El pasaje (29 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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—¡Abre la puerta, Lacey! —estaba chillando Arnette.

Una fuerza enorme la agarró y luego la apartó de la puerta. La hermana Claire. Era la hermana Claire, quien había agarrado a Arnette por detrás y la había inmovilizado. Notó que sus fuerzas no eran nada si las comparaban con las de la hermana Claire.

—Mirad... La hermana se ha autolesionado...

—¡Dios de los Cielos!

—¡Mirad sus manos!

—Por favor —sollozó Arnette—, ayudadme.

La hermana Claire la soltó. Se hizo un silencio reverente. Cintas púrpura corrían sobre las muñecas de Arnette. Claire tomó uno de los puños de Arnette y lo abrió con delicadeza. La palma estaba ensangrentada.

—Mirad, sólo son las uñas —dijo Claire, y se las enseñó—. Se ha hundido las uñas en las palmas de las manos.

—Por favor —suplicó Arnette, mientras las lágrimas rodaban sobre sus mejillas—, abrid la puerta y mirad.

Nadie sabía dónde estaba la llave. Fue la hermana Tracy la que pensó en sacar el destornillador de la caja de herramientas guardada bajo el fregadero de la cocina y hacer cuña con él en la cerradura. Pero cuando eso sucedió, la hermana Arnette ya había deducido lo que iban a descubrir.

La cama estaba intacta. El aire de la noche movía las cortinas de la ventana abierta.

La puerta se abrió a una habitación vacía. La hermana Lacey Antoinette Kudoto había desaparecido.

Eran las dos de la mañana. La noche avanzaba a paso de caracol.

No había empezado bien para Grey. Después de su encuentro con Paulson en la cantina, Grey había regresado a su habitación de los barracones. Aún le quedaban dos horas hasta el inicio del turno, tiempo más que suficiente para pensar en lo que Paulson había dicho sobre Jack y Sam. La única ventaja era que distraía su mente de lo otro, aquel curioso eco en su cabeza, pero no era bueno quedarse sentado rumiando sobre sus preocupaciones, y a las diez menos cuarto, justo cuando estaba a punto de sufrir un ataque de nervios, se puso la parka y cruzó el recinto en dirección al Chalé. Bajo las luces de la zona de aparcamiento se permitió un último Parliament, tragando el humo, mientras un par de médicos y técnicos de laboratorio, cubiertos con gruesos abrigos de invierno sobre su uniforme, salían del edificio, subían a sus coches y se marchaban. Nadie lo saludó.

El suelo contiguo a la puerta principal estaba resbaladizo a causa de la nieve. Grey lo pateó con las botas para limpiarlas y se acercó al mostrador, donde el centinela tomó su placa, la pasó por el escáner y le indicó con un ademán que avanzara hacia el ascensor. Ya dentro, oprimió el botón del nivel 3.

—Espera un momento.

Grey se sobresaltó. Richards. Un instante después, entró en la cabina, una nube de aire frío del exterior aferrada todavía a su chaqueta de nailon.

—Grey. —Apretó el botón del nivel 2 y consultó su reloj al instante—. ¿Dónde coño estabas esta mañana?

—Me quedé dormido.

Las puertas se cerraron y la cabina inició su lento descenso.

—¿Crees que estás de vacaciones? ¿Crees que puedes aparecer cuando te dé la gana?

Grey negó con un movimiento de cabeza, la vista clavada en el suelo. El mero sonido de la voz de aquel hombre lo agarrotaba por dentro. Grey no tenía la intención de mirarlo.

—¿Es lo único que se te ocurre decir?

Grey percibió el olor del sudor que le causaban los nervios, un hedor rancio, como de cebollas abandonadas durante demasiado tiempo en el cajón de la nevera. Era probable que Richards también lo notara.

—Supongo que sí.

Richards resopló y no dijo nada. Grey sabía que estaba tomando una decisión.

—Te voy a poner una multa de dos turnos —dijo por fin Richards, con la vista clavada en el frente—. Mil doscientos pavos.

