Authors: Justin Cronin
Hembra caucásica. Amy SAC. No está fichada. Poplar Ave., 20323, Memphis, en Tennessee. Recogida sábado mediodía máximo. No contacto. PD. Sykes.
PD significaba «Pasar Desapercibidos».
«No te limites a cazar a un fantasma, agente Wolgast: sé un fantasma.»
—¿Quieres que conduzca? —preguntó Doyle, rompiendo el silencio, y Wolgast dedujo por el tono de su voz que estaba pensando lo mismo. Amy SAC. ¿Quién era Amy SAC?
Meneó la cabeza. A su alrededor, las primeras luces del alba se estaban esparciendo sobre el delta del Misisipi como una manta empapada. Conectó los limpiaparabrisas para eliminar la condensación.
—No —dijo—. Estoy bien.
Al Sujeto Cero le pasaba algo.
Llevaba seis días seguidos sin moverse del rincón, ni siquiera para comer. Colgaba ahí, como una especie de insecto gigante. Grey lo veía por los infrarrojos, una mancha reluciente en las sombras. De vez en cuando cambiaba de postura, unos centímetros a la derecha o la izquierda, y nada más, aunque Grey nunca le había visto hacerlo. Grey alzaba la cara del monitor, o salía de Contención para ir en busca de una taza de café o fumar en la sala de descanso, y cuando volvía a mirar, descubría a Cero colgando en otro sitio.
¿Colgando? ¿Parado? Joder, ¿levitando?
Nadie le había explicado una mierda a Grey. Ni una palabra. Como, para empezar, qué era Cero. Tenía cosas que, en opinión de Grey, eran más o menos humanas. Por ejemplo, dos brazos y dos piernas. Una cabeza en el sitio donde debía estar la cabeza, además de orejas, ojos y boca. Hasta tenía algo similar a una polla colgando al sur, una especie de caballito de mar diminuto. Pero las similitudes terminaban ahí.
Por ejemplo, el Sujeto Cero brillaba. En los infrarrojos lo hacía cualquier fuente de calor. Pero la imagen del Sujeto Cero ardía en la pantalla como una cerilla encendida, casi deslumbrante. Hasta su
mierda
brillaba. Su cuerpo desprovisto de vello, suave y brillante como el cristal, parecía enrollado (ésa era la palabra en la que Grey pensaba, como si la piel estuviera tensada sobre pedazos de cuerda enrollada), y sus ojos eran del color naranja de los conos de autopista. Pero los dientes eran lo peor. De vez en cuando, Grey oía un leve tintineo en el audio, y sabía que era el sonido que hacía otro diente al caer de la boca de Grey al cemento. Solían desprenderse a razón de media docena al día. Iban a parar al crematorio, como todo lo demás. Una de las tareas de Grey consistía en recogerlos, y le producía escalofríos verlos, largos como las pequeñas espadas que te daban en los cócteles. Justo el trasto que se necesita para, digamos, destripar a un conejo en dos segundos.
Tenía algo que lo diferenciaba de los demás. Tampoco era
tan
diferente. Todos los fluorescentes eran una pandilla de hijos de la grandísima puta, y durante los seis meses que Grey había estado trabajando en el nivel 4, se había acostumbrado a su aspecto. Existían unas pocas diferencias entre ellos, por supuesto, y podías identificarlos si te esforzabas. Número Seis era un poco más bajo que los demás, Número Nueve un poco más activo, a Número Siete le gustaba comer colgado boca abajo y lo dejaba todo hecho un asco, Número Uno siempre estaba farfullando, con esos sonidos extraños que emitían, un chasquido húmedo surgido del fondo de sus gargantas, que a Grey no le recordaba a nada que conociera.
