Sisenet permanecía algo aparte, rodeando con las dos manos la taza de vino y observando a los monos que parloteaban y hacían cabriolas junto al estanque. Se veía satisfecho en aquella reservada serenidad que el príncipe comenzaba a reconocer como característica distintiva en él. Un rato antes, mientras se servia la comida, Khaemuastse las había arreglado para preguntarle cómo sabia lo de las tapas de los sarcófagos. Por un momento pareció desconcertado, pero luego respondió:
—No lo recuerdo, príncipe. Hori debió de contármelo en nuestra cena anterior. Él y yo conversamos largamente sobre la tumba.
Khaemuast no había quedado satisfecho. Conversó con él unos minutos más, pero Sisenet no parecía muy dispuesto a sostener el diálogo y se concentró en el vino, por lo que su anfitrión dedicó toda su atención, aunque clandestina, a Tbubui.
Sheritra había salido corriendo a saludar a los huéspedes, sin rastros de la timidez que era su maldición. Respondió a todas las preguntas con libertad y comió con apetito. Ahora se hallaba sentada junto a Harmin sobre un montón de almohadones, bajo uno de los sicomoros, sumergidos ambos en la intensa sombra del árbol. Khaemuast apreció durante un momento la clásica hermosura del joven: su cabello negro, brillante y lacio, y sus largos dedos enjoyados. Luego pensó: «Muy bien, muy bien. Me sorprendería, porque Harmin, una vez se haga conocer, podría elegir entre todas las bellezas de Menfis. Pero tal vez sea un ave tan rara como Hori, capaz de comprender las cualidades ocultas de mi hija. Debo investigar el linaje de esta familia». Volvió su furtiva mirada hacia Tbubui y al cabo se levantó.
—Tengo entendido que te interesa la medicina, Tbubui —dijo.
Ella le dirigió una mirada perezosa, obviamente soñolienta por el calor.
—Si, príncipe, supongo que Harmin te lo ha dicho.
—¿Te gustaría ver mis remedios?
Ella respondió levantándose. Nubnofret les lanzó una mirada, pero Khaemuast leyó en su distraída expresión que aquello no le interesaba y echó a andar hacia la casa.
—¿Atiendes tú misma a tu servidumbre? —preguntó a Tbubui, mientras pasaban a la agradable penumbra del salón y se dirigían al despacho de Khaemuast—. ¿O tienes un médico en tu casa?
—Prefiero atenderlos yo misma —respondió ella, siguiéndola. El príncipe hubiera jurado que sentía su cálido aliento entre los omóplatos desnudos—. De ese modo aprendo sin cesar. ¡A ellos parece no molestarles mis errores!
Paseó la mirada por el ordenado cuarto, colmado a aquella hora de la profunda quietud de la tarde. Khaemuast abrió la puerta de la biblioteca, le hizo señas de que le siguiera y después la cerró detrás de ella. Sin pausa alguna, abrió el arcón que contenía sus hierbas y filtros, sin extrañarse de quebrar sus reglas, habitualmente rígidas, en cuanto a vigilar qué manos los tocaban. De inmediato, Tbubui mostró una activa curiosidad. Los examinó con atención y le hizo muchas preguntas sobre su precio y su empleo. La mujer atrayente y seductora había desaparecido, reemplazada por otra cuya inteligencia y concentración le enardecían de un modo nuevo.
Él se esforzó por responder racionalmente, obligando a su voz a obedecerle, pero se estremecía al ver aquellas manos, pesadas por los anillos, acariciando sus potes y sus jarros, y al ver su cabellera caer hacia los arcones. Al devolverle la colección de remedios, los dedos de Tbubui rozaron los suyos casualmente. Estaban fríos, aunque el sudor se acumulaba en el hueco del cuello y entre los pechos de la mujer, donde la piel brillaba de humedad.
Por fin, él cerró los arcones y se levantó, con intención de acompañarla fuera. Ella tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, y se masajeaba con una mano el dorso del cuello.
