El pasaje (104 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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Sara estaba llorando. Todo el mundo estaba llorando. Se sentó en el suelo al lado de Alicia y le tocó el codo.

—Está muerto, Lish.

Alicia la rechazó con un violento encogimiento de hombros.

—¡No digas eso! —Apretó la forma sin vida del muchacho contra su pecho—. ¡Escúchame, Caleb! ¡Abre los ojos! ¡Abre los ojos ahora mismo!

Peter se agachó junto a ella.

—Se lo prometí —suplicó Alicia, abrazada a Caleb—. Se lo prometí.

—Lo sé. —Fue lo único que se le ocurrió decir—. Todos lo sabemos. No hay nada que hacer. Déjalo ya.

Peter liberó con suavidad el cuerpo de sus brazos. Los ojos de Caleb estaban cerrados, el cuerpo inmóvil yacía sobre el suelo. Aún calzaba las zapatillas amarillas (uno de los cordones se había desatado), pero el chico que había sido ya no existía. Caleb había desaparecido. Durante un largo momento, nadie dijo nada. Sólo se oían los pájaros, el viento en las puntas de la hierba y la respiración semi estrangulada de Alicia.

Entonces, en un súbito arrebato, Alicia se puso en pie, se apoderó de la pistola de Jude, caída en el suelo, y se dirigió hacia Olson. Una mirada llena de furia hacía brillar sus ojos. El arma era enorme, un revólver de cañón largo. Cuando Olson levantó la vista hacia la forma oscura que se cernía sobre él, ella echó la mano hacia atrás y le golpeó en la cara con la culata del arma. El hombre se desplomó, mientras Alicia amartillaba el revólver con el pulgar y apuntaba el cañón a su cabeza.

—¡Maldito seas!

—Lish... —Peter se acercó a ella con las manos levantadas—. Él no mató a Caleb. Baja el arma.

—¡Vimos morir a Jude! ¡Todos los vimos!

Un reguero de sangre brotaba de la nariz de Olson. No hizo el menor esfuerzo por defenderse o alejarse.

—Era familiar.

—¿Familiar? ¿Qué significa eso? Estoy harta de tu lenguaje ambiguo. ¡Habla en cristiano, maldita sea!

Olson tragó saliva y se lamió la sangre de los labios.

—Significa... Puedes ser uno de ellos sin ser uno de ellos.

Los nudillos de Alicia estaban blancos, debido a la fuerza con la que sujetaba la culata del revólver. Peter sabía que iba a disparar. Daba la impresión de que nada podía impedirlo. Era lo que iba a pasar, así de sencillo.

—Adelante y dispara, si quieres. —La expresión de Olson era impasible. Su vida ya no significaba nada para él—. Da igual. Babcock vendrá. Ya lo veréis.

El cañón había empezado a oscilar, sacudido por la corriente de rabia de Alicia.

—¡Caleb no da igual! ¡Valía más que todo vuestro puto Refugio! ¡Nunca tuvo a nadie! ¡Yo era su familia! ¡Yo era su familia!

Alicia emitió un aullido, un sonido de dolor animal, y después apretó el gatillo, pero no salió ninguna bala. El percusor cayó sobre una recámara vacía.

—¡Joder! —Apretó el gatillo una y otra vez. El revólver estaba descargado—. ¡Joder, joder, joder!

Después se volvió hacia Peter, la pistola inútil cayó de su mano, se inclinó sobre sí misma y lloró.

Por la mañana, Olson se había ido. Las huellas conducían a la alcantarilla que había debajo de la carretera. Peter no tuvo que mirar para saber hacia dónde se dirigía.

—¿Vamos a buscarlo? —preguntó Sara.

Estaban parados junto al tren vacío, mientras reunían sus últimos útiles.

Peter sacudió la cabeza.

—Creo que es absurdo.

Se reunieron alrededor del lugar donde habían enterrado a Caleb, a la sombra de un álamo. Señalaron el lugar con un pedazo de chatarra que Michael había arrancado del casco y grabado con la punta de un destornillador, para después clavarlo al tronco del árbol con tornillos.

