El pasaje (24 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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—Lo siento. —Habló a Wolgast con tranquila seriedad—. Espero que todo vaya bien. La tendremos presente en nuestras oraciones.

—Gracias —logró articular Wolgast.

Subieron al Pulpo tres veces más. Cuando se adentraron en la feria en busca de algo de cenar, Wolgast no vio a Doyle por ninguna parte. O los estaba siguiendo como un profesional, o había decidido dejarlos en paz. La feria estaba llena de chicas bonitas. Tal vez se había distraído, pensó.

Wolgast compró un perrito caliente a Amy y se sentaron a una mesa de
picnic
. La miró mientras comía: tres mordiscos, cuatro, y todo terminó. Le compró un segundo y, cuando lo liquidó, unos churros, espolvoreados de azúcar, y un cartón de leche. No era la comida más nutritiva, pero al menos había leche.

—Y ahora ¿qué hacemos? —le preguntó.

Las mejillas de Amy estaban manchadas de azúcar y grasa. Hizo ademán de secarlas con el dorso de la mano, pero Wolgast la detuvo.

—Utiliza una servilleta —dijo, y le dio una.

—El tiovivo —dijo.

—¿De veras? Parece muy poca cosa después del Pulpo.

—¿Hay uno?

—Seguro que sí.

El tiovivo, pensó Wolgast. Por supuesto. El Pulpo era para una parte de Amy, la parte adulta, la parte que podía observar, esperar y mentir con seguridad en sí misma a la mujer de la cola. El tiovivo era para la otra Amy, para la niña que era en realidad. Debido al embrujo de la noche, sus luces y sonidos, y al entusiasmo que se había apoderado de él, que había subido cuatro veces seguidas al Pulpo, tenía ganas de hacerle preguntas, de saber quién era; sobre su madre, su padre, si había uno, y de dónde era; sobre la monja, Lacey, y lo que había ocurrido en el zoo, la locura del aparcamiento. «¿Quién eres, Amy? ¿Quién te ha traído aquí, quien te ha llevado hasta mí? ¿Y cómo sabes que tengo miedo, que tengo miedo desde el primer momento?» La niña volvió a tomarlo de la mano cuando se pusieron a andar. El tacto de la palma de su mano contra la de Wolgast era casi eléctrico, la fuente de una corriente cálida que daba la impresión de esparcirse por todo su cuerpo mientras caminaban. Cuando Amy vio el tiovivo, con su plataforma giratoria de caballos pintados, notó que el placer de la niña se transmitía a su cuerpo.

«Lila —pensó—. Lila, esto es lo que yo quería. ¿Lo sabías? Es lo que siempre deseé.»

Entregó tres billetes al operario. Amy eligió un caballo del círculo exterior, un caballo Lipizzano blanco detenido en mitad de un brinco, que sonreía con una brillante hilera de dientes de porcelana. La atracción estaba casi vacía. Eran las nueve pasadas, y los niños más pequeños habían vuelto a casa.

—Quédate a mi lado —ordenó Amy.

Wolgast obedeció. Apoyó una mano sobre el poste, la otra en la brida del caballo, como si fuera él quien la guiara. Las piernas de Amy eran demasiado cortas para llegar a los estribos, y colgaban a ambos lados. Le dijo que se agarrara fuerte.

Fue entonces cuando vio a Doyle. No se hallaba ni a treinta metros de distancia, al otro lado de una hilera de balas de heno que señalaban el borde de la tienda de cerveza, y hablaba animadamente con una joven pelirroja. Le estaba contando alguna historia, a juzgar por lo que veía Wolgast, y hacía gestos con el vaso para subrayar algo o intercalar una broma, en el papel del apuesto vendedor de fibra óptica de Indianápolis, tal como había hecho Amy con la mujer de la cola, añadiendo el detalle de la abuela enferma en Colorado. Era lo que solía pasar, pensó Wolgast. Inventabas una historia sobre quién eras, y al cabo de poco te creías las mentiras y te convertías en aquella persona. Bajo sus pies, la plataforma de madera del tiovivo se estremeció cuando sus engranajes se pusieron en movimiento. Con un estallido de música de los altavoces, el tiovivo empezó a girar, mientras la mujer, con un gesto ensayado para coquetear, echaba la cabeza hacia atrás y reía, al mismo tiempo que tocaba a Doyle en el hombro, apenas un momento. Entonces, la plataforma del tiovivo giró y los dos desaparecieron de su vista.

