El papiro de Saqqara (74 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
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Hizo una pausa, preparando el siguiente ataque. Su concentración se volvió absoluta. El poder se deslizaba a su lengua y la confianza a su cuerpo.

—Se tornarán corruptos, tendrán gusanos, se debilitarán, hederán. Se descompondrán, se tornarán pútridos. No existirán, no serán fuertes, sus vísceras serán destruidas, sus ojos se pudrirán, sus orejas no podrán oír, sus lenguas no podrán hablar, su pelo será cortado. Sus cadáveres no son permanentes. Perecerán en esta tierra por siempre, pues yo soy Set, señor de los dioses.

Ahora estaban enredados los tres en la telaraña de la magia. Aún vivos, pero ya no capaces aunque quisieran, de escapar al destino que los aguardaba. Pero no bastaba con destruir sus cuerpos. Khaemuast sabía que no estaría a salvo mientras existiera una posibilidad de que sus kas hubieran sobrevivido. Era preciso borrarlos por completo y el único modo de hacerlo era cambiarles de nombre. Un nombre era algo sagrado, si el nombre sobrevivía, los dioses podían encontrar a la persona, reconocerla, darle la bienvenida a su presencia eterna e incluso quizás otorgarle el don de volver a su cuerpo. Khaemuast reprimió severamente el escalofrío que le causó este pensamiento. Ahora no podía vacilar. No debía pensar, no debía imaginar y, por encima de todas las cosas, no debía tener miedo.

Inclinó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos.

—Soy Set, cuya venganza es justa —graznó—. Del nombre Nenefer-ka-Ptah retiro el nombre del dios Ptah, creador del mundo, para que su poder no pueda imbuir al enemigo de su fuerza. Del nombre Ahura retiro el nombre del dios Ra, sol glorioso, para que su poder no pueda imbuir al enemigo de su fuerza. Del nombre Merhu retiro el nombre del dios Hu, la Divina Pronunciación y la Lengua de Ptah, para que su poder no pueda imbuir a este enemigo de su fuerza. Ahora, cambiaré los hombres así: Ptah-le-odia, Ra-la-quemará, Hu-le-maldecirá. Lo positivo se ha convertido en negativo y lo negativo se convertirá en aniquilación. ¡Morid la segunda muerte! ¡Morid, morid, morid!

Se acercó a las figuras y al papiro que hacían sobre la mesa, pero en aquel momento alguien llamó suavemente a la puerta.

—Khaemuast, sé que estás ahí. ¿Qué haces?

Era Tbubui.

Khaemust se quedó petrificado y Kasa dejó escapar un leve grito. El príncipe se volvió ferozmente hacia él, acallándole con una mueca, aterrorizado por la posibilidad de que el sirviente rompiera el hechizo en aquel momento crucial. Kasa tragó saliva y asintió.

—Estás tratando de hilar un hechizo, ¿verdad, queridisimo? —La voz femenina le llegaba apagada por la madera. Khaemuast la oyó rascar la puerta con las uñas—. Renuncia a ello. Dame otra oportunidad de hacerte más feliz aún. Puedo satisfacerte como ninguna otra mujer, Khaemuast. ¿Tan malo será? Sólo quiero vivir, sólo quiero lo que todo el mundo quiere. ¿Puedes reprocharme eso?

Había elevado la voz y el príncipe, que la escuchaba en una súbita agonía, reconoció un asomo de histeria en ella, pero no se movió.

—Adiviné lo que estabas haciendo cuando abrí los ojos y no te encontré junto a mi —prosiguió ella, en voz muy alta—. Lo presentí, podía sentirlo. Estás intentando librarte de nosotros, ¡Oh, cruel Khaemuast! Pero tus esfuerzos serán infructuosos. Thot te ha abandonado. Tus palabras no tendrán poder. Thot…

Su voz se apagó. Los dos hombres vigilaban la puerta, oyendo los furtivos movimientos con que ella probaba la cerradura. De pronto, cesaron. Khaemuast podía verla casi pensar al otro lado, con la túnica de dormir flotando a su alrededor, el pelo desaliñado y el cuerpo inclinado.

