Authors: Justin Cronin
Ahora Lear quería una cría. Hasta Richards tuvo que pararse a pensar en ello. Una cosa era el puñado de sin techo alcohólicos y de condenados a muerte con los que estaban trabajando, todos ellos humanos desechables en opinión de Richards, pero... ¿una niña? Sykes le había explicado que estaba relacionado con la glándula timo. Cuanto más joven, dijo a Richards, mejor para combatir el virus, para conducirlo a una especie de estasis. Lear estaba trabajando en ello. Obtendrían todos los beneficios, pero ninguna de las secuelas desagradables. ¡Secuelas desagradables! Richards se permitió una carcajada. Daba igual que en sus vidas humanas anteriores los fluorescentes hubieran sido hombres como Babcock, que le habían rebanado el pescuezo a su madre por un quítame allá ese pase de autobús. Por lo tanto, quizá estaba relacionado también con eso: Lear quería hacer borrón y cuenta nueva, alguien que todavía no tuviese el cerebro lleno de morralla. Por lo que Richards sabía, la siguiente vez pediría un bebé.
Y Richards había hecho los deberes. Unas cuantas semanas de indagaciones, hasta que había encontrado al sujeto adecuado: una Juana Nadie caucásica, de unos seis años, abandonada como una mala costumbre en un convento de Memphis por una madre que debía de estar demasiado agobiada para importarle. «No está fichada», le había dicho Sykes, y esa niña, Juana Nadie, de unos seis años de edad, era un milagro caído del cielo. El lunes, no obstante, estaría al cuidado de los servicios sociales, y ya podían despedirse de su trasero de seis años. Eso dejaba un margen de cuarenta y ocho horas para apoderarse de ella, suponiendo que la madre no volviera a reclamarla, como si fuera una maleta extraviada. En cuanto a las monjas, bien, Wolgast encontraría la forma de manejarlas. Ese tipo sería capaz de vender lámparas de rayos ultravioleta en un pabellón de enfermos de cáncer. Lo había demostrado con creces.
Richards se volvió para echar un vistazo a los monitores. Todos los niños estaban arrebujados en sus camas. Daba la impresión de que Babcock estaba farfullando como de costumbre, y su garganta se movía como la de una rana. Richards conectó el audio y escuchó un momento los chasquidos y gruñidos, mientras se preguntaba, como siempre, si significarían algo. «Dejadme salir de aquí», «Me apetecen unos conejos ahora mismo» o «Richards, lo primero que haré cuando salga de aquí es ir a por ti, hermano». El propio Richards hablaba una docena de idiomas (los europeos habituales, pero también turco, farsi, árabe, ruso, tagalo, hindú, y hasta un poco de swahili), y a veces, cuando escuchaba a Babcock en el monitor, tenía la clara sensación de que había palabras en el revoltijo, mutiladas y revueltas, aunque no pudiera enseñar a su oído a comprenderlas. Pero en esa ocasión sólo escuchó ruidos.
—¿No puedes dormir?
Richards se volvió y vio a Sykes en la puerta, sosteniendo una taza de café. Llevaba el uniforme, pero con la corbata desanudada y los faldones de la chaqueta fuera. Se pasó la mano por el pelo ralo y dio vuelta a una silla para sentarse de cara a Richards.
—Exacto —dijo Sykes—. Yo tampoco.
Richards pensó en preguntarle acerca de sus sueños, pero no lo hizo. La pregunta era irrelevante. Podía leer la respuesta en la cara de Sykes.
—No duermo —dijo—. No mucho, al menos.
—Sí, bien. —Sykes se encogió de hombros— Claro que no. —Como Richards no dijo nada, ladeó la cabeza hacia los monitores—. ¿Todo está tranquilo abajo?
Richards asintió.
—¿Alguien más ha salido a pasear a la luz de la luna?
