Authors: Justin Cronin
—Han venido a buscarte. Eres el invitado de honor, Anthony.
Carter miró a Richards con los ojos entornados.
—¿De veras habría disparado a ese tipo si yo se lo hubiera dicho?
Algo de Carter le hizo pensar en Sykes, de pie en su despacho con aquella expresión en su cara, cuando le preguntó si eran amigos.
—¿Qué te parece? ¿Crees que lo habría hecho?
—No sé qué pensar.
—Bien, que esto quede entre nosotros: no. No lo habría hecho. Sólo le estaba tomando el pelo.
—Me lo imaginé. —Carter sonrió—. Pensé que era divertido engañarle como lo hizo. —Sacudió la cabeza, rió un momento y paseó de nuevo la mirada a su alrededor—. ¿Y ahora qué pasa?
—Pasa que te llevamos dentro, donde hace calor —dijo Richards.
Cuando anocheció estaban a ochenta kilómetros de Oklahoma City, atravesando la pradera en dirección oeste, hacia una muralla de cumulonimbos primaverales que ascendían desde el horizonte como una hilera de flores que se abrieran a cámara rápida. Doyle se había quedado dormido como un tronco en el asiento del pasajero del Tahoe, con la cabeza encajada en el espacio situado entre el reposacabezas y la ventanilla, protegido de los tumbos de la carretera con una chaqueta doblada. Podía apagar sus luces como un niño de diez años, bajar la cabeza y dormirse en cualquier parte. Wolgast estaba muy cansado. Sabía que lo más sensato habría sido salirse de la carretera y turnarse, dormir un rato. Pero había conducido desde Memphis, y sentir el tacto del volante bajo su mano era lo único que le permitía pensar que aún tenía una baza que jugar.
Desde que llamara a Sykes, su único contacto había tenido lugar en un aparcamiento de camiones a las afueras de Little Rock, donde un agente de campo se había reunido con ellos para darles un sobre con dinero (tres mil dólares, en billetes de veinte y cincuenta) y un vehículo nuevo, un sedán de la Agencia camuflado. Para entonces Wolgast había decidido que le gustaba el Tahoe y quería conservarlo. Le gustaba su robusto motor de ocho cilindros, la dirección suave y la suspensión dinámica. Llevaba años sin conducir uno igual. Le parecía una pena enviar un vehículo como ése al desguace, y cuando el agente le ofreció las llaves del sedán, las desechó con un ademán enérgico, sin pensárselo dos veces.
—¿Hemos salido en las noticias? —preguntó al agente, un novato cuyo rostro era sonrosado como una pieza de jamón.
El agente frunció el ceño, confuso.
—No sé nada de eso.
Wolgast pensó un momento.
—Bien —dijo por fin—. Mejor que siga así.
El agente le había conducido al maletero del sedán, que abrió. Dentro había una bolsa de nailon negra que no había pedido, pero que de todos modos esperaba.
—Guárdela —dijo.
—¿Está seguro? Se supone que debo dársela.
Wolgast miró hacia el Tahoe, que estaba aparcado en el extremo del aparcamiento entre dos camiones con remolque. A través de la ventanilla trasera vio a Doyle, pero no a la niña, que estaba tumbada en el asiento trasero. Quería continuar el viaje. De nada les valdría quedarse parados. En cuanto a la bolsa, puede que la necesitara y puede que no. Pero creía que la decisión de dejarla era correcta.
—Dígale a la oficina lo que le dé la gana —dijo—. Lo que me iría bien serían unos cuantos libros para colorear.
—¿Perdón?
Wolgast se habría reído si hubiera estado de humor. Apoyó la palma de la mano sobre la tapa del maletero y lo cerró.
—Da igual —dijo.