—No es Thot —recomenzó ella, débilmente—. Claro que no. Es Set, ¿verdad? Set, cuyo pelo rojo se repite en tu familia. ¡Oh, dioses! —De pronto una tormenta de golpes rebotaron contra la puerta y ella empezó a aullar—. ¡Khaemuast! ¡Te amo, te adoro! ¡No hagas esto, por favor! ¡Estoy aterrorizada! ¡Déjame vivir!

El príncipe se volvió una vez más hacia la mesa con la boca seca, tratando de reunir la saliva que le hacia falta. Ella seguía gritando y sollozando, golpeando la puerta con los puños y los pies. Khaemuast no podía borrar su imagen, desesperada y súbitamente enloquecida por el miedo. Con deliberación, escupió en el papiro y en cada uno de los muñecos.

—¡Anatema! —pronunció.

El ruido cesó en el pasillo y se oyó un grito.

—¡Ah, dioses, no! ¡Eso me duele, Khaemuast! ¡Basta, por favor!

Él tomó los muñecos y el papiro con mucho cuidado y los depositó en el suelo. Luego, levantó el pie izquierdo y lo retorció lentamente sobre las figuras. Tbubui empezó a gemir con un horrible gorgoteo y Kasa se cubrió los oídos con las manos y se tiró al suelo.

—No voy a morir definitivamente, ¡no! —gritó ella—. Volveré, ¡oh, chacal sonriente, porque no se puede contradecir al Pergamino!

—¡Oh, si que se puede! —susurró él—. Anatema, Tbubui, anatema.

Se arrodilló y, tomando su cuchillo de marfil, lo deslizó con mucha suavidad sobre las tres blandas figuras de cera. Luego lo clavó con fuerza en el papiro, que se desgarró con un ruido inquietante. El príncipe cogió el cuenco donde le habían traído el agua y, después de vaciarlo y secarlo, introdujo en él los mutilados trozos de su obra, acercó la llama y una mecha y le prendió fuego a todo. El papiro se encendió de inmediato y la cera empezó a fundirse.

—Anatema —susurró por última vez.

Tbubui había empezado a aullar en voz alta e inhumana. Se la oía retorcerse ante la puerta, golpeándola salvajemente con los puños y los talones. La cera iba formando un charco en el fondo del cuenco y el papiro se consumió, ennegrecido, hasta reducirse a unas pocas cenizas. Ninguna de las estatuillas era ya reconocible.

Khaemuast se echó a llorar. «He tenido suerte", pensó, llorándole los ojos por el incienso y el acre humo del papiro quemado. "Mi encantamiento no ha fallado. Set se ha sometido a mi voluntad, pero vuelve ya a erguirse y me mira con su ojo negro, de lobo cruel. No creo que vuelva a apartarlo jamás de mi.»

Poco a poco cobró conciencia de que reinaba una profunda paz en la habitación y, con ella, el tímido asomo de aurora. Se enjugó la cara con el lienzo y lo dejó caer, sustituyéndolo por la arrugada faldilla que llevaba puesta al principio. Alguien tenía que haber escuchado aquellos demenciales gritos. Pronto el pasillo estaría lleno de guardias que encontrarían… ¿qué cosa? Miró a su alrededor. El despacho estaba en desorden y hedía a incienso rancio, a sudor y a la mirra con que se había untando. En ese momento, la llama se apagó con un chisporroteo, pero Khaemuast podía ver todavía a su criado personal, pálido, recostado contra la pared.

—Abre la puerta, Kasa —ordenó.

El sirviente le miró fijamente.

—Alteza —susurró—, ¿qué ha ocurrido aquí? ¿Qué has hecho?

—Me he liberado de un gran mal —explicó Khaemuast, fatigado— y ahora debo aprender a vivir con uno mayor. Más tarde hablaré ante todos los habitantes de la casa. Ahora, Kasa, abre la puerta.

El hombre obedeció, con pie inseguro, pero al tocar la cerradura se detuvo.

