Authors: Justin Cronin
—Aun así —admitió.
Retransmitían un partido de baloncesto por la televisión que había encima de la barra, los Houston Rockets contra los Golden State Warriors, y durante un rato lo miraron en silencio. El partido acababa de empezar, y los dos equipos parecían perezosos, movían el balón sin hacer gran cosa más.
—¿Sabes algo de Lila? —preguntó Doyle.
—La verdad es que sí. —Wolgast hizo una pausa—. Se va a casar.
Los ojos de Doyle se abrieron de par en par.
—¿Con ese tipo? ¿El médico?
Wolgast asintió.
—Qué rapidez. ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Qué va a hacer?, ¿invitarte a la boda?
—No exactamente. Me envió un correo electrónico, pensó que debería saberlo.
—¿Y tú qué respondiste?
Wolgast se encogió de hombros.
—Nada.
—¿No dijiste nada?
Había más, pero Wolgast no quiso abundar en el tema. «Querido Brad, he pensado que debías saber que David y yo estamos esperando un hijo. Nos vamos a casar la semana que viene. Espero que puedas sentirte contento por nosotros», había escrito Lila. Se había quedado sentado delante del ordenador, contemplando el mensaje en la pantalla, durante sus buenos diez minutos.
—No hay nada que decir. Estamos divorciados, y ella puede hacer lo que le dé la gana. —Vació su
whisky
y sacó más billetes para pagar—. ¿Vienes?
Doyle barrió la sala con la mirada. Cuando se sentaron a la barra, el local estaba casi vacío, pero había entrado más gente, incluido un grupo de chicas jóvenes que habían juntado unas mesas altas y estaban bebiendo margaritas y hablando a voz en grito. Había una universidad cerca, Sam Houston State, y Wolgast supuso que eran estudiantes, o que trabajaban juntas en alguna empresa. El mundo podía irse al infierno a la menor oportunidad, pero la hora feliz era siempre la hora feliz, y las chicas guapas seguirían llenando los bares de Huntsville, en Texas. Llevaban blusas ceñidas y pantalones vaqueros de cintura baja, con rotos a la moda en las rodillas, la cara y el pelo arreglados para pasar una noche en la ciudad, y estaban bebiendo con entusiasmo. Una de las chicas, algo gordita, sentada de espaldas a ellos, llevaba los pantalones tan bajos que Wolgast pudo ver los corazoncitos de sus bragas. No supo si deseaba mirar con más detenimiento o darle una manta para que se tapara.
—Puede que me quede un rato —dijo Doyle, y levantó el vaso en señal de brindis—. Veré el partido.
Wolgast asintió. Doyle no estaba casado, y ni siquiera tenía novia. En teoría tenían que mantener sus interacciones al mínimo, pero la forma en que Doyle pasara la noche no era asunto suyo. Sintió una punzada de envidia, y después desechó el pensamiento.
—De acuerdo. Recuerda que...
—Vale —contestó Doyle—. Como dice el oso Smokey en los carteles del Servicio Forestal, limítate a tomar fotos y que las únicas huellas que dejes sean de pisadas. En este momento soy un comercial de fibra óptica de Indianápolis.
Detrás de ellos, la chica se puso a reír. Wolgast percibió el tequila en sus voces.
—Bonita ciudad, Indianápolis —dijo Wolgast—. Mejor que ésta, en cualquier caso.
—Oh, yo no diría eso —contestó Doyle, y esbozó una sonrisa maliciosa—. Creo que me va a gustar.
Wolgast salió del restaurante y caminó por la autopista. Había dejado la PDA en el motel, convencido de que los llamarían durante la cena y tendrían que irse, pero descubrió que no había recibido mensajes. Después del ruido y de la actividad del restaurante, el silencio de la habitación era inquietante, y empezó a arrepentirse de no haberse quedado con Doyle, aunque sabía que de un tiempo a esa parte no era un compañero de juergas muy divertido. Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama vestido para ver el final del partido, aunque el resultado le daba igual, pero por lo menos consiguió que su mente se concentrara en algo. Por fin, poco después de la medianoche (las once en Denver, un poco demasiado tarde, pero qué coño), hizo lo que se había ordenado no hacer, y marcó el número de Lila. Contestó una voz de hombre.
—David, soy Brad.
David guardó silencio un momento.