La bolsa contenía armas, por supuesto, y municiones, y tal vez un par de chalecos antibalas. Tal vez hubiera también uno para la niña. Una empresa de Ohio fabricaba chalecos para niños, desde el suceso de Minneapolis. Wolgast había visto un reportaje en el programa
Today
. De hecho, estaban fabricando chalecos antibalas de nailon para niños. «Cómo está el mundo», pensó.
En ese momento, seis horas después de haber salido de Little Rock, aún se alegraba de haber rechazado la bolsa. Lo que tuviera que ser, sería. En parte deseaba que lo detuvieran. En las afueras de Little Rock había dejado que el velocímetro subiera hasta 140, vagamente consciente de lo que estaba haciendo, retar a un policía estatal o local agazapado detrás de una valla publicitaria para que diera por concluido el asunto. Pero después, Doyle le había dicho que redujera la velocidad («Eh, jefe, ¿no deberías levantar el pie del acelerador?»), y él había recuperado la concentración. De hecho, había estado rememorando la escena: las luces y un solo pitido de la sirena, parar el vehículo en la cuneta y apoyar las manos sobre el volante, alzar los ojos hacia el retrovisor y ver al agente comunicando por su radio su matrícula. Dos adultos y una menor en un vehículo con una matrícula provisional de Tennessee. No tardarían mucho en deducir qué había sucedido, y en relacionarlos con la monja y el zoo. Cuando recreaba la escena, no podía ver más allá de ese momento, el poli con la mano en el micro, la otra apoyada sobre la culata de su arma. ¿Qué haría Sykes? ¿Diría que los conocía? No, Doyle y él irían a la trituradora, al igual que Anthony Carter.
En cuanto a la niña, no lo sabía.
Esquivaron los límites de Oklahoma City en dirección noreste, evitaron el punto de control de la Interestatal 40 y cruzaron la I-35 por una carretera asfaltada rural anónima, lejos de cualquier cámara. El Tahoe no llevaba GPS, pero Wolgast tenía uno en la PDA. Mientras manejaba el volante con una mano, tecleando como un autómata en la PDA con la otra, dejó que la ruta se fuera desplegando, un mosaico de carreteras de condado y estatales, algunas de grava o incluso de tierra batida, que les conducía hacia el norte y el oeste. Todo cuanto los separaba de la frontera de Colorado eran unas cuantas ciudades pequeñas (con nombres como Virgil, Ricochet y Buckrack), oasis semi abandonados en un mar de hierba alta con poco de lo que presumir, salvo un supermercado pequeño, un par de iglesias y un elevador de grano, y entre ellos, kilómetros de llanura despejada. Flyover Country, los estados que sólo ves cuando los sobrevuelas pero que sabes que nunca pisarás: la palabra le hacía pensar en algo eterno. Supuso que su aspecto debía de ser el de siempre, el mismo que conservaría por los siglos de los siglos. Un hombre podía desaparecer en un lugar como ése sin ni siquiera proponérselo, vivir su vida sin que nadie reparara en él.
Wolgast pensó en que, cuando todo eso hubiera terminado, tal vez regresara. Quizá necesitaba un lugar así.
Amy estaba tan callada en el asiento de atrás que habría sido posible olvidarse de su presencia, de no ser porque todo lo relativo a ella era un error. Maldito fuera Sykes, pensó Wolgast. Maldita fuera la Agencia, maldito fuera Doyle y, ya puestos, maldito fuera él. Tumbada en el asiento posterior, con el pelo derramado sobre una mejilla, daba la impresión de que Amy dormía, pero Wolgast no lo creía. Estaba fingiendo, lo vigilaba como una gata. Lo que había aprendido en la vida hasta entonces la había enseñado a esperar. Cada vez que Wolgast le preguntaba si necesitaba parar para ir al baño o comer algo (no había tocado las galletas saladas ni la leche, que ahora estaba tibia y en mal estado), levantaba las pestañas con celeridad felina al oír su nombre, y le sostenía la mirada en el retrovisor un solo segundo, con unos ojos que lo atravesaban como un carámbano de un metro. Después los volvía a bajar. No había oído su voz desde el zoo, hacía más de ocho horas.
