Authors: Justin Cronin
«Estás conmigo. Todo va bien.»
Peter intentó contar los pasos, pero era inútil. Notó por cómo lo cogía de la mano que debía ir más deprisa, que su vacilación los estaba demorando. Tropezó con algo y el rifle cayó, se perdió en la oscuridad.
—Espera...
Un estrépito detrás, y el gemido del metal al doblarse. Los virales les habían descubierto. Delante distinguió un tenue resplandor de luz del día. Empezó a distinguir su entorno. Estaban en un largo pasadizo de techo alto. Había un coro de esqueletos sonrientes apoyados contra las paredes, sus extremidades retorcidas en lo que semejaban posturas de advertencia. Otro estruendo detrás. La puerta estaba cediendo. El pasillo terminaba en otra puerta, que estaba abierta. Una escalera. Desde arriba llegaba el resplandor amarillento de la luz del día, y el sonido y olor de palomas. En la pared había un letrero: ACCESO A LA ESCALERA.
Se volvió. La muchacha estaba parada en el pasillo, ante la puerta de la escalera. Sus ojos se encontraron un momento. Antes de que transcurriera otro segundo, la muchacha avanzó, se puso de puntillas y apretó su boca cerrada (como un pájaro que bebiera agua) contra su cara.
Sólo eso: lo besó en la mejilla.
Peter estaba demasiado estupefacto para hablar. La muchacha retrocedió en dirección al pasillo en tinieblas. «Vete ya», dijeron sus ojos.
Entonces cerró la puerta.
—¡Eh! —Oyó el chasquido de la cerradura. Peter aferró el pomo, pero no se movió. Aporreó el metal—. ¡No me abandones!
Pero la chica se había ido, un espíritu desaparecido. Vio de nuevo el letrero: ACCESO A LA ESCALERA. Ella quería que fuera hacia allí.
Comenzó a ascender. La atmósfera era abrasadora, casi asfixiante debido al hedor de las palomas. Largas franjas de guano manchaban las paredes e impregnaban la escalera y la barandilla como capas de pintura. Las aves apenas repararon en su presencia, revolotearon de uno a otro lado mientras subía, como si su presencia fuera una mera curiosidad. Tres tramos, cuatro. Estaba jadeando de agotamiento, el repugnante sabor en su boca y nariz era atroz, sentía los ojos irritados como si les hubieran arrojado ácido.
Llegó por fin al final de la escalera. Una última puerta, y en la pared de encima, lejos de su alcance, una ventana diminuta, con los bordes festoneados de cristal roto, amarillento a causa del hollín y el tiempo.
La puerta estaba cerrada con un candado.
Un callejón sin salida. Después de todo, la chica le había conducido hasta un callejón sin salida. Un furioso estruendo metálico sacudió la escalera cuando el primer viral golpeó la puerta de abajo. Las palomas alzaron el vuelo y se dispersaron, y el aire se llenó de remolinos de plumas.
Fue entonces cuando la vio, tan incrustada de guano que se había fundido con la pared que la rodeaba hasta hacerse invisible. Utilizó el codo para romper el cristal, y después liberó el hacha. Se produjo un segundo estrépito abajo. Un empujón más, y los virales atravesarían la puerta e invadirían la escalera.
Peter alzó el hacha sobre la cabeza y la descargó sobre el candado. La hoja rebotó, pero no creyó haber logrado nada. Respiró hondo, calculó la distancia y descargó de nuevo el hacha con todas sus fuerzas. Un buen golpe: el candado se partió y rompió en pedazos. Se apoyó contra la puerta con todas sus fuerzas, y se abrió con un gemido de viejo y herrumbre.
Se encontraba en el tejado situado en la parte norte del centro comercial, encarado hacia las montañas. Cojeó a toda prisa hacia el borde.
La distancia hasta el suelo era de 15 metros, como mínimo. Se rompería la pierna o algo peor.
Se tendió inmóvil sobre el durisol, a la espera de que los virales acabaran con él. No quería que las cosas terminaran así. El codo le sangraba en abundancia, con un reguero de sangre que lo seguía desde la puerta. Aunque no recordaba haber sentido dolor, debía de haberse hecho un corte cuando rompió el cristal. Pero un poco de sangre era una menudencia en momentos como aquél. Al menos, tenía el hacha.
Se estaba volviendo hacia la puerta, dispuesto a abatirla, cuando oyó un grito procedente de abajo.
—¡Salta!
Alicia y Caleb, que habían aparecido montados a caballo por la esquina del edificio. Alicia le hacía señales, con el cuerpo arqueado hacia adelante desde los estribos.
—¡Salta!
Pensó en Theo, que había sido secuestrado. Pensó en su padre, parado al borde del mar, y en el mar y las estrellas. Pensó en la muchacha, que había cubierto su cuerpo con el de ella, la tibieza y el calor de su aliento sobre su cuello y la mejilla, donde lo había besado.
Sus amigos le estaban llamando desde abajo, los virales estaban subiendo la escalera, tenía el hacha en la mano.
