El papiro de Saqqara (30 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
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Hablaba seriamente y con sencillez, y Hori la miró fijamente. «En cuanto a papá, no lo sé", pensó, angustiado, "pero para mi ya es demasiado tarde. Quiero estar con ella, observarla».

Y se levantó del diván, diciendo:

—Creo que debo asearme un poco antes de la cena. No te molestes si alguien hace comentarios sobre tu aspecto de esta noche, Sheritra. Compórtate como si este atuendo fuera lo habitual. La aprobación de mamá será insultante y papá preferirá no decir nada. A menos que quieras explicarles tus sentimientos. Pero sugiero que esperes un poco antes de hacerlo. Nos veremos en el comedor.

Y abandonó aquel cuarto cálido para dirigirse a sus habitaciones. Además de sentirse cansado y dolorido, se había deprimido súbita e inexplicablemente. Aquella noche se tendió en su diván, con el cabezal correctamente colocado para calmar las protestas de su columna, y contempló el parpadeo de la lámpara, que arrojaba móviles sombras hacia el techo, pintado de azul y sembrado de estrellas. Revivía el rato que había pasado con Tbubui, rememorando su cuerpo moreno y sus lentas sonrisas con una inquietud física y mental que le intrigaban y perturbaban. «Tbubui no es nada coqueta", pensó, intranquilo, "pero exuda una flagrante sexualidad en todo cuanto dice y hace».

Su mente se concentró en lo que ella había dicho sobre la tumba. «Tiene razón",decidió, satisfecho de ocultar aquella tarde con un asunto más serio. "Papá ha perdido interés en el proyecto y debería admitirlo ante mi al menos y permitirme continuar solo. Mañana ordenaré que derriben ese muro. Estoy ansioso de ver qué oculta; tal vez si encuentro algo importante pueda reavivar el entusiasmo de mi padre.»

Por la mañana vio a su padre un momento. Se sentía un poco culpable y estuvo a punto de revelarle sus planes, pero Khaemuast parecía reconcentrado en sí mismo y Hori acabó por pedir su litera y partió hacia Saqqara sin explicarle nada. La culpa continuó afligiéndole tras las protectoras cortinas, pero recordó las palabras de Tbubui y desechó aquel sentimiento. Aquel día reinaban un calor implacable y una luz cegadora. Tibi carreteaba hacia Makhir. Hori recordó con nostalgia la fresca penumbra dela tumba.

El capataz de las obras salió a su encuentro al verle apearse ante la tienda, ahora con un aspecto de permanente instalación, levemente desaliñada. Hori se detuvo a beber el agua que le ofrecía antes de dirigirse con él a los desportillados peldaños. Al pie de la escalera se agrupaban los artistas y los obreros, conversando ociosamente mientras esperaban las órdenes de la jornada. Le hicieron una reverencia que Hori recibió con una sonrisa distraída.

—Salgamos del sol —dijo.

El interior de la tumba estaba más o menos como el primer día. En realidad parecía mas fresca, pues se barría constantemente el suelo. Hori aspiró profundamente el aire, ahora límpido y húmedo, y se sintió más animado. El sepulcro se había convertido en su segundo hogar. Era él quien trabajaba allí en una provechosa paz, ganándose de los obreros, ordenando que se aplicara una pincelada aquí, un fragmento de piedra nueva allá, para que aquel lugar de descanso volviera a ser digno de sus habitantes. Le desencantaba la renuncia de su padre a examinar las hojas de papiro que le ponía ante el escritorio todos los días; pero al contemplar detenidamente las paredes pintadas, el suelo desigual y los graves objetos amortajados reconoció que Khaemuast tenía otras responsabilidades y trató de serenarse. Hizo una seña al capataz que aguardaba, y al jefe de los artistas, y pasó al cuarto de los sarcófagos.

—Ese muro —señaló—. Sus escenas e inscripciones, ¿están ya completamente copiadas?