Wolgast lo pensó entonces. Vio las frases en su mente, tan claras como si estuvieran escritas.

«Vete. Coge a Amy y vete. Doyle ha perdido la noción del tiempo. Está distraído. Hazlo. Sálvala.»

Giraron y giraron. El caballo de Amy corcoveaba como un pistón. En aquellos escasos minutos, Wolgast percibió que sus pensamientos se reordenaban en un plan. Cuando acabaran con el tiovivo, la cogería, se deslizarían en la oscuridad, entre la muchedumbre, lejos de la tienda de cerveza, y saldrían por la puerta. Cuando Doyle se diera cuenta de lo que había sucedido, no encontraría más que un espacio vacío en el aparcamiento. Un millar de kilómetros en todas direcciones. La distancia los engulliría. Era un experto, sabía lo que estaba haciendo. Comprendió que había conservado el Tahoe por ese motivo. Incluso entonces, en el aparcamiento de Little Rock, el germen de la idea anidaba en su interior, como una semilla a punto de abrirse. No sabía cómo se las arreglaría para localizar a la madre de la niña, pero ya pensaría en ello más adelante. Nunca había sentido una sensación de lucidez semejante. Toda su vida parecía congregarse detrás de aquel único propósito. Lo demás (la Agencia, Sykes, Carter y los demás, e incluso Doyle) era una mentira, un velo tras el que había vivido su verdadero yo, a la espera de adentrarse en la luz. El momento había llegado. Lo único que debía hacer era seguir sus instintos.

La atracción empezó a disminuir la velocidad. Ni siquiera miró en dirección a Doyle, pues no deseaba gafar aquella nueva sensación, ahuyentarla. Cuando pararon por completo, levantó a Amy del caballo y se arrodilló para mirarla a la cara.

—Amy, quiero que hagas algo por mí. Necesito que prestes mucha atención.

La niña asintió.

—Nos vamos a marchar ahora. Sólo los dos. Mantente cerca de mí y no digas ni una palabra. Vamos a movernos con rapidez, pero sin correr. Haz lo que yo diga y todo saldrá bien. —Escrutó su cara para comprobar que le había entendido—. ¿Me has comprendido?

—No debo correr.

—Exacto. Vámonos.

Bajaron de la plataforma. Se había detenido al otro lado, lejos de la cervecería. Wolgast la subió a toda prisa por encima de la valla que rodeaba la atracción, y después, apoyando la mano sobre un poste metálico, saltó al otro lado. Nadie pareció darse cuenta, o tal vez sí, pero no miró atrás. Tomó a Amy de la mano y avanzó con celeridad hacia la parte posterior de la feria, lejos de las luces. Su plan consistía en dar un rodeo hasta la puerta principal, o encontrar otra salida. Si se apuraban, Doyle no se daría cuenta hasta que fuera demasiado tarde.

Llegaron ante una alambrada de tela metálica. Al otro lado se alzaba una hilera oscura de árboles y, aún más lejos, las luces de una autopista, que cercaban el patio de recreo del instituto hacia el sur. No había forma de pasar. La única ruta consistía en rodear el perímetro y seguir la verja hasta la entrada principal. Caminaban entre hierba sin segar, todavía mojada a causa de la tormenta, y tenían empapados los zapatos y pantalones. Volvieron a salir cerca de los puestos de comida y la mesa de
picnic
donde habían cenado. Desde allí, Wolgast vio la salida, a unos treinta metros de distancia. El corazón martilleaba en su pecho. Se detuvo para echar un rápido vistazo a la escena. No vio a Doyle.