—Hay mucho silencio aquí —murmuró—. Casi tanto como en mi casa. Este cuarto tiene una atmósfera que borra el mundo exterior, como si no existiera.
Khaemuast perdió el control. Deslizó una mano tras el cuello de Tbubui y la obligó a retroceder hasta el muro. Bajó su boca hacia la de ella y una punzada de placer como no había experimentado nunca le atravesó el abdomen, arrancándole un gemido. Captaba de un modo sobrenatural el suave interior de aquellos labios y la fría resistencia de los dientes, hasta que se abrieron. Sentía el aliento de la mujer en su boca. Luego todo acabó. Se apartó, trémulo y respirando con dificultad. Ella se llevó una mano a la cara y le rozó ligeramente el pene al hacerlo.
—¿Cuál es tu mal, príncipe? —preguntó en voz queda con los párpados repentinamente pesados—. ¿A qué viene esto?
«Mi mal eres tú", hubiera querido balbucear él. "Estoy enfermo por ti, como un jovencito hambriento de amor. No me basta tu boca, Tbubui. Necesito tenerte toda, mi lengua en los valles que imagino tan dolorosamente y no puedo ver, mi mano midiendo la textura, la temperatura de tu piel, mi cuerpo dejando de obedecer a la mente y, por una vez, atento sólo a su impulsiva necesidad. Por una vez…» No le pidió perdón.
—Te he buscado durante mucho tiempo —dijo, con voz ronda—. Mis sirvientes quedaban exhaustos. Yo me veía privado del sueño y mi comida era como la arena, seca y sin sabor. Este beso ha sido la compensación de todo aquello.
—¿Y ha sido compensación suficiente, príncipe? —preguntó ella, con una sonrisa levemente burlona—. ¿O exigirás una recompensa completa? No será fácil. No, no lo será, porque soy de cuna noble y no una mujer vulgar.
De inmediato, un impulso violento se mezcló a la lujuria. Quería magullarle los labios con los dientes y sobarle los pechos hasta hacerla gritar. Detestó aquella constante seguridad durante un momento cegador, y las palabras del deseo se le murieron en la lengua. Con un gesto cortante, la hizo salir de la habitación.
Los invitados se marcharon al anochecer, aunque Nubnofret los había invitado a cenar con ellos.
—Por desgracia, tenemos otro compromiso —explicó Sisenet—, pero os agradecemos tan ilimitada amabilidad. —Y agregó, volviéndose hacia Hori—: Recuerda enviarme noticias sobre ese muro de la tumba. Estoy muy interesado. En realidad, todo el día ha sido intrigante para mi. Me he entretenido muchísimo así, vivo en presencia de los muertos.
Se despidieron y empezaron a ascender por la sombreada rampa, al pie de los escalones del embarcadero. El esquife aguardaba inmóvil en el pulido espejo, manchado de rojo, en que el Nilo se convertía a aquella hora.
De pronto, Tbubui tropezó y resbaló con un grito hacia el borde de la rampa, alargando los brazos hacia una barandilla que no existía. Khaemuast saltó hacia delante, pero antes de que pudiera alcanzarla Harmin la había sujetado.
—¿Estás bien? —preguntó el príncipe, corriendo hacia ella.
La mujer asintió. Temblaba de los pies a la cabeza y tenía la cara pálida como la tiza. Harmin le rodeó los hombros con un brazo y la hizo abordar el esquife, aunque con un paso inseguro. Sisenet los siguió sin decir una palabra. La diminuta embarcación soltó amarras y se alejó, y Khaemuast volvió a reunirse con su familia.
—No se ha hecho daño —respondió a la muda pregunta que Nubnofret le hacia con las cejas.
—Su reacción ha sido bastante exagerada, después de todo, hubiera sido sólo una caída en el barro —comentó Nubnofret.
Hori sacudió la cabeza.
