El pasaje (59 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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—¿Quién ha traído esto? —preguntó a Theo una noche, después de que el grupo hubiera regresado del campo. Había una pila de libros amontonados junto al catre de Peter.

Theo se estaba lavando la cara en la palangana. Se volvió, mientras se secaba las manos con la pechera de la camisa.

—Creo que llevan aquí mucho tiempo. No sé si Zander leía mucho, de modo que los guardaba. ¿Algo bueno?

Peter alzó el libro que estaba leyendo y le enseñó el título:
Moby Dick
.

—Si quieres que te diga la verdad, ni siquiera estoy seguro de que esté escrita en inglés —dijo Peter—. He tardado casi todo el día en leer una página.

Su hermano emitió una risa que sonó como desganada.

—Echemos un vistazo a ese tobillo.

Theo se sentó en el borde del catre de Peter. Tomó con delicadeza el pie de Peter en sus manos y lo giró en la articulación. Los dos apenas habían hablado desde la noche del ataque. Ninguno lo había hecho, en realidad.

—Bien, tiene mejor aspecto. —Theo se masajeó la barbilla, en la que despuntaba una barba incipiente. Peter vio que sus ojos estaban hundidos a causa del agotamiento—. La hinchazón está bajando. ¿Crees que puedes montar?

—Con tal de salir de aquí, me iría a gatas.

Partieron a la mañana siguiente, después de desayunar. Arlo había accedido a quedarse con Rey y Finn hasta que llegara el siguiente grupo de reemplazo. Caleb dijo que él también quería quedarse, pero Theo lo convenció de lo contrario. Con Arlo allí, y mientras no traspasaran los límites de la verja, un cuarto era innecesario. Y Caleb ya había hecho más que suficiente.

La otra cuestión eran los fusiles. Theo quería dejarlos donde estaban. Alicia argumentaba que era absurdo abandonarlos todos. Aún no sabían qué le había pasado a Zander, ni por qué los pitillos no habían matado a Caleb cuando se les presentó la oportunidad. Al final, alcanzaron un compromiso. El grupo regresaría armado, pero esconderían los fusiles extramuros, a buen recaudo. El resto se quedaría bajo las escaleras.

—Dudo que los vayamos a necesitar —dijo Arlo, mientras el grupo estaba montando—. Si aparece algún pitillo, lo mataré con mi verborrea.

Aunque también era cierto que llevaba un rifle cargado al hombro. Alicia le había enseñado a limpiarlo y cargarlo, y le dejó disparar unas cuantas balas en el patio para practicar.

—¡Joder! —había gritado el hombre con su vozarrón; disparó de nuevo y alcanzó la lata que hacía las veces de blanco—. ¡Qué maravilla!

Theo tenía razón, pensó Peter. En cuanto tenías un fusil, costaba soltarlo.

—Hablo en serio, Arlo —advirtió Theo. Los caballos, después de tantos días sin ejercicio, ansiaban ponerse en marcha, se removían bajo ellos, pateaban el polvo—. Algo no va bien. Quedaos dentro de la verja. Encerraos cada noche antes de que caiga la primera sombra. ¿Entendido?

—No te preocupes, primo.

Arlo sonrió a través de su barba, mientras miraba a Finn y Rey, cuyos rostros, pensó Peter, no disimulaban su desesperación. Encerrado en la central con Arlo y sus historias; hasta era posible que les cantara, con guitarra o sin ella. Del cuello de Arlo colgaba la llave que había recuperado del cadáver de Zander. Theo guardaba la otra.

—Vamos, chicos —los jaleó Arlo, y dio una palmada—, daos prisa. Será como una fiesta.

Pero cuando se acercó al caballo de Theo, se puso serio de repente.

—Guárdalo en tu bolsa —dijo Arlo en voz baja, mientras le entregaba una hoja de papel doblada—. Para Leigh y el niño, por si pasara algo.

Theo guardó el papel sin mirarlo.

—Diez días. Quedaos dentro.

—Diez días, primo.

Salieron al valle. Como no había carro del que tirar, cruzaron los campos en dirección a Banning, rodeando la carretera del Este para ahorrar algunos kilómetros de ruta. Nadie hablaba. Estaban reservando sus energías para el largo viaje que les aguardaba.

Cuando se aproximaron al borde de la ciudad, Theo se detuvo.

—Casi lo había olvidado. —Introdujo la mano en su mochila y extrajo el curioso objeto que Michael le había dado en la puerta, hacía seis días—. ¿Alguien recuerda qué es esto?

Caleb se acercó en su montura y cogió la tarjeta para examinarla.

