaemuast no llegaba a verlas, pero le rodeaba su perfume.
Contempló la primera luz de la luna nueva, que chispeaba, inquieta, en el río, ora astillas de plata, ora oscuridad, mientras la brisa nocturna agitaba la maleza sofocada de las riberas y levantaba los ramajes. Los peldaños que bajaban al río eran una invitación desierta y envidió a Hori, que en ese momento debía de estar recostado en el fondo de su esquife, con Antef a su lado y los sedales de pescar atados al bote, charlando mientras contemplaban las estrellas. La fuente tintineaba como música en la oscuridad y los monos suspiraban y resoplaban en su sitio favorito, bajo el cuenco de piedra que aún retenía el calor del día.
—Esta noche me gustaría abandonarme a la deriva por el río —comentó Khaemuast a su paciente cortejo—, pero supongo que es preciso ver qué ha ocurrido en mi ausencia.
Se dijo que una hora en el río tampoco le haría ningún bien. Estaba inexplicablemente cansado. Le dolían los pulmones por haber inhalado el aire viejo y el polvo de la tumba, y sentía también un dolor apagado en las caderas. Un masaje y una buena noche de sueño en su diván le sentarían bien.
—Ramose —ordenó a su heraldo—, di a mi esposa que he regresado y que estoy en mis habitaciones. Si la litera de Penbuy ya ha llegado, revisaré cualquier carta del Delta que se haya entregado en mi ausencia. Di a Ib que quiero comer inmediatamente. Kasa puede esperar a que yo termine con Penbuy y luego me dará un masaje. ¿Amek?
El capitán de su guardia se aproximó con una reverencia.
—Esta noche no voy a salir. Puedes despedir a estos soldados. —Y sin esperar respuesta, atravesó las bellas columnas y entró.
El salón de recepciones, destinado a saludar y entretener a los invitados, era amplio y fresco. El suelo estaba cubierto por unos simples mosaicos blancos y negros, y de las paredes escayoladas colgaban unas pinturas en las que aparecía él con su familia, cazando aves en los pantanos, pescando o descansando en el jardín, bajo los toldos. Cuando se construyó la casa, él insistió en que se usaran los tradicionales colores de la antigüedad: blanco, negro, amarillo, azul y rojo; los pocos muebles instalados allí para los huéspedes eran de un diseño igualmente sencillo, realizados con cedro del Líbano e incrustaciones de oro, marfil y lapislázuli.
En lo relativo a aquel salón había logrado acallar las protestas de su esposa. Ella no quería dar a los huéspedes la impresión de que Khaemuast, poderoso príncipe y gran sacerdote, hijo del faraón y virtual gobernante no oficial de Egipto, tenía mal gusto. Pero por una vez la había derrotado, tras una violenta discusión.
—Soy un hijo real de Egipto —gritó Khaemuast al final, de un modo muy inusual en él—, y Egipto ha liderado al mundo durante hentis incontables en todos los aspectos de la moda, el gobierno y la diplomacia. Mis sirvientes son egipcios puros y mi familia es custodiada por tropas egipcias, no por mercenarios extranjeros. ¡Mi casa es un santuario egipcio, no un burdel semita!
—Tu casa es un mausoleo egipcio —le respondió Nubnofret fríamente sin dejarse amedrentar por el asombroso arrebato de su marido—, y no me gusta que se me conozca como la esposa de Khaemuast, la Momia. La impresión que damos a los dignatarios extranjeros es extraña, quizá hasta insultante.
Se subió la túnica hasta los anchos hombros y se llevó una mano a las grandes flores de oro y esmalte amarillo que adornaban su cuello.
—¡Y a mí no me gusta que se vea a mi esposa exhibiendo la cloaca políglota en que se ha convertido Egipto! —contraatacó Khaemuast—. ¡Mírate, Nubnofret! Eres una princesa de la más noble sangre, pero te pavoneas con tantos frunces y volantes que pareces una de esas amapolas que todo el mundo ha dado en cultivar en su jardín, sólo porque provienen de Siria. ¡Y ese color! ¡Púrpura! ¡Una abominación!
—Tú —señaló Nubnofret, malintencionadamente— eres un sapo viejo y croador. Me vestiré como se me antoje. Alguien tiene que mantener las apariencias. Y antes de que me digas que por ser de la familia real estamos por encima de esas insignificancias, permíteme recordarte que soy yo quien debe recibir a las esposas de los khatti, los sirios y los libios, mientras tú haces negocios con sus maridos. Egipto es una potencia internacional, no un rincón de provincias. Estas esposas salen de mi casa convencidas de que tú eres una fuerza que debe ser reconocida.
—Eso ya lo saben —espetó Khaemuast, ya más tranquilo—. No pueden hacer nada sin sentir mi aliento en sus espaldas.
—Y tú no puedes hacer nada sin mi estupenda organización.
Como de costumbre, Nubnofret pronunció la última palabra. Salió de la habitación, moviendo majestuosamente sus amplias caderas e irguiendo sus magníficos pechos. Khaemuast escuchó, entre frustrado y divertido, el susurro de su túnica, llena de tableados, y el repiqueteo de sus sandalias doradas. Era una mujer formidable, cariñosa y la más terca que había conocido nunca, pensó mientras salía de la penumbra del salón de recepciones y giraba por el pasillo de la derecha en dirección a sus habitaciones. Aceptó en silencio lo relativo a la decoración del salón, pero se vengó con el resto de la casa, de modo que algunas veces Khaemuast tenía la sensación de vivir en una tienda. Las habitaciones estaban repletas de tesoros, objetos de decoración y cosas extrañas e inútiles provenientes de todas las partes del mundo; estaban dispuestas con buen gusto, desde luego, pues Nubnofret se había criado en una de las mejores casas, pero producían claustrofobia en su esposo, que soñaba con los apacibles espacios interiores y el enjoyado vacío del pasado.