—Alteza —preguntó, sin volverse—, el nombre secreto de Set…

—Es el que he dicho —interrumpió Khaemuast—. Pero no se te ocurra utilizarlo, viejo amigo mío. Ni siquiera a los aprendices de magia se les revela algo semejante, en aras de su propia seguridad. Te felicito por tu coraje.

Kasa abrió la puerta. Tbubui yacía acurrucada, de cara a la habitación, con una mano apoyada contra la base de la puerta. Los dedos, las rodillas y los pies habían estallado, pero la carne que se veía era púrpura y seca y no había sangre en el suelo. El hedor de la putrefacción era tan intenso en el pasillo que Kasa sintió arcadas. Khaemuast, sin darle importancia, se arrodilló y le apartó el cabello del rostro. Los ojos estaban vftreos y sin expresión; los labios contraídos mostraban los pequeños dientes. Tuvo la impresión de que el cuerpo ya se estaba hinchando y comprendió que no tenía mucho tiempo. Los soldados se acercaban ya hacia él corriendo y en algún lugar de la casa se oían gritos. Se levantó. Los guardias se detuvieron a saludarle, atónitos, pero Khaemuast no deseaba dar explicaciones, todavía no.

«Me deja como legado algo más que mi condenación", pensó, contemplando aquellas caras, "pues la amo aún, todavía siento ansias de ella. Es un deseo antinatural, compulsivo y terrible. Ninguno de los poderes que conozco me librará nunca de esta carga».

—Llevadía al jardín —ordenó, secamente—. Amek, ¿estás ahí?

El capitán de la guardia se presentó con una reverenda.

—¿Si, Alteza?

—Ve con seis hombres a la casa de Sisenet, en la orilla oriental. Allí encontraréis dos cadáveres, el de Sisenet y su hijo. Traedios aquí y preparad una pira. Luego, preséntate a mi.

Los hombres empezaron a murmurar algo, pero Amek se limitó a inclinarse. Luego impartió una brusca orden y se volvió en redondo.

Khaemuast echó una mirada más al cuerpo de Tbubui, mientras sus guardias se agachaban para levantarla tímidamente. Luego buscó el hombro de Kasa y, apoyándose en él, volvió a sus habitaciones. En el camino pasó junto a la nueva entrada que conducía a las bellas habitaciones edificadas para Tbubui y desvió la vista.

Ya en la seguridad de sus aposentos, indicó a Kasa que se retirara a descansar y se acercó a su diván. La copa de la que ella había bebido poco antes permanecía aún sobre la mesa. La recogió, el fondo parecía aceite. El diván aún tenía la marca de su cuerpo; la almohada estaba ahuecada en el sitio donde se había posado su cabeza. El príncipe se sentó pesadamente, sujetando la almohada entre los brazos, y permaneció así, meciéndose entre sollozos, mientras la luz cobraba fuerzas y calor, mientras los pájaros iniciaban sus gorjeos y sus riñas en los árboles, más allá de la ventana.

Tres horas después, Amek pidió permiso para presentarse. Khaemuast, aturdido por la fatiga mental, dejó la almohada a un lado y salió a recibir a su capitán.

—Misión cumplida —informó Amek—. Los cuerpos estaban allí, como habían dicho. El hombre Sisenet había caído en la mesa de su cuarto. Tenía un muñeco de maldición en la mano, Alteza, y en la otra un escorpión muerto. El muchacho Harmin murió en su diván.

Khaemuast hizo un ademán de asentimiento, pero Amek no había terminado todavía.

—He visto muchos muertos, Alteza —prosiguió, vacilando—, en mi carrera de soldado. Pero estas personas no parecían cadáveres frescos. Están hinchados y hieden, y, sin embargo, tienen los miembros rígidos. No lo comprendo.

—Yo si —dijo Khaemuast—. Es que murieron hace mucho tiempo, Amek. Ponlos en la pira y trata de no tocarlos demasiado.

—Pero Alteza —protestó Amek, horrorizado—, si los quemas y no dejas que los momifiquen, los dioses no podrán encontrarlos. Sólo sus nombres podrán asegurarles la inmortalidad. Y los nombres son unas claves muy endebles para los Divinos.