Se refería a Jack y Sam, los barrenderos. No era propio de Sykes mostrarse sarcástico, pero tenía derecho a estar exaltado. Cubos de basura, por el amor de Dios. Se suponía que los centinelas debían inspeccionar todo lo que entraba y salía, pero eran unos críos, alistados por el procedimiento habitual. Se comportaban como si todavía estuvieran en el instituto, porque eso era todo cuanto sabían. Tenías que estar siempre encima de ellos, y Richards había dejado que las cosas se relajaran.
—He hablado con el oficial de día. No creo que vaya a olvidar nunca la conversación.
—¿No vas a decirme qué fue de esos chicos?
Richards no tenía nada que decir al respecto. Sykes lo necesitaba, pero era imposible que llegara a caerle bien, o que consiguiera su aprobación.
Sykes se levantó y se acercó a los monitores. Ajustó el aumento y enfocó el de Cero.
—Eran amigos —dijo—. Lear y Fanning.
Richards asintió.
—Eso me han dicho.
—Sí, bien. —Sykes respiró hondo, con los ojos clavados en Cero—. Menuda forma de tratar a los amigos.
Sykes se volvió a mirar a Richards, quien seguía sentado ante su terminal. Daba la impresión de que Sykes llevaba dos días sin afeitarse, y sus ojos, que entornaba bajo la luz fluorescente, parecían nublados. Por un momento pareció un hombre que había olvidado dónde estaba.
—¿Y nosotros? —preguntó a Richards—. ¿Somos amigos?
Eso era nuevo para Richards. Los sueños de Sykes debían de ser peores de lo que imaginaba. ¡Amigos! ¿Qué más daba?
—Claro —dijo Richards, y se permitió otra sonrisa—. Somos amigos.
Sykes lo miró otro momento.
—Pensándolo mejor —dijo—, quizá no sea tan buena idea. —La desechó con un ademán—. Gracias, de todos modos.
Richards sabía lo que estaba preocupando a Sykes: la niña. Sykes tenía un par de críos, dos chicos ya adultos. Ambos se habían formado en West Point como su padre. Uno trabajaba en el Pentágono, en algo de inteligencia, y el otro en una unidad de tanques estacionada en el desierto de Arabia Saudita, y Richards pensó que tal vez habría también nietos de por medio. Quizá Sykes lo había mencionado de pasada, pero no solían hablar de esas cosas. En cualquier caso, lo de la niña no iba a sentarle bien. La verdad era que a Richards le importaba un bledo lo que Lear pidiera, fuera lo que fuera.
—Deberías dormir un poco —dijo Richards—. Tenemos admisión dentro de... —consultó su reloj— tres horas.
—Puede que me quede levantado. —Sykes se acercó a la puerta, donde se volvió y miró de nuevo a Richards con expresión preocupada—. Entre tú y yo, y si no te importa que lo pregunte, ¿cómo has conseguido que lo traigan tan deprisa?
—No fue difícil. —Richards se encogió de hombros—. Lo subí a un transporte de tropas que salía de Waco. Un puñado de reservistas, pero hace las veces de corredor federal. Aterrizaron en Denver poco después de medianoche.
Sykes arrugó el entrecejo.
—Corredor federal o no, es demasiado rápido. ¿Tienes alguna idea sobre a qué vienen tantas prisas?
Richards no lo sabía con certeza. La orden había llegado del enlace en Armas Especiales. Pero si tuviera que hacer cábalas, habría apostado a que estaba relacionado con el catre sudado, el calientaplatos incrustado de sopa y un año sin sol o aire puro, con las pesadillas, el Red Roof y toda la pesca. Joder, si reflexionabas sobre la situación con detenimiento (algo que no se molestaba en hacer desde hacía mucho tiempo), todo debía de remontarse a la bonita e intelectual Elizabeth Macomb Lear, la larga lucha contra el cáncer, etcétera.
—Pedí un favor y Langley se encargó de la purga. Sistema completo, de cabo a rabo. En un sentido amplio, Carter ya no es nadie. No podría comprar ni un paquete de chicles.
Sykes frunció el ceño
—Nadie es nadie. Siempre hay alguien interesado.