Lacey. Así se llamaba la monja. Y abrazaba a Amy como si le fuera la vida en ello. Cuando Wolgast pensaba en aquel momento, en el espantoso tira y afloja en el aparcamiento, con todo el mundo gritando y aullando, el recuerdo se retorcía en sus tripas con un dolor físico. «Eh, Lila, ¿sabes una cosa? Hoy he robado un crío. Así que ahora tenemos uno cada uno. ¿Qué te parece?»
Doyle se estaba despertando en el asiento del pasajero. Se incorporó y se frotó los ojos, con expresión desorientada. Wolgast sabía que su mente estaba reordenando su percepción acerca de dónde se hallaba. Se volvió para mirar a Amy, y después volvió a clavar la mirada en el frente.
—Se está preparando una buena —dijo.
Los cumulonimbos habían tapado el sol, y lo habían envuelto en una oscuridad prematura. En el horizonte, bajo una plataforma de nubes, una cortina de lluvia caía a través de una banda de luz dorada sobre los campos.
Doyle se inclinó hacia adelante para examinar el cielo a través del parabrisas. Habló en voz baja.
—¿Cuánto crees que falta?
—Calculo que unos ocho kilómetros.
—Quizá deberíamos salirnos de la carretera. —Doyle consultó su reloj—. O desviarnos hacia el sur un rato.
Al cabo de tres kilómetros pasaron frente a una pista de tierra sin letreros. Los bordes estaban marcados con alambre de espino. Wolgast paró el coche y dio marcha atrás. La pista ascendía una suave elevación y desaparecía en una hilera de álamos. Habría un río al otro lado de la colina, o al menos un barranco. Wolgast consultó el GPS. La pista no salía.
—No sé —dijo Doyle cuando Wolgast se la indicó—. Tal vez deberíamos buscar otra cosa.
Wolgast giró el volante del Tahoe y se dirigió hacia el sur. No creía que la carretera fuera un callejón sin salida. Habría visto buzones en el cruce. Al cabo de trescientos metros, la carretera se estrechó hasta convertirse en una pista de un solo carril de tierra sembrado de baches. Al otro lado de la línea de árboles, cruzaron un viejo puente de madera sobre el arroyuelo cuya existencia Wolgast había supuesto. La luz del anochecer había virado a un verde amarillento. Vio por el retrovisor la tormenta que se estaba levantando sobre el horizonte. Supo, por los extremos destellantes de la hierba de cada lado, que los estaba siguiendo.
Habían recorrido otros quince kilómetros cuando empezó a llover. No habían visto casas ni granjas. Estaban en el culo del mundo, sin protección. Primero unas pocas gotas, pero después, transcurridos unos segundos, un chaparrón de tal violencia que Wolgast no veía nada. Los limpiaparabrisas eran inútiles. Frenó en la cuneta cuando una gigantesca ráfaga de viento zarandeó el coche.
—¿Qué hacemos ahora, jefe? —preguntó Doyle sobre el estruendo.
Wolgast miró a Amy, que todavía fingía dormir en el asiento trasero. Retumbó un trueno. La niña no se inmutó.
—Esperar, supongo. Voy a descansar un momento.
Wolgast cerró los ojos, mientras escuchaba el tamborileo de la lluvia sobre el techo del Tahoe. Dejó que el sonido lo acunara. Durante los meses que había pasado con Eva, había aprendido a descansar sin entregarse del todo al sueño, para poder levantarse a toda prisa y correr a la cuna si ella se despertaba. Los recuerdos dispersos empezaron a agruparse en su mente, imágenes y sensaciones de otras épocas de su vida: Lila en la cocina de la casa de Cherry Creek, una mañana, poco después de comprarla, vertiendo leche en un cuenco de cereales; el frío del agua cuando se zambullía desde el muelle de Coos Bay, las voces de sus amigos encima de él, que reían y le animaban a continuar; la sensación de ser muy pequeño, apenas un bebé, y los ruidos y las luces del mundo que lo rodeaba y le permitían saber que estaba a salvo. Había entrado en la antecámara del sueño, el lugar en el que los sueños y los recuerdos se mezclaban y contaban extrañas historias. No obstante, una parte de él seguía en el coche, escuchando la lluvia.