Las puertas se abrieron en el nivel 2.

—Y que no se repita —advirtió Richards.

Salió del ascensor y se alejó a grandes zancadas. Cuando las puertas se cerraron, Grey soltó el aliento que había retenido en el pecho. Mil doscientos pavos: vaya tela. Pero Richards... Ponía a Grey más que un poco nervioso. Sobre todo ahora, después del discursito que Paulson le había soltado en la cantina. Grey había empezado a pensar que tal vez hubiera pasado algo a Jack y Sam, que no sólo habían ahuecado el ala. Grey recordaba aquella luz roja que bailaba en el campo. Tenía que ser cierto: había sucedido algo, y Richards había utilizado aquella luz contra Jack y Sam.

Las puertas se abrieron al nivel 3 y le permitieron ver el destacamento de seguridad, dos soldados con el brazalete naranja de vigilancia. Estaba a bastante profundidad, lo cual siempre le provocaba un poco de claustrofobia al principio. Sobre el escritorio había un gran letrero: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. PELIGRO BIOLÓGICO Y NUCLEAR EN POTENCIA. PROHIBIDO COMER, BEBER O FUMAR. INFORMEN SOBRE CUALQUIERA DE LOS SÍNTOMAS SIGUIENTES AL OFICIAL DE SERVICIO. Y añadía una lista de lo que parecía un caso de gripe estomacal grave, aunque peor: fiebre, vómitos, desorientación y convulsiones.

Entregó su placa al tipo al que conocía como Davis.

—Hola, Grey. —Davis tomó su placa y la pasó bajo el escáner sin molestarse en mirar la pantalla—. Te voy a contar un chiste. ¿Cuántos chicos hiperactivos hacen falta para enroscar una bombilla?

—No lo sé.

—Eh, ¿quieres ir a montar en bicicleta? —Davis rió y se dio una palmada en la rodilla. El otro soldado frunció el ceño. Grey supuso que tampoco había entendido el chiste—. ¿No lo pillas?

—¿Porque le gusta montar en bicicleta?

—Sí, porque le gusta montar en bicicleta. Es hiperactivo. Significa que es incapaz de prestar atención.

—Ah, ya lo pillo.

—Es un chiste, Grey. Se supone que tienes que reírte.

—Es divertido —logró articular Grey—, pero tengo que ir a trabajar.

Davis exhaló un suspiro.

—De acuerdo, espera.

Grey entró en el ascensor con Davis. Éste se quitó del cuello una llave plateada larga y la introdujo en la ranura que había debajo del botón del nivel 4.

—Que te diviertas ahí abajo —dijo Davis.

—Yo me limito a limpiar —contestó Grey nervioso.

Davis frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—No quiero saber nada de eso.

En el vestuario del nivel 4, Grey se quitó el mono para ponerse el pijama y lo cepilló. Había dos hombres, barrenderos como él. Uno se llamaba Jude, y el otro, Ignacio. En la pared había un pizarrón que enumeraba las tareas asignadas a cada trabajador del turno.

Grey había sacado la pajita más larga: lo único que debía hacer aquel día era fregar los pasillos y vaciar la basura, y después hacer de canguro de Cero durante el resto del turno, para ver si comía algo. Sacó el mocho y demás utensilios del armario y se puso a trabajar. A medianoche había terminado. Después se encaminó a la puerta del final del primer pasillo, pasó la tarjeta por el escáner y entró.

La habitación, de unos seis metros cuadrados, estaba vacía. A la izquierda, una esclusa de dos fases conducía a la cámara de contención. Se tardaba diez minutos en atravesarla, más en el trayecto de vuelta, cuando había que ducharse. A la derecha de la esclusa de aire estaba el panel de control. Era un montón de luces, botones e interruptores, la mayoría de los cuales Grey no comprendía y no debía tocar. Encima había una pared de cristal reforzado, oscuro, orientado hacia la cámara.