—Es posible. Pero este tipo se acerca.
Sykes se quedó mirando un momento más en la puerta, sin decir nada. Los dos sabían qué significaba aquel silencio.
—Bien —concluyó—. De todos modos, no me gusta. Si tenemos un protocolo es por algo. Tres prisiones, treinta días, y después los traemos.
—¿Es una orden?
Era una broma, en realidad. Sykes no podía darle órdenes. El que pudiera era una ficción que Richards sólo toleraba.
—No, olvídalo —dijo Sykes, y disimuló un bostezo con el dorso de la mano—. ¿Qué quieres que hagamos, devolverlo? —Tamborileó en la pared con la mano—. Llámame cuando llegue la furgoneta. Estaré arriba, despierto.
Qué curioso: cuando Sykes se marchó, Richards descubrió que le habría gustado que se quedara. Tal vez fueran amigos, en cierto sentido. Richards había tenido malos trabajos en el pasado. Sabía que había un momento en que el tono cambiaba así, como si hubieras dejado un vaso de leche fuera de la nevera durante demasiado tiempo. Te descubrías hablando como si nada importara, como si todo hubiera terminado ya. Era el momento en que te empezaba a gustar la gente, lo cual suponía un problema. Después de eso, las cosas se iban al carajo muy deprisa.
Carter no era nadie especial, era otro presidiario más cuya única moneda de cambio era su vida. Pero la niña... ¿Qué podía querer Lear de una niña de seis años?
La atención de Richards volvió a los monitores. Levantó los auriculares. Babcock había vuelto al rincón, sin dejar de farfullar. Era curioso: Babcock tenía algo que siempre lo reconcomía. Era como si Richards le perteneciera, como si Babcock fuera dueño de un fragmento de él. No podía quitarse de encima aquella sensación. Richards podía pasarse horas escuchando a aquel individuo. A veces se quedaba dormido delante de los monitores, todavía con los auriculares encasquetados.
Consultó de nuevo su reloj, a sabiendas de que no debía, pero incapaz de reprimirse. Acababan de dar las tres. No estaba de humor para otra partida de cartas, con independencia de lo que hiciera aquel hijo de puta de Seattle, y las horas de espera a que la furgoneta entrara en el recinto se abrieron de repente ante él como una boca que podía engullirlo por completo.
No opuso resistencia. Ajustó el volumen y se dispuso a escuchar, mientras se preguntaba qué estaban intentando comunicarle los sonidos que oía.
El ruido de la lluvia, que repiqueteaba sobre las hojas al otro lado de la ventana, despertó a Lacey.
¿Dónde estaba Amy?
Se levantó a toda prisa, se puso la bata y corrió escaleras abajo. Pero cuando llegó al pie, ya se había calmado. La niña habría bajado de la cama en busca del desayuno, para ver la tele, o sólo para echar un vistazo. Lacey descubrió a la niña en la cocina, sentada a la mesa, todavía en pijama, pinchando pedazos de gofre de la tostadora y llevándoselos luego a la boca. La hermana Claire estaba sentada a la cabecera de la amplia mesa, vestida con el chándal que utilizaba para su carrera matutina por Overton Park. Sostenía una taza de café humeante y leía el
Commercial Appeal
. La hermana Claire no era todavía una hermana, en el sentido estricto, sino sólo una novicia. Las hombreras de la sudadera estaban mojadas de lluvia. Tenía la cara húmeda y sonrosada.
Bajó el periódico y sonrió a Lacey.
—Estupendo, te has levantado. Nosotras ya hemos desayunado, ¿verdad, Amy?
La niña asintió, sin dejar de masticar. Antes de ingresar en la orden, la hermana Claire había vendido casas en Seattle, y cuando Lacey se sentó a la mesa, vio lo que estaba leyendo la hermana: la sección de inmobiliaria. Si la hermana Arnette lo viera se enfadaría, y hasta era posible que le lanzara uno de sus sermones improvisados acerca de las distracciones que supone la vida material. Pero el reloj que había encima de la repisa de la chimenea informaba de que eran poco más de las ocho. Las otras hermanas debían de estar en misa, en la sala de al lado. Lacey sintió una punzada de vergüenza. ¿Cómo había podido dormir tanto?