—Es una placa madre. Chip Intel, serie Pion. ¿Ves el nueve? Eso la identifica.

—¿Entiendes de estas cosas?

—Por fuerza. —Caleb encogió los hombros y devolvió la placa a Theo—. Los controles de las turbinas utilizan Pions. Los nuestros son de tipo militar, pero básicamente son iguales. Son duras como clavos y más veloces que la hostia. Alcanza los dieciséis gigahercios sin aceleración del reloj.

Peter estaba observando la expresión de Theo: no tenía ni idea de lo que quería decir aquello.

—Bien, Michael quiere una.

—Tendrías que haberlo dicho. En la central tenemos de sobra.

Alicia rió.

—Debo decir que me has sorprendido, Caleb. Hablas como Circuito. Ni siquiera sabía que los chiflados como vosotros supiérais leer.

Caleb se removió en la silla para encararse con ella, pero si estaba ofendido, no lo demostró.

—¿Me estás tomando el pelo? ¿Qué otra cosa se puede hacer allí? Zander siempre se estaba escapando a la biblioteca para conseguir más libros. Hay cajas y cajas amontonadas en el cobertizo de las herramientas. Y no sólo libros técnicos. Ese tipo se lo zampaba todo. Decía que los libros eran más interesantes que la gente.

Por un momento, nadie habló.

—¿Qué he dicho? —preguntó Caleb.

La biblioteca se hallaba cerca del Empire Valley Outlet Mall, en el borde norte de la ciudad, un edificio cuadrado y chaparro rodeado de suelo sembrado de malas hierbas altas. Se refugiaron detrás de una gasolinera y desmontaron. Theo sacó los prismáticos de la bolsa de la silla y examinó el edificio.

—Está rodeado de arena. No obstante, las ventanas todavía están intactas sobre el nivel del suelo. El edificio parece cerrado herméticamente.

—¿Ves el interior? —preguntó Peter.

—El sol brilla demasiado, se refleja en los cristales. —Pasó los prismáticos a Alicia y se volvió hacia Zapatillas—. ¿Estás seguro?

—¿De que Zander venía aquí? —El muchacho asintió—. Sí, estoy seguro.

—¿Lo acompañaste alguna?

—¿Estás de coña?

Alicia había subido al tejado de la gasolinera desde un contenedor de basura para ver mejor.

—¿Algo?

Ella bajó los prismáticos.

—Tienes razón, el sol brilla demasiado. Con todas esas ventanas, no se ve nada dentro.

—Eso decía siempre Zander —intervino Caleb.

—No lo entiendo —dijo Peter—. ¿Por qué venía aquí solo?

Alicia bajó. Se frotó las manos en la pechera del jersey para quitarse el polvo y se apartó de la cara un mechón de pelo empapado de sudor.

—Creo que deberíamos echar un vistazo. En pleno día es el momento adecuado.

El rostro de Theo dijo: «¿Por qué será que no me sorprende?». Se volvió hacia Peter.

—¿Y tú qué votas?

—¿Desde cuándo votamos?

—Desde ahora. Si vamos a hacer esto, todo el mundo tiene que estar de acuerdo.

Peter intentó leer en la expresión de Theo, adivinar qué quería hacer él. En la pregunta percibió el peso de cierto desafío. «¿Por qué esto? ¿Por qué ahora?», pensó.

Asintió para expresar su acuerdo.

—De acuerdo, Lish —dijo Theo, y cogió su rifle—. Ya tienes tu cacería de pitillos.

Dejaron a Caleb con los caballos y se acercaron al edificio formando una hilera imprecisa. La arena estaba amontonada contra las ventanas, pero la entrada principal, en lo alto de un breve tramo de escaleras, estaba despejada. La puerta se abrió con facilidad. Entraron. Se encontraron en una especie de vestíbulo. Nada más pasar la puerta, colgaba de la pared un tablón de anuncios cubierto de papeles, desteñidos pero todavía legibles. COCHE EN VENTA, NISSAN SERATA ’14, POCOS KILÓMETROS. ¡PIERDA PESO AHORA, PREGÚNTEME CÓMO! SE BUSCA CANGURO, TARDES, ALGUNAS NOCHES, IMPRESCINDIBLE VEHÍCULO PROPIO. CUENTACUENTOS INFANTILES, MARTES Y JUEVES, 10:30-11:30. Y, más grande que el resto, en una hoja de papel amarillento curvada:

CONSERVEN LA VIDA. QUÉDENSE EN ZONAS BIEN ILUMINADAS.

INFORMEN DE CUALQUIER SÍNTOMA DE INFECCIÓN.