«Ahora no —pensó—, todavía no», y cerró los ojos y saltó.
Era verano otra vez y estaba sola. Sola, sin nadie, salvo por las voces que oía, por todas partes y a su alrededor.
Recordaba gente. Recordaba al Hombre. Recordaba al otro hombre, su mujer, el chico, y después a la mujer. Recordaba a algunos más que a otros. No recordaba a nadie. Recordaba haber pensado un día: «Estoy sola. Sólo existo yo». Vivía en la oscuridad. Aprendió a caminar con luz, aunque no era fácil. Durante un tiempo le causó dolor, la hizo enfermar.
Caminó y caminó. Siguió las montañas. El Hombre le había dicho que siguiera las montañas, que corriera y siguiera corriendo, pero un día las montañas terminaron. Ya no había montañas. Jamás pudo volver a encontrar las mismas. Algunos días no iba a ningún sitio. Algunos días fueron años. Vivía aquí y allí, con éstos y con aquéllos, con el hombre y su mujer y el chico, y después con la mujer, y por fin con nadie. Algunas personas eran amables con ella, antes de morir. Otras no. Era diferente, decían. No era como ellos, no era de ellos. Era diferente y estaba sola y no había otros como ella en el mundo. La gente la expulsaba o no, pero al final siempre moría.
Soñaba. Soñaba con voces, y con el Hombre. Durante meses o años oyó al Hombre en el aullido del viento y el arañar de las estrellas si prestaba atención, y su corazón anhelaba su afecto. Pero con el paso del tiempo su voz se mezcló en su memoria con las voces de los otros, los soñadores, allí y no allí, como si la oscuridad fuera una cosa pero sin serla, una presencia y una ausencia unidas. El mundo era un mundo de almas soñadoras que no podían morir.
«Tengo el suelo bajo mis pies, tengo el cielo sobre mi cabeza, están los edificios vacíos y el viento y la lluvia y las estrellas, y por todas partes las voces, las voces y la pregunta —pensó—. ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy?»
No les tenía miedo, aunque el Hombre sí, y también los otros, el hombre y su esposa y el chico, y después la mujer. Había intentado alejar a los soñadores del Hombre, y lo había conseguido. La seguían con su pregunta, arrastrándola como una cadena, como aquella del cuento del fantasma que había leído, Jacob Marley. Durante un tiempo pensó que eran fantasmas, pero no lo eran. No tenía nombre para ellos. No tenía nombre para ella, para lo que era. Una noche despertó y los contempló a su alrededor, sus ojos ansiosos, que brillaban como brasas en la oscuridad. Recordó el lugar porque era un establo, hacía frío y llovía fuera. Sus rostros se congregaron a su alrededor, sus rostros soñadores, tan tristes y perdidos, como el mundo solitario que recorría. La necesitaban para que contestara a la pregunta. Percibió su olor sobre ella, el aliento de la noche, y de la pregunta, una corriente en la sangre.
—¿Quién soy? —le preguntaron.
«¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy?»
Entonces huyó de aquel lugar. Huyó y continuó huyendo.
Las estaciones cambiaban. Desfilaban y desfilaban, y seguían desfilando. Hacía frío y después no. Las noches eran largas y después no. Cargaba a la espalda una mochila con las cosas que ella necesitaba, así como las cosas que quería conservar, porque significaban un consuelo. La ayudaban a recordar, a conservar en la mente el tiempo de los años, tanto los buenos como los malos. Cosas como la historia del fantasma Jacob Marley. El relicario de la mujer, que le había quitado del cuello después de que la mujer muriera de la forma que todas las personas lo hacían, con gran alboroto. Un hueso del campo de huesos y una piedra de la playa donde había visto el barco. Comía de vez en cuando. Algunas cosas que encontraba en las latas ya no eran buenas. Abría una lata con la herramienta de su mochila y un terrible hedor se elevaba de dentro, como las entrañas de los edificios donde los muertos yacían en filas o no, y sabía que no podía comer aquélla, sino que debería comer otra. Durante un tiempo tuvo el mar a su lado, enorme y gris, y una playa de piedras lisas acariciadas por las olas, y altos pinos que extendían sus largos brazos sobre la superficie del agua. Por la noche veía girar las estrellas, veía la luna alzarse y descender sobre el mar. Era la misma luna que flotaba sobre todo el mundo, y fue feliz en ese lugar durante un tiempo. Fue en ese lugar donde vio el barco. «¡Hola!», gritó, porque no había visto a nadie en muchísimo tiempo, y sólo de verlo se alegró. «¡Hola, barco! ¡Hola, barco grande, hola!» Pero el barco no le contestó con palabras. Se alejó durante unos días, más allá del borde del mar, y después volvió, moviéndose sobre las mareas de la luna por la noche. Como el sueño de un barco sin que nadie lo soñara excepto ella. Lo siguió durante días y noches hasta el lugar de las rocas y el puente roto de color sangre, donde su gran proa fue a descansar, entre los demás grandes y pequeños, y para entonces ya sabía que el barco, como sus compañeros subidos a las rocas, estaba vacío y sin gente dentro. Y el mar era negro, con un olor repugnante, como el que salía de las latas cuando no estaban en buen estado. Y también se fue de aquel lugar.