—Fui a la misa del alba —dijo Claire, como en respuesta a sus pensamientos.
La hermana Claire solía ir a la de las seis, antes de salir a correr, actividad que ella definía como una visita a «Nuestra Señora de las Endorfinas». Al contrario que el resto de las hermanas, que nunca habían tenido otra cosa, Claire había gozado de una vida plena fuera de la orden: había estado casada, ganado dinero y tenido propiedades, como un apartamento, zapatos bonitos y un Honda Accord. No había sentido la vocación hasta bien entrada la treintena, después de haberse divorciado del hombre a quien una vez había definido como «el peor marido del mundo». Nadie sabía los detalles, salvo tal vez la hermana Arnette, pero la vida de Claire era una continua fuente de asombro para Lacey. ¿Cómo era posible que una persona tuviera dos vidas, tan diferentes entre sí? A veces, Claire decía cosas como «Esos zapatos son monos», o «El único hotel bueno de Seattle es el Vintage Park», y por un momento todas las hermanas guardaban un estupefacto silencio, que era en parte de desaprobación y en parte de envidia. Era Claire quien había ido a comprar las cosas de Amy, lo que implicaba de manera tácita que ella era la única de la congregación que tenía idea de esas cosas.
—Si te das prisa, aún puedes llegar a tiempo para la misa de las ocho —dijo Claire. Pero ya era demasiado tarde, por supuesto. Lacey comprendió que el verdadero mensaje de Claire era otro: «Yo cuidaré de Amy».
Lacey miró a la niña. Tenía el pelo desordenado de haber dormido, pero los ojos y la piel brillaban, descansados. Lacey pasó las yemas de los dedos por el flequillo de Amy.
—Eres muy amable —dijo—. Tal vez hoy, sólo por esta vez, como Amy está aquí...
—No digas ni una palabra más —dijo la hermana Claire, y acalló las palabras de Lacey con una mano y una carcajada—. Yo te cubriré.
El día que iba a empezar se reordenó en la mente de Lacey. Sentada a la mesa, recordó su plan de ir al zoo. ¿A qué hora abría? ¿Llovería? Lo mejor sería salir de la casa antes de que las demás hermanas volvieran, pensó. No sólo porque se preguntarían el motivo de que no hubiera ido a misa, sino porque podrían empezar a hacer preguntas sobre Amy. Hasta el momento, la mentira había funcionado, pero Lacey sabía que era insostenible, como un suelo de tablas podridas bajo sus pies.
Cuando Amy se hubo terminado los gofres y un buen vaso de leche, Lacey volvió arriba con ella y la vistió a toda prisa: unos pantalones vaqueros limpios y nuevos, y una camiseta con la palabra DESCARADA impresa, las letras perfiladas con lentejuelas. Sólo la hermana Claire habría tenido el valor de elegir algo así. A la hermana Arnette no le gustaría la prenda, en absoluto (si la viera, suspiraría y menearía la cabeza, como hacía siempre, amargando la atmósfera de la habitación), pero Lacey sabía que la camiseta era perfecta, el tipo de prenda que una niña querría llevar. Las lentejuelas convertían la camiseta en una prenda especial, y sin duda era eso lo que Dios deseaba para una niña como Amy: un poco de felicidad, por efímera que fuera. En el cuarto de baño eliminó el almíbar de las mejillas de Amy y le cepilló el pelo, y cuando hubo terminado se vistió con la falda plisada gris, la blusa blanca y el velo habituales. Fuera había parado de llover. Un sol cálido y perezoso estaba bañando el patio. El día sería caluroso, supuso Lacey, una invasión de calor procedente del sur que le pisaba los talones al frente frío que había concentrado la lluvia sobre la casa durante toda la noche.