No, lo que diferenciaba a Cero era algo físico: era el efecto que obraba en ti. Grey no había encontrado una forma mejor de explicarlo. Los demás parecían tan interesados en la gente a la que veían detrás del cristal como un puñado de chimpancés en el zoo. Pero Cero no: Cero prestaba atención. Siempre que dejaban caer los barrotes, lo cual dejaba encerrado a Cero al fondo de la habitación, y Grey se embutía en su traje de protección contra riesgos biológicos y entraba a través de la esclusa para limpiar o llevar los conejos (
conejos
, por el amor de Dios; ¿por qué tenían que ser conejos?), una especie de sarpullido le trepaba hasta el cuello, como si una hilera de hormigas estuviera recorriéndole la piel. Ponía manos a la obra a toda prisa, sin tan siquiera levantar la vista del suelo, y cuando salía y entraba en la cámara de descontaminación, estaba cubierto de sudor y su respiración se había acelerado. Incluso ahora, con un muro de cristal de cinco centímetros de espesor colgando entre Cero y él, de manera que Grey sólo podía ver su gran trasero reluciente y los pies como garras, podía sentir que la mente de Cero vagaba por la habitación a oscuras, pescando como una red invisible.
De todos modos, Grey debía admitir que, en conjunto, el trabajo no estaba mal. Los había tenido peores. Lo habitual era que se limitase a estar sentado durante las ocho horas de turno, haciendo crucigramas, echando un vistazo al monitor de vez en cuando, introduciendo sus informes en el sistema (qué comía Cero y qué dejaba de comer, cuánto meaba y cagaba) y haciendo copias de seguridad de los discos duros cuando se saturaban tras cien horas de vídeos de Cero sin hacer nada.
Se preguntó si los demás tampoco comían. Pensó que se lo preguntaría a uno de los técnicos. Tal vez todos hubieran iniciado una huelga de hambre. Tal vez estuvieran cansados de los conejos y quisieran ardillas, marsupiales o canguros. Era curioso pensar en eso, teniendo en cuenta la forma en que comían los fluorescentes. Gray sólo se había permitido presenciar el espectáculo en una ocasión, y fue demasiado para él. Casi lo había convertido en vegetariano, pero también debía decir que eran muy escrupulosos, como si tuvieran normas para comer, empezando con el asunto del décimo conejo. ¿Quién sabía qué significaba? Si les dabas diez conejos, sólo se comían nueve, y dejaban el décimo donde estaba, como si lo reservaran para más tarde. Grey había tenido un perro que era así. Lo llamaba
Osopardo
, por ningún motivo concreto. No se parecía en nada a un oso, y ni siquiera era pardo, sino de un color tostado suave, con motas blancas en el hocico y el pecho.
Osopardo
comía la mitad exacta de su cuenco cada mañana, y se lo terminaba por la noche. Por lo general, Grey dormía cuando esto pasaba. Se despertaba a las dos o las tres de la mañana cuando oía al perro en la cocina partir el pienso entre sus dientes, y por la mañana el plato estaba limpio como una patena.
Osopardo
era un buen perro, el mejor que había tenido. Pero de eso hacía años. Tuvo que abandonarlo, y a esas alturas
Osopardo
ya estaría muerto.
Todos los trabajadores civiles, los barrenderos y algunos técnicos se alojaban en los barracones situados en el extremo sur del recinto. Las habitaciones no estaban mal, con televisión por cable y ducha caliente, y no había que pagar la factura. Nadie se movería de allí durante un tiempo, eso formaba parte del trato, pero a Grey no le importaba. Tenía todo cuanto necesitaba y la paga era buena, con dinero de las plataformas petrolíferas, que se iba acumulando en una cuenta corriente a su nombre en el extranjero. Ni siquiera pagaban impuestos, una especie de acuerdo especial para los civiles empleados a tenor de la Ley de Protección de Emergencia Nacional Federal. Un año o dos más, imaginaba Grey, y siempre que no se pasara demasiado en el economato con cigarrillos y chuches, habría ahorrado lo suficiente para poner montones de kilómetros entre él y Cero y todos los demás. Los demás barrenderos eran buena gente, pero prefería mantenerse al margen. En su habitación, por la noche, le gustaba ver el Canal Viajar o el National Geographic, para elegir lugares a los que iría cuando todo hubiera terminado. Durante un tiempo había pensado en México. Grey imaginaba que habría mucho espacio, puesto que la mitad del país daba la impresión de haberse vaciado, y ahora estaba apostado alrededor del aparcamiento de Home Depot. Pero la semana anterior había visto un programa sobre la Polinesia francesa (el agua de un azul como nunca había visto, y casitas sobre pilones), y estaba pensando en ello muy en serio. Grey tenía cuarenta y seis años y fumaba como una chimenea, de modo que, según sus cálculos, sólo le quedaban diez años para disfrutar. Su viejo, que fumaba como él, había pasado los últimos cinco años de su vida en un cochecito y respirando gracias una bombona de oxígeno, hasta que había dejado plantada a la vida un mes antes de cumplir los sesenta.