—Si, Alteza —respondió de inmediato el jefe de los artistas—. El trabajo quedó terminado hace tres días. A propósito, la tarea de copiar todo lo que contiene la tumba concluirá dentro de tres días más.

—Gracias. Capataz, ¿es posible retirar una parte del muro cortando pequeños bloques y recolocarlos después? ¿Cuánto daño sufrirían las pinturas?

El hombre se tiró de la gruesa faldilla.

—Si te equivocas, Alteza, si no hay un cuarto atrás y la pared es de roca maciza recubierta de escayola, no podremos atravesarla, por supuesto. Podemos abrir agujeros, insertar unas cuñas de madera mojada y partir la roca en bloques, tan exactamente como podamos, pero la piedra se romperá en las partes en que las juntas sean débiles. No puedo asegurar mucha limpieza en el trabajo.

—Aunque haya detrás un cuarto y la pared sea sólo madera y yeso —intervino el jefe de artistas—, esas bellas pinturas quedarán destruidas. En esas circunstancias, Alteza, podría desarmar el muro limpiamente, pero es inevitable que la escayola se desmorone y destruya las pinturas.

—¿Y se podrían reproducir nuevamente a partir de las copias hechas? —preguntó Hori.

El hombre asintió de mala gana.

—Sí, se podría y de una manera muy auténtica. Pero no serian los originales, Alteza, por muy hábilmente que se pinten. ¿Quién sabe qué encantamientos y plegarias se entonaron amorosamente al ejecutar esta gran obra?

«Eso es muy cierto", pensó Hori. "Pero en la atmósfera de este sitio no hay amor, por muy a gusto que me sienta en él. Más que plegarias y encantamientos, debieron de ser maldiciones y hechizos malignos. ¿Qué debo hacer?»

Sus servidores aguardaban en silencio, mientras él clavaba la vista en el suelo, frunciendo el entrecejo. Se preguntaba qué hubiera hecho Khaemuast, pero su padre se había involucrado demasiado desde el principio en ese descubrimiento, de un modo sobrenatural. Además, ¿acaso no había renunciado a su derecho de tomar decisiones sobre la tumba? «Por mucho que le amara", se dijo Hori, "soy yo quien ha de asumir la responsabilidad de esta decisión».

Por fin, levantó la cabeza.

—Abre un agujero —dijo al capataz—. Allí, donde el cielo se encuentra con la palmera. Si la pared es de roca, no será muy difícil rellenarlo y volver a pintarlo. Si no… —Giró sobre sus talones—. Avísame cuando hayas acabado.

Supuso que su jefe de artistas protestaría, pero el hombre no dijo nada. Hori salió al sol, que cayó sobre él como un fuerte golpe, trayéndole un vivido recuerdo de Tbubui envuelta en los sutiles pliegues de su manto, con el cabello negro agitado por la brisa caliente, llevándose a los labios la taza de vino y sonriéndole por encima.

Caminó por la arena hasta su tienda y se dejó caer en la silla, a la sombra del toldo. Con los ojos entornados para protegerlos del resplandor, contempló la nada de la arena y el furioso cielo azul, preguntándose cómo sugerir a su padre que una mujer de más edad y menor alcurnia, procedente de un rincón perdido como Coptos, podía ser una adecuada esposa principal para uno de los primeros príncipes de Egipto. Una hora después el capataz se inclinó ante él, parpadeando como un búho tras el fino polvo gris que le cubría la cara.

—Hemos abierto el agujero, Alteza —dijo, en respuesta a la áspera pregunta de Hori—. Y en una parte atraviesa madera. Parece que nos vemos ante una puerta escondida cubierta de escayola.

Hori se levantó.

—Lleva a tus hombres allí y examínala con cuidado. No es cuestión de romper más de lo preciso. Cuando tengas todo medido y marcado, utiliza las sierras Imas y abrid esa puerta.