—Directos hacia la salida —dijo a Amy—. Ni siquiera levantes la vista.

—¡Eh, jefe!

Wolgast se quedó de piedra. Doyle los alcanzó corriendo, mientras señalaba su reloj.

—Pensaba que habías dicho una hora, jefe.

Wolgast contempló su anodino rostro del Medio Oeste.

—Creí que te habías extraviado —dijo—. Íbamos a buscarte.

Doyle echó un rápido vistazo a la cervecería.

—Bien, ya sabes —dijo—. Me enzarcé en una pequeña conversación. —Sonrió, un poco con aspecto culpable—. Estupenda gente la de aquí. Les gusta mucho hablar. —Señaló los pantalones mojados de Wolgast—. ¿Qué te ha pasado? Estás hecho un asco.

Por un momento, Wolgast no dijo nada.

—Charcos. —Se esforzó por no apartar la vista, por sostener la mirada de Doyle—. La lluvia.

Existía otra posibilidad, quizá, si conseguía distraer a Doyle mientras iban hacia el Tahoe. Pero Doyle era más joven y fuerte, y Wolgast se había dejado el arma en el coche.

—La lluvia —repitió Doyle. Cabeceó, y Wolgast leyó en su rostro que lo sabía. Lo había sabido desde el primer momento. La cervecería había sido una prueba, una trampa. Nunca los había perdido de vista, ni por un segundo—. Entiendo. Bien, tenemos un trabajo que hacer. ¿Verdad, jefe?

—Phil...

—No. —Habló con voz tranquila. No era amenazadora, sino que se limitaba a exponer los hechos—. Ni se te ocurra decirlo. Somos compañeros, Brad. Tenemos que irnos.

Todas las esperanzas de Wolgast se derrumbaron en su interior. Seguía aferrando la mano de Amy. No se atrevió a mirarla. «Lo siento», pensó, y envió este mensaje a través de la mano. «Lo siento.» Y juntos, con Doyle cinco pasos detrás de ellos, atravesaron la salida en dirección al aparcamiento.

Ninguno de ellos reparó en el hombre que los seguía con la mirada. Era un policía del estado de Oklahoma que libraba aquel día, y que dos horas antes había visto el telegrama en el que se informaba del secuestro de una niña por dos varones caucasianos en el zoo de Memphis, antes de fichar y encaminarse al instituto para recoger a su esposa y ver a sus hijos subir a los autos de choque.

9

«Me llamaban... Fanning.»

Durante todo el día, las palabras se habían posado sobre sus labios. Cuando despertó a las ocho, mientras se bañaba, vestía y desayunaba, sentado en la cama de su habitación, zapeando y fumando Parliaments, a la espera de que llegara la noche. Se pasó todo el día oyendo lo mismo:

«Fanning. Me llamaban Fanning.»

Las palabras no significaban nada para Grey. Ese nombre no le sonaba de nada. Nunca había conocido a nadie llamado Fanning, o algo parecido a Fanning, al menos que él recordara. No obstante, mientras dormía, el nombre se había instalado en su cabeza, como si se hubiera dormido escuchando una canción repetida una y otra vez, la letra abriera un surco en su cerebro como una azada, y ahora una parte de su mente estaba atrapada en aquel surco y no podía salir. ¿Fanning? ¿Qué coño? Le hizo pensar en el loquero de la cárcel, el doctor Wilder, y en cómo había sumido a Grey en un trance más profundo que el sueño, el espacio al que él había llamado perdón, con el lento tap-tap-tap de su bolígrafo sobre la mesa, y aquel sonido se había infiltrado en su interior. Ahora Grey no podía levantar el mando a distancia, rascarse la cabeza o encender un cigarrillo sin oír las palabras, y su ritmo sincopado construía un fondo sonoro para todo lo que hacía.