NO DEJEN ENTRAR A DESCONOCIDOS EN CASA.

SÓLO PUEDEN ABANDONAR LAS ZONAS DE SEGURIDAD SI LO ORDENA UNA AUTORIDAD GUBERNAMENTAL.

Entraron en una amplia sala, iluminada por ventanas altas que daban al aparcamiento. El aire estaba cargado y hacía un calor asfixiante.

Había un cadáver sentado a la mesa de recepción.

Daba la impresión de que la mujer (pues Peter dedujo que era una mujer) se había pegado un tiro. Su mano continuaba aferrando el arma, un pequeño revólver, caída sobre el regazo. El cuerpo era de un color marrón, y la piel disecada de la mujer se tensaba sobre los huesos, pero el agujero de bala en la sien se veía sin dificultad. Tenía la cabeza inclinada a un lado, como si hubiera dejado caer algo y lo estuviera mirando.

—Me alegro de que Arlo no esté con nosotros —murmuró Alicia.

Avanzaron en silencio entre las pilas. Había libros diseminados por el suelo, tantos que era como caminar sobre ventisqueros de nieve. Dieron un rodeo para llegar a la parte delantera. Theo señaló las escaleras con el cañón del rifle.

—Ojo avizor.

La escalera se abrían a una amplia sala, inundada de luz solar que se derramaba por las ventanas. Se respiraba una sensación de amplitud: las estanterías habían sido empujadas a un lado con el fin de dejar sitio para las filas de catres que habían ocupado su lugar.

Cada catre albergaba un cadáver.

—Habrá unos cincuenta —susurró Alicia—. ¿Era una especie de hospital?

Theo se internó en la sala, caminando entre las hileras de catres. Una especie de olor almizclado se aferraba al aire. A mitad de la columna, Theo se detuvo al lado de un catre y se agachó para coger un objeto pequeño. Algo flexible, hecho de tela desintegrada. Lo alzó para que Peter y Alicia pudieran verlo. Era un muñeco de peluche.

—Creo que no es lo que pensamos.

Las imágenes comenzaron a tener sentido en la mente de Peter, y formaron un patrón. Los cuerpos menudos. Los animales de peluche y los juguetes asidos por manos diminutas de hueso correoso. Cuando Peter avanzó, notó y oyó un crujido de plástico. Una jeringa. Había docenas, diseminadas en el suelo. El significado de aquello fue como si hubiera recibido un puñetazo.

—Theo, esto es... Son...

No terminó la frase.

Su hermano ya se dirigía hacia la escalera.

—Salgamos de aquí cuanto antes.

No pararon hasta estar fuera. Se detuvieron en el primer peldaño y absorbieron enormes bocanadas de aire. A lo lejos, Peter vio a Caleb de pie sobre el tejado de la gasolinera, escudriñando la escena con los prismáticos.

—Debían de saber lo que estaba sucediendo —dijo en voz baja Alicia—. Decidieron que era mejor así.

Theo se colgó el rifle al hombro y tomó un largo sorbo de agua. Tenía el rostro ceniciento. Peter vio que las manos de su hermano temblaban.

—Maldito sea Zander —dijo Theo—. ¿Para qué coño venía aquí?

—Hay un segundo tramo de escaleras en la parte de atrás —dijo Alicia—. Deberíamos echar un vistazo.

Theo escupió y sacudió la cabeza.

—Déjalo correr, Lish —dijo Peter.

—¿De qué sirve explorar el edificio si no lo exploramos en su totalidad?

Theo se volvió con brusquedad.

—No quiero pasar ni un segundo más en este lugar. —Estaba decidido, y sus palabras querían ser definitivas—. Vamos a prenderle fuego. Sin discusión.

Sacaron libros de las estanterías e improvisaron una pila cerca del mostrador de recepción. El papel prendió enseguida, y las llamas saltaron de libro en libro. Retrocedieron unos cincuenta metros y vieron arder el edificio. Peter tomó un sorbo de su cantimplora, pero nada podía lavar aquel sabor que se le había formado en la boca: el sabor a cadáveres, a muerte. Sabía que lo que había contemplado iba a acompañarlo mientras viviera. Zander había ido allí, pero no en busca de libros. Había ido a ver a los niños.

Y fue entonces cuando la arena amontonada en la base del edificio empezó a moverse.

Alicia, parada a su lado, fue la primera que lo vio.

—Peter...

La arena se hundió. Aparecieron los virales, arañando la arena que había cubierto las ventanas del sótano. Era un grupo de seis, expulsados por las llamas a la cegadora luz del mediodía.

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