Reprimió su impulso de correr a la tumba para ver con sus propios ojos el revelador agujero. Sus hombres, hábiles y bien adiestrados, ejecutarían el trabajo con igual eficiencia sin él. El capataz le hizo una breve reverencia. Hori pidió la comida, lamentando que Antef no estuviera con él. Su amigo le había solicitado ausentarse unos días para visitar a su familia, que vivía en el Delta, y le echaba de menos. «¿Y si mi padre decide inesperadamente visitar hoy la tumba?", pensó de pronto, con una punzada de preocupación. "¿Qué le diré?» La culpabilidad que sentía por lo que había hecho en el sepulcro se mezclaba con la que le causaban sus sentimientos hacia Tbubui. Pero se encogió mentalmente de hombros, dio las gracias al hombre que le estaba sirviendo los platos y comenzó a comer.

Después del almuerzo entró en la tienda para tenderse a dormir en el catre. Su camarero le despertó dos horas después, cumpliendo la orden recibida, y volvió a sentarse bajo el toldo, a calmar la sed con cerveza, mientras un sirviente le lavaba con suavidad el sudor del sueño. En la llanura, un perro del desierto jadeaba a la leve sombra de una pequeña roca, semienterrada. En el feroz cielo de bronce, un halcón giraba perezosamente y su grito levantaba ecos espasmódicos en el aire sofocante.

«Tenemos que atravesar ese muro hoy mismo. ¿Por qué tardan tanto?», pensó Hori, preocupado, y contemplando las frescas gotas de agua que se evaporaban de sus muslos desnudos.

Una hora después acudió nuevamente el capataz, corriendo por la ardiente arena. Algo en su carrera alertó a Hori y le hizo levantarse con el corazón palpitante. El hombre hizo una torpe reverencia y él le indicó con una seña que se pusiera a la sombra.

—¿Y bien? —le espetó, con urgencia.

Su capataz respiraba trabajosamente.

—Detrás hay una habitación —barbotó—. Muy oscura, Alteza. Y huele muy mal.

Mucho antes de que mis hombres hubieran terminado de cortar la puerta, el agua empezó a filtrarse por el dintel hacia la cámara de los sarcófagos. Los obreros están muy intranquilos y se han ido en cuanto han acabado la tarea.

—¿Se han ido? —repitió Hori—. ¿Han huido?

El capataz se puso rígido.

—Los sirvientes del ilustre Khaemuast no huyen —replicó—. Los vi tan aprensivos,

Alteza, que les ordené volver a casa y regresar mañana por la mañana.

Hori no dijo nada. Todos sus capataces eran jefes competentes, que conocían a sus subordinados. Hubiera sido tonto entrometerse en sus métodos de mando.

—Muy bien —replicó, al cabo de un rato—. ¿Están encendidas las antorchas? Voy a echar un vistazo.

El capataz vaciló.

—Tal vez fuera prudente llamar a un sacerdote, Alteza. Alguien que queme incienso y pida la protección de los dioses para ti y los habitantes de la tumba, y…

Vaciló.

—¿Y qué? —preguntó Hori, con interés.

—El perdón para ti.

—No seas pomposo —repuso el joven—. No es algo adecuado a un hombre lleno de polvo y sudor, como las mujeres que se cubren la cara con pasta de alabastro y natrón para mejorar el cutis. —Pero cedió al ver la acentuada incomodidad de su sirviente—. No temas. Mi padre, tú y yo trabajamos juntos en esto desde hace muchos años. ¿Acaso no soy yo mismo sacerdote del poderoso Ptah? Ven. Quiero ver ese misterio.