CALEB JONES

ZAPATILLAS

UNO DE LOS NUESTROS

Todo el mundo estaba presente, excepto Amy, quien se mantenía apartada, en la hierba alta. Al lado de Peter se encontraban Maus y Theo. Mausami se apoyaba en una muleta que Michael había improvisado a partir de un trozo de tubo. Sara había examinado su herida y dictaminado que podía viajar, siempre que no forzaran la marcha. Theo había dormido toda la noche de un tirón y despertó al amanecer. Si bien no parecía estar mucho mejor, al menos daba la impresión de estar en vías de recuperarse. No obstante, parado a su lado, Peter intuyó que a su hermano le faltaba algo. Algo había cambiado, estaba roto o se lo habían arrebatado. Le habían robado algo en aquella celda. En el sueño. Con Babcock.

Pero era Alicia quien más le preocupaba. Estaba parada al pie de la tumba con Michael, una escopeta acunada en el pecho, el rostro todavía hinchado a causa del llanto. Durante mucho rato, el resto del día anterior y toda la noche, no había dicho casi nada. Cualquier otro habría supuesto que se debía al dolor por la muerte de Caleb, pero Peter sabía que no se trataba de eso. Quería al muchacho, era cierto. Todos lo querían, y la ausencia de Caleb era como si les hubieran arrebatado una parte de lo que eran. Pero lo que Peter veía cuando miraba a Alicia a los ojos era un sentimiento de pena más profundo. Ella no tenía la culpa de que Caleb hubiera muerto, y Peter así se lo había dicho. Pero seguía creyendo que le había fallado. Matar a Olson no habría solucionado nada, aunque Peter no podía dejar de creer que, de alguna manera, habría ayudado. Tal vez por eso no se había esforzado demasiado en arrebatarle el arma de Jude; de hecho, ni lo había intentado.

Peter se dio cuenta de que estaba esperando, por pura costumbre, a que su hermano hablara, a que diera la orden que iniciaría el día. Como no lo hizo, Peter se colgó al hombro la mochila y habló.

—Bien —dijo, con la garganta seca—, deberíamos irnos. Aprovechar la luz del día.

—Hay cuarenta millones de pitillos sueltos por ahí —dijo Michael en tono lúgubre—. ¿Qué probabilidades tenemos si vamos a pie?

Amy entró en el círculo.

—Se equivoca —dijo Amy.

Por un momento, nadie habló. Ninguno parecía saber adónde mirar, a Amy, a los demás, un frenesí de miradas asombradas y sorprendidas que paseó alrededor del círculo.

—¿Sabe hablar? —preguntó Alicia.

Peter se acercó a ella con cautela. La cara de Amy parecía diferente, ahora que había oído su voz. Era como si de repente se hubiera hecho presente para ellos.

—¿Qué has dicho?

—Michael se equivoca —afirmó la chica. Su voz no era ni de mujer ni de niña, sino de algo intermedio. Hablaba sin entonación, como si estuviera leyendo las palabras en un libro—. No son cuarenta millones.

Peter tuvo ganas de reír o de llorar, aunque no sabía de qué. Después de todo lo ocurrido, que empezara a hablar en ese preciso momento...

—Amy, ¿por qué no habías dicho nada hasta ahora?

—Lo siento. Creo que me había olvidado de cómo se hace. —Frunció el ceño, como si reflexionara sobre aquella idea—. Pero ahora me he acordado.

Todo el mundo guardó silencio de nuevo, mientras la miraban con estupefacción.

—Si no hay cuarenta millones —probó Michael—, ¿cuántos son?

Ella alzó la mirada para verlos a todos.

—Doce —dijo Amy.

IX
La última expedicionaria
56

Del Diario de Sara Fisher (El Libro de Sara)

Presentado en la III Conferencia Global sobre el Período de Cuarentena en Norteamérica

Centro para el Estudio de las Culturas y Conflictos Humanos

Universidad de Nueva Gales del Sur, República Indoaustraliana

16-21 de abril de 1003 d.V.