Grey se sentó ante el panel y lo examinó con los infrarrojos. Cero estaba acurrucado en un rincón, lejos de las puertas, que habían dejado abiertas cuando el último turno había entrado los conejos. El carrito galvanizado seguía en su sitio, en mitad de la habitación, con las diez jaulas abiertas. Aún había tres conejos dentro. Grey paseó la mirada alrededor de la habitación. Los demás estaban diseminados, indemnes.

Poco después de la una, la puerta del pasillo se abrió y entró uno de los técnicos, un hombretón hispano llamado Pujol. Saludó a Grey con un cabeceo y miró el monitor.

—¿Sigue sin comer?

Pujol hizo una marca en la pantalla de su PDA. Su tez era de esas que dan la impresión de estar siempre sin afeitar, aunque lo hubiera hecho.

—Me estaba preguntando algo —dijo Grey—. ¿Por qué no se comen el décimo?

Pujol se encogió de hombros.

—¿Y yo qué sé? Quizá lo están reservando para más tarde.

—Yo tenía un perro que lo hacía —dijo Grey.

Pujol hizo más marcas en la PDA.

—Sí, bien. —Se encogió de hombros. La información no significaba nada para él—. Si ves que se decide a comer, llama al laboratorio.

Cuando Pujol se fue, Grey se arrepintió de no haberle hecho otras preguntas que se amontonaban en su mente. Por ejemplo, por qué le daban conejos, o por qué Cero se colgaba del techo como hacía a veces, o por qué a Grey se le erizaba el vello sólo de estar sentado allí. Porque eso era lo que pasaba con Cero, más incluso que con el resto. Estar con Cero era como estar con una persona de verdad en la habitación. Cero tenía una mente, y te dabas cuenta de que aquella mente estaba trabajando. Cinco horas después de que Grey llegara, Cero no se había movido ni un milímetro. Pero la lectura que había debajo del infrarrojo todavía indicaba que su ritmo cardíaco era de 102 pulsaciones por minuto, las mismas que cuando se movía. Grey se arrepintió de no haberse llevado una revista para leer, o quizá un cuaderno de crucigramas, para ayudarlo a mantenerse despierto, pero el incidente con Paulson lo había afectado hasta tal punto que se había olvidado. También tenía ganas de fumar. Muchos tíos fumaban en el váter, no sólo los barrenderos, sino también los técnicos, y hasta uno o dos médicos. Por lo general, se sobrentendía que podías fumar si no eras capaz de aguantarte y no tardabas más de cinco minutos, pero Grey no quería tentar su suerte con Richards, sobre todo después de su encuentro en el ascensor.

Se reclinó en la silla. Cinco horas más. Cerró los ojos.

«Grey.»

Los ojos de Grey se abrieron. Se sentó muy tieso.

«Grey. Mírame.»

No era que escuchara una voz, no exactamente. Las palabras estaban en su cabeza, casi como si estuviera leyendo algo. Eran palabras de otra persona, pero la voz era la de él.

—¿Quién eres?

En el monitor, la forma brillante de Cero.

«Me llamaban Fanning.»

Y entonces Grey lo vio como si alguien hubiera abierto una puerta en su cabeza. Había una ciudad. Una gran ciudad resplandeciente, con tantas luces como si el cielo nocturno hubiera caído a la tierra, envolviendo edificios, puentes y calles. Después, atravesó una puerta y sintió y olió dónde estaba, la dureza del pavimento frío bajo los pies, la suciedad de los gases de escape y el olor de la piedra, la manera en que el aire invernal se movía en los canales que rodeaban los edificios, de forma que siempre notabas una brisa en la cara. Pero no era Dallas, ni ninguna otra ciudad en la que hubiera estado. Era un lugar antiguo, y estaban en invierno. Una parte de él estaba sentado ante el panel del nivel 4, y otra en aquel sitio. Sabía que tenía los ojos cerrados.

«Quiero irme a casa. Llévame a casa, Grey.»