El aire de la tumba se había alterado nuevamente. Hori lo percibió en cuanto abandonaron el corto pasillo de la entrada y penetraron en la primera cámara. Un rancio olor a agua estancada invadió su olfato y le produjo la sensación de sentir el agua, pegajosa, contra la piel. El capataz se estremeció. Hori pasó rápidamente a la sala de los sarcófagos, donde los dos portadores de antorchas, uno junto al otro, se apretaban de espaldas a la pared, observando nerviosamente una abertura negra y mellada, larga y estrecha, en cuyo umbral la luz producía unos reflejos fangosos. Por encima del umbral, se extendía la oscuridad hacia los sarcófagos. El olor era ahora repugnante, pero provocó en Hori un vago recuerdo que desapareció enseguida. No era la primera vez que olía a aguas podridas, desde luego, pero nunca en aquellas circunstancias. Su mente fundió vagamente el olor con otra cosa, con algo agradable, pero la impresión se desvaneció de inmediato. Hori avanzó hacia el agujero y pidió una antorcha con ademán impaciente. En cuanto la tuvo en la mano extendió el brazo y miró hacia adelante.

El cuarto era muy pequeño y parecía estar sin terminar. Los muros eran de roca desnuda y en ellos se habían abierto unos toscos nichos del tamaño de un hombre, probablemente para instalar allí a los shawabtis, que estaban vacíos. Por todas partes serpenteaban unas delgadas franjas de verdín morado. El suelo era una lámina de agua negra y hedionda, que reflejaba apagadamente la luz de la antorcha y lamía los pies del joven como una amenaza lenta y fácil. En el centro del cuarto, aislados por aquel mar misterioso y poco profundo, se veían dos ataúdes sin tapa. Hori tomó aliento y alargó el cuello, adelantando la antorcha todo lo que pudo, en un intento de divisar el contenido de los ataúdes, pero sólo percibió unas sombras vacilantes. Lanzó un gruñido, agachó la cabeza y avanzó un tímido paso en el agua. El capataz dejó escapar a su espalda una grave exclamación que él no atendió. Su movimiento agitó la superficie oscura del agua y abrió en ella unos leves círculos que se alejaron lentamente hasta besar la pared opuesta, con un suave ruido de succión. A Hori se le erizó la piel.

Vadeó lentamente por el agua en dirección a los ataúdes. El agua era ahora ligeramente más profunda. Sintió que le cubría los tobillos y le estremeció la textura aceitosa que tenía el suelo de roca, tanto tiempo sumergido. No obstante siguió avanzando, murmurando por lo bajo, casi sin darse cuenta, una letanía a Ptah. Llegó a los sarcófagos y se asomó a su interior. Eran sólo unas grandes artesas de piedra, toscamente ahuecadas, y estaban vacías. Hori observó con atención su fondo irregular, y decidió que alguna vez debían haber sido ocupados, pues había rastros de sales de embalsamamiento, ya ennegrecidas y mezcladas con fluidos de los cadáveres, que habían manchado la piedra con el tiempo.

Con cuidado, muy lentamente, recorrió la cámara, tanteando el suelo con los pies. Por nada del mundo hubiera hundido las manos en aquel cieno. Pero sus dedos no encontraron lo que buscaba.

—No hay tapas —dijo en voz alta y su voz sonó inexpresiva y ahogada.

De pronto, emitió un grito de sorpresa. La antorcha acababa de mostrarle una pequeña arcada abierta en la base del muro derecho, de diámetro apenas suficiente para que un hombre pudiera pasar por ella. Se inclinó e introdujo la mano libre. Una piedra arenosa, fría y seca, se inclinaba hacia arriba en una pendiente gradual. Todo en él se resistía a hacer lo que consideraba necesario. «Maldito seas, Antef», pensó, enojado.

«¿Por qué tuviste que irte justamente ahora. Tú no hubieras tenido miedo aquí. Me habrías ayudado.»

—¡Capataz! —llamó—. ¡Ven aquí!

Hori oyó unos susurros, pero no se volvió. Aguardó, sintiéndose de pronto muy solo y muy vulnerable. La lúgubre frialdad de aquel sitio le producía escalofríos en la columna. «Ojalá hubiera tenido coraje para decírselo a mi padre, después de todo", pensó. »Ojalá estuviera él aquí, a mi lado, para hacerse cargo de todo con esa aura de autoridad y seguridad que tanto nos tranquiliza a todos, servidores y familiares.

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