[Empieza el extracto]

[...] y fue entonces cuando descubrimos el huerto, una visión que fue bienvenida, puesto que llevábamos tres días sin comer nada, desde que Hollis mató el ciervo. Ahora estamos cargados de manzanas. Son pequeñas y agusanadas, y si comes demasiadas te dan retortijones, pero es estupendo volver a tener el estómago lleno. Esta noche pernoctaremos en un cobertizo de metal oxidado lleno de coches antiguos, que apesta a palomas. Parece que hemos perdido la carretera, pero Peter dice que si continuamos andando en línea recta hacia el este, deberíamos llegar a la autopista 15 dentro de uno o dos días. El plano que encontramos en la gasolinera de Caliente es lo único que tenemos para guiarnos.

Amy habla un poquito más cada día. El tener a alguien con quien hablar sigue pareciéndole una novedad, y a veces da la impresión de que se esfuerza por encontrar las palabras, como si estuviera leyendo un libro en su mente y buscara las correctas. Pero estoy segura de que hablar la hace feliz. Le gusta mucho utilizar nuestros nombres, incluso cuando está claro a quién está hablando, lo cual parece raro, pero ya nos hemos acostumbrado todos, y hasta lo hacemos nosotros. Ayer me vio ocultarme tras un arbusto y me preguntó qué estaba haciendo, y cuando le dije que iba a mear, sonrió como si le hubiera dado la mejor noticia del mundo y dijo, en voz muy alta: «Yo también necesito mear, Sara». Michael estalló en carcajadas, pero a Amy no pareció importarle, y cuando terminamos, dijo, muy educadamente (pues siempre es educada): «Había olvidado cómo se decía. Gracias por mear conmigo, Sara».

Eso no quiere decir que la entendamos siempre, porque la mitad del tiempo no podemos. Michael dice que es como hablar con Tía, pero peor, porque con Tía siempre sabes que te está tomando el pelo. Amy no parece recordar nada sobre su lugar de procedencia, salvo que tiene montañas y nieva, o sea, que podría ser Colorado, aunque la verdad es que no lo sabemos. No parece asustada de los virales, ni siquiera de aquellos a los que llama los Doce, como Babcock. Cuando Peter le preguntó qué hizo en el Ruedo para conseguir que no matara a Theo, Amy se encogió de hombros y dijo, como quien no quiere la cosa: «Le pedí por favor que no lo hiciera. No me gustaba ése. Está lleno de sueños malos. Pensé que sería mejor pedírselo por favor y darle las gracias».

¡Un viral, y le dijo «por favor»!

Pero lo que se me ha quedado más grabado en la memoria es lo que pasó cuando Michael le preguntó cómo había sabido volar el enganche. «Me lo dijo un hombre llamado Gus», contestó Amy. Ni siquiera sabía que Gus iba en el tren, pero Peter explicó lo que había pasado a Gus y a Billie, que los virales los habían matado, y Amy asintió y dijo: «Eso fue cuando...». Peter se quedó muy callado un momento y la miró fijamente. «¿Qué quieres decir?», preguntó, y Amy contestó: «Eso fue cuando me lo dijo, después de caer del tren. Los virales no lo mataron, creo que se rompió el cuello, pero estuvo vivo un ratito más. Fue él quien puso la bomba entre los vagones. Comprendió lo que iba a pasarle al tren y pensó que alguien debía saberlo».

Michael dice que tiene que existir otra explicación, que Gus debió de haberle dicho algo con anterioridad. Pero estoy segura de que Peter la cree, y yo también. Peter está más convencido que nunca de que la señal de Colorado es la clave de todo esto, y yo estoy de acuerdo. Después de lo que vimos en el Refugio, estoy empezando a pensar que Amy es la única esperanza que nos queda.