—En realidad, no —dijo—. Su esposo murió ahogado y desde entonces tiene un miedo mortal al agua. Al parecer, él cayó de una balsa durante una excursión, allá en Coptos. Había bebido demasiado y el Nilo estaba en plena crecida. Recobraron su cuerpo cuatro días después, varios kilómetros, aguas abajo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó su padre, con una voz de áspero resentimiento.
—Me lo dijo ella —respondió Hori, con sencillez— porque se lo pregunté.
Sheritra se estremeció.
—¡Qué horrible! —exclamó—. ¡Pobre Tbubui!
Khaemuast lh cogió suavemente por la muñeca.
—Conque mañana irás a la ciudad con Harmin —dijo. El joven le había llevado aparte para pedirle serenamente su autorización, que él otorgó con gusto—. Debes llevar a Amek y a un soldado, desde luego —insistió ante su hija—. Y estarás en casa a tiempo para la cena.
—¡Por supuesto! —replicó ella, impaciente—. No alborotes tanto, papá. Ahora voy a cambiarme de ropa para cenar.
Y se separó de ellos para ir a casa, llamando a gritos a Bakmut. Hori se había alejado ya en compañía de Antef, que había salido a su encuentro desde el jardín trasero. Khaemuast y Nubnofret intercambiaron una mirada.
—La niña se va a enamorar de verdad —comentó Khaemuast, lentamente—. No sé qué le ha dicho ese joven, pero ya se la nota cambiada.
—Yo también lo veo —reconoció Nubnofret—. Pero tengo mucho miedo por ella, esposo mío. ¿Qué atractivo puede encontrarle él? Es nuevo en Menfis y ella es la primera muchacha que conoce. La abandonará en cuanto su vida social se torne más variada y Sheritra es demasiado sensible para resistir un rechazo tan aplastante.
—Como de costumbre, mole haces justicia —respondió Khaemuast, enojado, como si su esposa hubiera atacado a la misma Tbubui—. ¿Te parece imposible que Harmin sepa apreciar en Sheritra todas las cualidades que no están a la vista? ¿Y por qué presumes enseguida que él no hace sino entretenerse para abandonarla después? Cuando menos, hagámonos ambos el cumplido de ser optimistas.
—¡Siempre has sido ciego a los defectos de todo el mundo, salvo a los míos! —le espetó Nubnofret, con acidez.
Y giró sobre los talones para alejarse por el prado ya en sombras con la túnica flotando tras ella como un fantasma.
Cuando se sentaron todos para la última comida del día, el enojo de su esposa se había reducido a una rígida formalidad. Khaemuast se dedicó deliberadamente a hacer la sonreír y acabó por conseguirlo. Bebieron las últimas tazas de vino sentados en los peldaños del embarcadero, que aún conservaban el calor del día, rodilla contra rodilla, observando el correr apenas perceptible del agua quieta. Al final, Nubnofret apoyó la cabeza en su hombro.
Él la dejó reposar allí durante un rato, aspirando el aroma de su tumultuosa cabellera, con la mano de ella abandonada en la suya, hasta que se despertó en él un manso deseo.
—Ven —susurró.
Y la condujo a los enmarañados arbustos que flanqueaban los peldaños para hacerle el amor. Pero al hacerlo empezó a nacer en él, por debajo de su impulso sexual, cierto desagrado hacia su esposa. Le repugnaban aquellos pechos grandes y blandos, sus caderas amplias y dóciles, la anchura de su boca generosa, ahora entreabierta de placer. No había en Nubnofret nada duro, escueto, enérgico. Cuando Khaemuast se apartó de ella, cayendo entre los pastos y las ramitas secas que se le clavaron en la espalda, comprendió que hubiera preferido hacer el amor con Tbubui.