De todos modos, sería agradable abandonar el recinto de vez en cuando, aunque sólo fuera para echar un vistazo. Sabía que estaban en algún lugar de Colorado, a juzgar por las matrículas de algunos coches, y a veces alguien, tal vez un oficial o algún científico, que gozaban de permiso para ir y venir a su libre albedrío, olvidaban un ejemplar del
Denver Post
. De modo que, en realidad, su emplazamiento no era un gran secreto, dijera lo que dijera Richards. Un día, después de una copiosa nevada, Grey y otros barrenderos habían subido al tejado de los barracones para quitar la nieve con palas, y Grey vio, alzándose sobre la hilera de árboles nevados, lo que parecía una estación de esquí, con una telecabina subiendo poco a poco sobre la ladera de una colina, y una pendiente con diminutas figuras que bajaban. No se encontraban a más de ocho kilómetros de distancia. Era curioso ver cosas así, con una guerra en marcha y la situación mundial estando como estaba. Grey nunca había esquiado en su vida, pero sabía que también había bares y restaurantes detrás de la muralla de árboles, y cosas como
jacuzzis
y saunas, y gente que hablaba y bebía copas de vino entre el vapor. Lo había visto en el Canal Viajar.
Era marzo, todavía invierno, y había mucha nieve en el suelo, lo cual significaba que en cuanto el sol se ponía la temperatura descendía en picado. Esa noche también soplaba un viento desagradable, y mientras volvía a los barracones con las manos embutidas en los bolsillos y la barbilla metida en el cuello de la parka, Grey experimentó la sensación de que le estaban dando centenares de bofetadas. Todo ello lo llevó a pensar en Bora Bora, y en aquellas casitas sobre pilones. A la mierda Cero, quien por lo visto había perdido su afición por el conejo de Pascua fresco. Lo que Cero comiera o dejara de comer no era problema de Grey. Si le ordenaban que sirviera huevos a la benedictina sobre tostadas a partir de aquel momento, lo haría con una sonrisa en la cara. Se preguntó cuánto costaría una casa como aquéllas. Con una casa así, ni siquiera necesitabas instalaciones sanitarias. Te acercabas a la barandilla y hacías tus necesidades, a cualquier hora del día o de la noche. Cuando Grey trabajaba en las plataformas petrolíferas del Golfo, le gustaba hacer eso, a primera hora de la mañana o al anochecer, cuando no había nadie. Había que tener en cuenta el viento, por supuesto, pero cuando la brisa te acariciaba la espalda existían pocos placeres comparables a mear desde una plataforma situada a sesenta metros sobre el Golfo y ver el arco que describía en el aire, antes de caer desde veinte pisos al azul. Conseguía que te sintieras pequeño y grande a la vez.