—Lo son, en efecto —asintió Khaemuast, con deseos de reír y de llorar al mismo tiempo—. Pero confía en mi, Amek. Lo que te ordeno hacer es cuestión de magia. No te preocupes.

El capitán hizo un silencioso gesto de obediencia y salió a cumplir sus órdenes. Khaemuast fue a las habitaciones de Sheritra y ahora no pidió permiso para entrar.

Apartó a Bakmut de un empellón y cruzó a grandes pasos la antesala para entrar en la alcoba de su hija. Estaba despierta, pero aún no se había levantado. Las persianas seguían bajas. Ella parpadeó en la penumbra y por fin se incorporó con un movimiento brusco.

—No eres bien recibido aquí, papá —comenzó, fríamente.

Pero Khaemuast observó que le recorría con una mirada más detenida. Se vio con sus ojos: el cuerpo, cubierto de aceite, el cuello, manchado por el natrón que se había puesto tras las orejas, el pecho, desnudo y untado de ungüento gris, las palmas, sucias y el copioso sudor empeorándolo todo. Sheritra bajó cautelosamente los pies al suelo.

—Has estado haciendo un conjuro —dijo—. ¡Oh, papá! ¿Qué ocurre?

—Hori ha muerto —respondió él, con un nudo en la garganta.

Ella asintió.

—Lo sé. ¿A qué viene tu sorpresa? —Su expresión se volvió hermética—. No quiero seguir hablando contigo de eso. Voy a empezar el duelo. Yo, al menos, le quería —le tembló la voz—. Si esa zorra finge un dolor que no siente, la mataré con mis propias manos.

Él le respondió tendiéndole el manto.

—Ponte esto, Sheritra, es una orden. Si te niegas, yo mismo te llevaré fuera. Te prometo que será la última vez, exceptuando los funerales de Hori, en que tendrás que ver mi cara.

Ella le miró con suspicacia y luego le arrancó el manto de las manos y se cubrió con él. Khaemuast la llevó al jardín, ya colmado con la luz temprana. No le ahorró el espectáculo que allí se ofrecía. Al contrario, se apartó al pasar por entre las columnas, para no estorbar su visión. Durante un momento fue evidente que ella no comprendía la escena. Khaemuast se limitó a pasear la mirada por el montón de leña seca y retorcida, coronada por tres cadáveres rígidos y desfigurados. Sheritra aspiró bruscamente y avanzó hacia ellos, como sonámbula. Su padre la siguió. La muchacha dio dos vueltas a la pira, deteniéndose tan sólo para contemplar el rostro amarillento y vacío de Merhu. Luego, se situó ante su padre.

—Esto es obra tuya —dijo.

—En efecto. Hori tenía razón desde el principio. Te ordeno que te quedes a ver cómo arden.

La expresión de Sheritra no había cambiado, seguía siendo dura e indiferente.

—Pues ya es demasiado tarde para Hori —replicó—. Si le hubieras creído, si hubieras hecho un conjuro para él, todavía estaría con vida.

—Si yo le hubiera creído, si no hubiera violado esa tumba, si no hubiera robado el objeto que no me pertenecía, si no hubiera buscado a la misteriosa Tbubui… —Hizo una señal a Amek—. Quémalos.

Khaemuast recibió con agrado la incómoda turbulencia de las crecientes llamas El odio que sentía por sí mismo y por los dioses era demasiado intenso para permitirle pensar con coherencia. Los cuerpos chisporroteaban al ser alcanzados por las llamas, pero Sheritra se mantenía inmóvil y en silencio. Sólo una vez reaccionó, conteniendo el aliento. Fue cuando los viejos tendones empezaron a tensarse por el calor y los cuerpos se contorsionaron, uno tras otro, sentándose y recogiendo las rodillas en una grotesca parodia de vida. Los dos permanecieron allí hasta que la hoguera perdió fuerza y se apagó, hasta que sólo quedó un corazón de brasas en cuyo centro se acumulaban unos cuantos huesos ennegrecidos. Entonces, Sheritra se acercó a su padre.

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