DÍA 31

Una ciudad de verdad, la primera desde Caliente. Vamos a pasar la noche en una especie de escuela, como el Asilo, con las mismas filas de pupitres en todas las aulas. Me preocupaba que encontráramos más flacuchos, pero no hemos visto ninguno. Hacemos la guardia en turnos de dos. Yo estoy en el segundo con Hollis, y al principio pensé que sería pesado dormir unas cuantas horas y después despertar otra vez, para luego intentar dormir un par más antes de amanecer. Pero Hollis consigue que el tiempo pase con facilidad. Hablamos de casa durante un rato, y Hollis me preguntó qué echaba más de menos, y lo primero que se me ocurrió fue el jabón, y Hollis se rió. Le pregunté por qué lo consideraba tan divertido y dijo: «Pensé que ibas a decir las luces. Porque estoy convencido de que echas de menos aquellas luces, Sara». Y yo dije: «¿Qué añoras tú?», y estuvo callado un rato, y yo pensé que iba a decir Arlo, pero no. Dijo: «Los Pequeños. Dora y los demás. El sonido de sus voces en el patio, el olor en la Sala Grande por la noche. Tal vez sea este lugar lo que me los recuerde. Pero eso es lo que echo de menos esta noche: los Pequeños».

Todavía sin virales. Todo el mundo se pregunta cuánto durará nuestra suerte.

DÍA 32

Por lo visto, vamos a pasar una noche más aquí: todo el mundo necesita descansar. La gran noticia es que la tienda que descubrimos, Outdoor World, está llena de todo tipo de cosas que podemos utilizar, incluidos arcos (aunque el armario de las armas de fuego estaba vacío). Cogimos cuchillos, un hacha, cantimploras, mochilas, unos prismáticos, un camping gas y combustible que utilizaremos para hervir agua. También cogimos planos, una brújula, sacos de dormir y chaquetas de invierno. Ahora todos tenemos ropa nueva para estrenar, calcetines gruesos para las botas y ropa interior térmica, que en realidad no necesitamos, aunque no tardaremos en necesitarla. Había un flacucho en la tienda, no lo vimos hasta que estábamos a punto de terminar, tendido bajo el mostrador con los prismáticos. Todos nos sentimos un poco mal por haber sacado las cosas de los estantes sin darnos cuenta de que estaba allí. Sé que Caleb habría hecho una broma al respecto y todo el mundo se reiría. No puedo creer que haya muerto.

Alicia y Hollis fueron de caza y volvieron con otro ciervo, una cría. Ojalá pudiéramos quedarnos el tiempo suficiente para dejar curar la carne, pero Hollis cree que habrá más en el lugar adonde vamos. Lo que no dijo (porque no era necesario) fue que, si hay caza, también habrá pitillos.

Esta noche hace frío. Creo que debe de ser otoño.

DÍA 33

Andando otra vez. Ahora estamos en la autopista 15, en dirección norte. La autopista está destruida por el terremoto, pero al menos sabemos que seguimos el camino correcto. Hay montones de vehículos abandonados. Da la impresión de que llegan en oleadas, ves un montón y después nada durante un rato, y después te topas con una hilera de veinte o más. Hemos parado a descansar al lado de un río. Esperamos llegar a Parowan al atardecer.

DÍA 35

Seguimos andando. Peter cree que recorremos 25 kilómetros al día. Agotados. Estoy preocupada por Maus. ¿Cómo puede aguantar? Sí que se le nota ya. Theo nunca se aparta de su lado.

De pronto vuelve a hacer un calor abrasador. Por la noche se ven rayos hacia el este, hacia las montañas, pero no llueve. Hollis cazó un conejo con el arco, y eso es lo que vamos a comer, un conejo asado dividido en ocho partes, más algunas manzanas que nos sobraron. Mañana vamos a intentar encontrar un colmado, a ver si hay latas todavía comestibles. Amy dice que puedes comer cantidad de lo que haya en caso necesario. Comida de más de cien años de antigüedad.

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