«Me —encender—... llamaban —inhalar—... Fanning —exhalar.»

Se sentó y fumó y esperó y volvió a fumar. ¿Qué coño le estaba pasando? Se sentía diferente, y el cambio no era bueno. Nervioso, desincronizado consigo mismo. Por lo general, se podía pasar varias horas sentado sin hacer nada (había aprendido a hacer eso bastante bien en Beeville, y dejaba pasar días enteros como en una especie de trance descerebrado), pero ese día no. Ese día estaba inquieto como un bicho en una sartén. Intentó ver la tele, pero daba la impresión de que las palabras y las imágenes no guardaban relación entre ellas. Fuera, al otro lado de las ventanas de los barracones, el cielo de la tarde parecía plástico viejo, de un gris apagado. Gris como Grey. Un día perfecto para dormir durante horas. Pero sin embargo, estaba sentado en el borde de su cama deshecha, a la espera de que acabara la tarde, mientras algo en su interior zumbaba como una armónica de papel.

Experimentaba la sensación de no haber pegado ojo, aunque no había oído el despertador, que había puesto a las cinco, y se había saltado el turno de la mañana. Era terapia ocupacional, de modo que podía inventar alguna excusa, que se había liado u olvidado, pero algo le iban a decir. Volvía a entrar a las diez de la noche. Necesitaba descabezar un sueño, prepararse para pasar otras ocho horas viendo cómo lo vigilaba Cero.

A las seis de la tarde se puso la parka para atravesar el recinto en dirección a la cantina. Faltaba una hora para la puesta de sol, pero las nubes estaban bajas y apagaban los últimos rayos de luz. Un viento húmedo lo aguijoneó cuando cruzó el campo que separaba los barracones del comedor, un edificio de bloques de ceniza que daba la impresión de haber sido construido a toda prisa. No podía ver las montañas, y en días como aquellos Grey experimentaba la sensación de que el recinto era una isla, y que más allá el mundo terminaba y se hundía en un mar negro de nada, más allá del final del largo camino de entrada. Entraban y salían vehículos, camiones de reparto, furgonetas y remolques del ejército cargados de suministros, pero el lugar del que procedían y al que luego volvían, fuera cual fuera, habría podido ser la luna, por lo que Grey sabía. Incluso sus recuerdos del mundo exterior estaban empezando a borrarse. Hacía seis meses que no cruzaba la verja.

La cantina tendría que haber estado concurrida a esa hora del día, cincuenta cuerpos o más llenando la sala de calor y ruido, pero cuando cruzó la puerta, mientras se bajaba la cremallera de la parka y pateaba en el suelo para sacudirse la nieve de las suelas de los zapatos, Grey inspeccionó el espacio y vio a unas cuantas personas diseminadas por las mesas, solas o en grupos pequeños, apenas una docena en total. Era fácil saber a qué se dedicaban, a juzgar por sus indumentarias: el personal médico con sus pijamas y zuecos de plástico; los soldados, con sus uniformes de camuflaje invernales, inclinados sobre las bandejas y metiéndose la comida en las bocas como si fueran peones de granja, y los barrenderos, con sus monos marrones estilo mensajeros. Detrás del comedor había un salón con una mesa de ping-pong y un
hockey
de mesa, pero nadie jugaba ni veía la televisión de pantalla gigante, y la sala se encontraba en silencio, tan sólo unas voces que murmuraban y el tintineo de vasos y cubiertos. Durante un tiempo, el salón había contado con algunas mesas provistas de ordenadores, los nuevos vMacs para leer el correo electrónico, etcétera, pero una mañana de verano, un equipo de técnicos se los llevó en una carretilla, en mitad del desayuno. Algunos soldados se habían quejado, pero no había servido de nada. Los ordenadores no volvieron, y de su presencia sólo quedaba un puñado de cables que colgaban de la pared. Llevárselos había sido una especie de castigo, imaginaba Grey, pero no sabía para qué. Él nunca había tocado los ordenadores.

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