Oh, podía sentirlos, sentirlos a todos. Podía extender las manos y acariciar la oscuridad y sentirlos en ella, por todas partes. Su doloroso olvido. Su enorme y terrible pesar. Sus interminables interrogantes. Le produjo una pena que era una especie de amor. Como el amor que había sentido por el Hombre, quien, guiado por su amor por ella, le había dicho que huyera y que siguiera huyendo.
El Hombre. Recordaba los incendios y la luz como un sol que estallara en sus ojos. Recordaba su tristeza y el tacto del Hombre. Pero ya no podía oírlo. El Hombre, pensó, se había ido.
Había otros a los que oía en la oscuridad. Y también sabía quiénes eran.
«Soy Babcock.»
«Soy Morrison.»
«Soy Chávez.»
«Soy Baffes-Turrell-Winston-Sosa-Echols-Lambright-Martínez-Reinhardt-Carter.»
Pensaba en ellos como los Doce, y los Doce estaban en todas partes, dentro del mundo y detrás del mundo y enhebrados en la oscuridad. Los Doce eran la sangre que corría bajo la piel de todas las cosas del mundo en aquel tiempo.
Todo esto durante años y años. Recordaba un día, el día del campo de huesos, y otro, el día del pájaro, en que no había podido hablar. Fue en un lugar con árboles, muy altos. Allí estaba, una cosita revoloteante en el aire delante de su cara. Sus pies estaban descalzos sobre la hierba al sol, bajo el que había aprendido a andar. Se movía de un lado a otro con un aleteo borroso. Ella miró y miró. Tuvo la impresión de haber estado contemplando el animalito durante muchos días. Pensó en la palabra que lo designaba, pero cuando intentó pronunciarla, se dio cuenta de que había olvidado cómo hacerlo. «Pájaro.» La palabra estaba dentro de ella, pero no había puerta para que saliera. «Colibrí.» Pensó en todas las demás palabras que sabía y fue igual. Todas las palabras, todas encerradas en su interior.
Y una noche, a la luz de la luna y después de que hubiera transcurrido mucho tiempo, se sentía sola y sin ningún amigo en el mundo que le hiciera compañía, y pensó: «Venid.»
Acudieron. Primero uno, luego otro, y más y más.
«Venid a mí.»
Salieron de las sombras. Cayeron del cielo y de todos los lugares elevados, y pronto fueron una compañía sin número, como había sido en el granero tanto tiempo antes. Se agruparon a su alrededor con sus rostros soñadores. Los tocó, los acarició, y no se sintió sola. Preguntó: «¿Estamos todos? Porque no he visto a nadie, hombre o mujer, en todos estos años y años. ¿Sólo estoy yo?». Pero por más que preguntara, no tenían respuesta para ella, sólo la pregunta, apremiante y candente.
«Idos», pensó, y cerró los ojos. Y cuando volvió a abrirlos, descubrió que estaba sola.
Así aprendió a hacerlo.
Después, a lo largo de las estaciones de noches y los años de noches, llegó al lugar de la ciudad sepultada, donde a la pálida luz del ocaso vio a los hombres montados a caballo. Seis, sobre seis caballos oscuros de gran musculatura. Los hombres llevaban armas, como los demás hombres que recordaba, después del hombre y su mujer y el niño, y después la mujer. Y se escondió en las sombras, a la espera de que cayera la noche. No sabía qué haría después, pero entonces los olvidadizos acudieron a ella como siempre hacían en la oscuridad, y aunque les dijo que no lo hicieran, se abalanzaron sobre los hombres enseguida y con gran alboroto, y de esta forma los hombres empezaron a morir, hasta contarse tres.
Se acercó a los cuerpos, a los hombres y también a sus caballos, muertos sin sangre, tal como era el caso en todas las cosas que habían muerto de aquella manera. No se pudo hallar a tres de los hombres, pero el alma de un hombre todavía estaba cerca, vigilando desde algún lugar anónimo sin la forma de las cosas sólidas, mientras ella se inclinaba para mirar su cara y la expresión escrita sobre ella. Era la misma expresión que había visto en la cara del hombre y su mujer y el niño, y después la mujer. Miedo, dolor y resignación. Se le ocurrió que el hombre se había llamado Willem. Y aquellos que habían atacado a Willem lo sentían, lo sentían mucho, y ella se levantó y les dijo: «No importa, idos y no volváis a hacerlo si podéis evitarlo», aunque sabía que no podrían. No podían evitarlo por culpa de los Doce, que habían llenado sus mentes con sus terribles sueños de sangre y sin respuesta a la pregunta, salvo ésta:
«Soy Babcock.»
«Soy Morrison.»
«Soy Chávez.»
«Soy Baffes-Turrell-Winston-Sosa-Echols-Lambright-Martínez-Reinhardt-Carter.»