Sheritra intentó no echar a correr cuando Harmin le sonrió desde la proa de su barcaza, a manera de saludo. Durante un fugaz momento deseó con todo su corazón alzar sus defensas y estar sana y salva en su cuarto charlando con Bakmut, lejos de aquella súbita complicación, de aquel enorme riesgo. Pero a aquella cobardía siguió pronto una sensación de alegre temeridad, nueva en ella. Irguió los hombros y caminó hacia él con toda la gracia que supo reunir, seguida por Amek y su soldado. Harmin le hizo una reverencia mientras ella subía la rampa y le daba los buenos días. De ese modo, le dejaba en libertad de hablar.
—Buenos días, princesa —respondió él con gravedad, ordenando con una seña que recogieran la rampa.
Amek y el soldado se instalaron en los dos extremos de la embarcación y Harmin condujo a Sheritra hacia la cabina.
La barcaza de su familia no era tan grande ni tan suntuosa como la de Khaemuast, pero estaba adornada con unos estandartes hechos de paño de oro, en los que se habían pintado en negro los Ojos de Horus. Las cortinas, recogidas hacia atrás, eran también de paño dorado, con unas borlas de plata. Sheritra ocupó el banquillo tapizado que Harmin le indicaba y le observó con disimulo mientras él acercaba unos almohadones y se sentaba en el suelo. Luego el joven se volvió para ofrecerle agua fresca y unas tajadas de carne fría, marinada con ajo y vino.
Su atuendo era tan sencillo como su barcaza, una simple faldilla blanca le ceñía los muslos largos y calzaba unas sencillas sandalias de cuero; pero su cinturón tenía incrustaciones de turquesa, así como los gruesos brazaletes de plata y el pectoral de finos eslabones que reposaba contra su pecho moreno. Entre sus flexibles omóplatos pendía un amuleto compuesto por una hilera de diminutos mandriles de oro, símbolos de Thot, que protegían a quien los usaba de ciertos hechizos destinados a atacar a la víctima por la espalda.
—He visto al Nilo reflejar los colores exactos de tus turquesas —comentó Sheritra, vacilante, sometiéndose con timidez al rito de aceptar el alimento y la bebida—. Son muy antiguas, ¿verdad? En la actualidad, las piedras de que se disponen son inferiores. Son completamente azules, no de ese antiguo azul verdoso que mi padre considera tan atractivo.
Harmin se sentó en cuclillas entre los almohadones, sonriéndole con sus ojos, brillantes bajo el kohol.
—Tienes razón. Son propiedad de mi familia desde hace muchos hentis y tienen un valor supremo. Las legaré a mi hijo mayor.
Sheritra sintió que le ardían las mejillas.
—Pensaba que hoy íbamos a pasear —dijo, apresuradamente—, aunque navegar por el Nilo es un gran placer.
Tomó un sorbo de agua y el fuego de su cara empezó a ceder.
—Pasearemos, desde luego. Tal vez cuando acabe el día me supliques que te traiga a la barcaza —bromeó Harmin—. Pero he decidido ahorrarte el polvo y el calor de la carretera costera de Menfis. Además, si las ferias son aburridas o están demasiado atestadas, podremos volver a bordo en cuestión de minutos. ¡Mira! Ya hemos cruzado el canal que tonduce al palacio de Thotmés 1. Supongo que has estado muchas veces allí, cuando tu abuelo se aloja en Menfis.
—Pues si —dijo Sheritra. Y casi sin darse cuenta empezó a hablar sobre Ramsés y su corte, sobre los contactos políticos de su padre y su vida de princesa—. No es tan maravillosa como puedas creer —comentó, con melancolía—. Mi rutina diaria y mi educación fueron mucho más rígidas que las de cualquier hija de noble. Ahora que ha acabado la tortura y podría considerarme libre, me enfrento a la perspectiva de que, un día de éstos, me prometan en matrimonio a algún erpa-ha hereditario para preservar la dinastía familiar de Ramsés. No me molesta que me casen, por supuesto, pero si la certidumbre de que no seré amada por mi futuro esposo. ¿Como podría amarme, si parezco hija de campesinos, no princesa?