Supo que había una universidad. Pero ¿por qué pensaba que estaba viendo una universidad? ¿Y cómo sabía que era Nueva York, donde nunca había estado, pues sólo la había visto en películas, y que los edificios que lo rodeaban eran de un campus, despachos, aulas, dormitorios y laboratorios? Estaba siguiendo un sendero, no caminaba en realidad, sino que se desplazaba sobre él, y la gente lo adelantaba flotando.

«Míralas.»

Eran mujeres. Mujeres jóvenes, protegidas con pesadas chaquetas de lana y bufandas ceñidas a la garganta, algunas con sombrero, abundantes mechones de pelo joven flotando como pañuelos de seda bajo estas cúpulas opresivas sobre sus hombros redondeados, expuestas al aire frío de Nueva York en invierno. Sus ojos chispeaban de vida. Reían, con libros apretados bajo sus brazos o contra sus esbeltos pechos, hablaban con voz animada entre sí, aunque no podía oír lo que decían.

«Son bonitas. ¿Verdad que son bonitas, Grey?»

Sí que lo eran. Eran bonitas. ¿Por qué no se había dado cuenta Grey?

«¿No las sientes cuando pasan, no las hueles? Nunca me cansaba de olerlas. El aire que dejaban atrás se endulzaba. Me paraba y lo aspiraba. Tú también las hueles, ¿verdad, Grey? Como a los chicos.»

—Los chicos.

«Te acuerdas de los chicos, ¿verdad, Grey?»

Sí, se acordaba de los chicos. Los que volvían a casa a pie desde el colegio, sudando a causa del calor, con las bolsas de libros colgando del hombro, las camisas mojadas pegadas a la piel. Recordaba el olor del sudor y el jabón en su pelo y en su piel, y la media luna de sudor en la espalda, donde las mochilas se habían apretado contra sus cuerpos. Y aquel chico, el rezagado, el que había tomado el atajo, el camino más rápido para volver a casa desde el colegio. Aquel chico, el de la piel bronceada por el sol, el pelo negro aplastado contra la nuca y la mirada clavada en la acera, jugando a algo con las grietas, de modo que no se fijó en Grey al principio, que acechaba a escasa distancia, hasta detenerse. Parecía tan solo...

«Querías amarlo, ¿verdad, Grey? Conseguir que sintiera aquel amor.»

Sintió que algo grande y dormido despertaba en su interior. El antiguo Grey. El pánico se apelotonó en su garganta.

—No me acuerdo.

«Sí que te acuerdas. Pero te han hecho algo, Grey. Te han robado esa parte, la parte que sentía amor.»

—Yo no... No...

«Sigue en su sitio, Grey. Te la han escondido. Lo sé, porque a mí también me han escondido eso. Antes de convertirme en lo que soy.»

—Lo que eres.

«Tú y yo somos lo mismo. Sabemos lo que queremos, Grey. Dar amor. Sentir amor. Chicos..., chicas..., ¿qué más da? Queremos amarlos, porque necesitan amor. ¿Tú lo deseas, Grey? ¿Deseas sentir aquello otra vez?»

Sí. Lo supo en aquel momento.

—Sí. Eso es lo que deseo.

«Necesito volver a casa, Grey. Quiero que me acompañes, para enseñarte.»

Grey la vio de nuevo en el ojo de su mente, mientras se alzaba a su alrededor: la gran ciudad, Nueva York. A su alrededor, murmuraba y zumbaba, su energía se transmitía a cada piedra y ladrillo, seguía líneas de conexión invisibles hasta las plantas de sus pies. Estaba oscuro, y pensó que la oscuridad era algo maravilloso, un elemento donde se encontraba a gusto. Fluyó en su interior, ascendió a su garganta y pulmones, una forma fácil de ahogarse. Estaba en todas partes y en ninguna a la vez, no se movía sobre el paisaje sino a través de él, entraba y salía, respiraba la ciudad oscura que también lo respiraba a él.

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