—Tengo que ir.
Abrió los ojos de golpe. Había dejado de llover. ¿Cuánto rato había dormido? El coche estaba a oscuras. El sol se había puesto. Doyle estaba vuelto de cara al respaldo del asiento.
—¿Qué has dicho? —preguntó Doyle.
—Que tengo que ir —repitió la niña. Su voz, tras horas de silencio, era sorprendente: clara y enérgica—. Al baño.
Doyle lanzó una mirada inquieta a Wolgast.
—¿Quieres que la acompañe? —preguntó, aunque sabía que Wolgast diría que no.
—Tú no —dijo Amy. Estaba sentada, sosteniendo su conejo. Era una cosa fofa, sucia de tanto sobarla. Miró a Wolgast en el retrovisor, levantó la mano y señaló—. Él.
Wolgast se quitó el cinturón de seguridad y bajó del Tahoe. El aire era frío y sereno. Vio al sureste los restos de la tormenta, que dejaba tras de sí un cielo seco del color de la tinta, de un negro azulado profundo. Apretó la llave automática para desbloquear la puerta del pasajero y dejar que Amy saliera. Se había subido la cremallera de la sudadera y levantado la capucha sobre la cabeza.
—¿Todo bien? —preguntó.
—No voy a hacerlo aquí.
Wolgast se abstuvo de prohibirle que se alejara. Era absurdo. ¿Adónde podía ir la niña? Se alejaron unos quince metros de la carretera, lejos de las luces del Tahoe. Wolgast apartó la vista cuando Amy se detuvo al borde de la zanja y se bajó los pantalones vaqueros.
—Necesito ayuda.
Wolgast se volvió. Ella estaba de cara a él, con los vaqueros y las bragas caídos alrededor de los tobillos. Wolgast notó que se ruborizaba.
—¿Qué quieres que haga?
La niña extendió ambas manos. Sus dedos parecían diminutos entre los de él. Tenía las palmas húmedas, con el calor de la infancia. Tuvo que sujetarla con fuerza cuando se echó hacia atrás, de forma que apoyó casi todo su peso para ponerse en cuclillas, suspendiendo su cuerpo sobre la zanja como un piano que colgara de una grúa. ¿Dónde había aprendido a hacer aquello? ¿Quién más le había tendido las manos de esa manera?
Cuando terminó, Wolgast se volvió para que pudiera subirse los pantalones.
—No debes tener miedo, cariño.
Amy no dijo nada. No se movió para volver al Tahoe. Los campos que los rodeaban estaban desiertos, el aire absolutamente en calma, como sorprendido entre aliento y aliento. Wolgast sintió la desolación de los campos, los miles de kilómetros que se extendían en todas direcciones. Oyó que la puerta delantera del Tahoe se abría y cerraba. Era Doyle, que iba a mear. Hacia el sur, oyó el lejano eco de un trueno que retumbaba, y en el espacio transparente del otro lado, un nuevo sonido: una especie de tintineo, como de campanas.
—Podemos ser amigos, si quieres —probó Wolgast—. ¿Te parecería bien?
Era una niña extraña, pensó una vez más. ¿Por qué no había llorado? Porque no lo había hecho, desde el zoo, y no había llamado a su madre, ni dicho que quería volver a casa, o al convento. ¿Qué consideraba su hogar? Memphis, tal vez, pero intuía que no. Ningún lugar. Lo que le había sucedido había desterrado la noción de hogar.
—No tengo miedo. Podemos volver al coche, si quieres.