Ahora toda la industria del petróleo se hallaba bajo protección federal, y daba la impresión de que toda la gente que conocía de los viejos tiempos había desaparecido. Después de lo de Minneapolis, el atentado en el depósito de crudo de Secaucus, el ataque al metro de Los Ángeles y todo lo demás, y por supuesto lo ocurrido en Irán o Iraq, o lo que fuera, toda la economía se había paralizado como una mala transmisión. Con sus rodillas, el tabaco y lo que constaba en su historial, era imposible que trasladaran a Grey a Seguridad Nacional, o adonde fuera. Llevaba en el paro casi un año entero cuando recibió la llamada. Pensó que se trataba de otro trabajo en plataformas petrolíferas, tal vez para algún proveedor extranjero. Habían conseguido que sonara así sin decirlo, y se quedó sorprendido cuando fue en coche a la dirección y descubrió un escaparate vacío en un pequeño centro comercial abandonado cerca de los parques de atracciones de Dallas, con las cristaleras embadurnadas de jabón blanco. El local había alojado un videoclub. Grey todavía pudo distinguir el nombre, Movie World West, en una fantasmal formación de letras desaparecidas sobre el mugriento estuco que había encima de la puerta. El local de al lado había sido un restaurante chino. Otro, una tintorería. El resto, era imposible saberlo. Había pasado por delante un par de veces, pensando que había anotado mal la dirección, reacio a abandonar el aire acondicionado de la camioneta para llevar a cabo una búsqueda inútil, hasta que se detuvo. Fuera debían de caer treinta y siete grados, lo típico de agosto en el norte de Texas, pero era imposible acostumbrarse, con el aire denso y maloliente, el sol brillando como la cabeza de un martillo al caer. La puerta estaba cerrada con llave, pero había un timbre. Tocó y esperó un minuto, mientras el sudor empezaba a empaparle la camisa, y entonces oyó un llavero que tintineaba al otro lado de la puerta, y el ruido metálico de la puerta al abrirse.
Habían dispuesto un pequeño escritorio y un par de archivadores al fondo. La sala estaba todavía llena de estantes vacíos que en otro tiempo habían albergado DVD, y un montón de cables enredados y otros restos colgaban de los espacios destripados del techo. Apoyada contra la pared del fondo del videoclub había una figura de cartón de tamaño natural, cubierta de una película de polvo, perteneciente a una película que Grey no pudo identificar, un tipo negro y calvo con gafas de sol envolventes, además de unos bíceps que abultaban bajo su camiseta como un par de jamones enlatados a los que estuviera intentando sacar a hurtadillas de un supermercado. Grey tampoco recordaba la película. Rellenó el formulario, pero los presentes, un hombre y una mujer, apenas le echaron un vistazo. Mientras tecleaban en el ordenador, le pidieron que meara en una taza, y después le dieron un polígrafo, pero ése era el procedimiento habitual. Se esforzó por no creer que estaba mintiendo, incluso cuando decía la verdad, y cuando le preguntaron por la condena que había cumplido en Beeville, como sabía que harían, les contó la historia sin maquillarla. No había forma de ocultarlo con los cables, y además, estaba bien documentada, sobre todo en Texas, con la página web en la que podías ver las caras de todo el mundo y lo que hiciera falta. Pero ni siquiera esto pareció suponer un problema. Daba la impresión de que ya sabían un montón de cosas sobre él, y casi todas las preguntas estaban relacionadas con su vida privada, aquello que sólo se podía averiguar preguntando. ¿Tenía amigos? (La verdad era que no.) ¿Vivía solo? (¿Y cuándo no?) ¿Le quedaban familiares vivos? (Sólo una tía en Odessa a la que no veía desde hacía veinte años, y un par de primos de cuyos nombres ni siquiera estaba seguro.) ¿Quiénes eran sus vecinos del aparcamiento de remolques donde vivía, en Allen? (¿Vecinos?) Etcétera, en ese plan. Todo cuanto les contó pareció complacerlos en grado sumo. Intentaban disimularlo, pero se les notaba en la cara, tan claro como un libro abierto. Cuando llegó a la conclusión de que no eran policías, se dio cuenta de que había pensado que tal vez lo fueran.