—Es tarde, Brad. ¿Qué quieres?
—¿Está Lila?
—Ha tenido un día muy largo —dijo David con firmeza—. Está cansada.
«Ya sé que está cansada —pensó Brad—. He dormido en la misma cama con ella durante seis años.»
—Pásamela, por favor.
David suspiró y dejó caer el teléfono con un golpe sordo. Wolgast oyó el crujido de sábanas, y después la voz de David, que decía a Lila: «Es Brad. Por el amor de Dios, dile que la próxima vez llame a una hora decente».
—¿Brad?
—Siento llamarte tan tarde. Ni me había fijado en la hora que era.
—Eso no te lo crees ni tú. ¿Qué quieres?
—Estoy en Texas. En un motel, de hecho. No puedo decirte dónde.
—Texas. —Ella hizo una pausa—. Odias Texas. Creo que no me has llamado para decir que estás en Texas, ¿verdad?
—Lo siento, no tendría que haberte despertado. Creo que David se ha enfadado.
Lila suspiró al otro lado del auricular.
—No pasa nada. Todavía somos amigos, ¿verdad? David es un gran chico. Lo superará.
—Recibí tu correo electrónico.
—Bien. —La oyó respirar—. Ya me lo imaginaba. Supongo que ése es el motivo de tu llamada. Daba por hecho que me llamarías en algún momento.
—¿Ya os habéis casado?
—Sí. El fin de semana pasado, aquí en casa. Unos cuantos amigos. Mis padres. De hecho, preguntaron por ti, preguntaron a qué te dedicabas. Siempre les caíste bien. Deberías llamarlos, si quieres. Creo que mi padre te echa más de menos que a nadie.
Wolgast pasó por alto su comentario. ¿Más que a nadie? ¿Más que a ti, Lila? Esperó a que dijera algo más, pero ella no lo hizo, y una imagen se formó en su mente, una imagen que era un recuerdo: Lila en la cama, con una vieja camiseta y los calcetines que llevaba siempre porque tenía los pies fríos, fuera cual fuese la estación del año, una almohada embutida entre sus rodillas para enderezar su columna vertebral, debido al bebé. El bebé de ambos, Eva.
—Sólo quería decirte lo que siento.
Lila habló en voz baja.
—¿Y qué sientes, Brad?
—Me siento... feliz por ti. Me lo preguntabas. Estaba pensando que deberías, ya sabes, dejar el trabajo en esta ocasión. Tomarte un tiempo libre, ocuparte de ti. Siempre me he preguntado si...
—Lo haré —interrumpió Lila—. No te preocupes. Todo va bien, todo es normal.
Normal. «Nada es normal», pensó.
—Yo sólo...
—Por favor. —Respiró hondo—. Me estás poniendo triste. Tengo que madrugar.
—Lila...
—He dicho que tengo que colgar.
Sabía que estaba llorando. No emitió el menor sonido, pero lo sabía. Los dos estaban pensando en Eva, y pensar en Eva la hacía llorar, y por eso ya no estaban juntos. ¿Cuántas horas de su vida la había abrazado mientras lloraba? Y ésa era la cuestión: nunca había sabido qué decir cuando Lila lloraba. Hasta mucho después (hasta que era demasiado tarde) no se había dado cuenta de que no debía decir nada en absoluto.
—Maldita sea, Brad. No quería hacer esto, ahora no.
—Lo siento, Lila. Es que... estaba pensando en ella.
—Lo sé. Maldito seas. Maldito seas. No vuelvas a hacer esto.
La oyó sollozar, y después la voz de David.
—No vuelvas a llamar, Brad. Te lo digo en serio. Tómate en serio lo que estoy diciendo.
—Que te den por el culo —replicó Wolgast.
—Como quieras. No vuelvas a molestarla. Déjanos en paz.
Y colgó el teléfono.
Wolgast miró su PDA una vez más, antes de arrojarla al otro lado de la habitación. Describió un hermoso arco, dando vueltas como un disco volador, antes de estrellarse contra la pared, encima de la televisión, con el crujido de un plástico al romperse. Se arrepintió al instante. Pero cuando se arrodilló para recoger el aparato descubrió que la tapa de la batería se había soltado y el aparato funcionaba a la perfección.
Wolgast sólo había estado una vez en el recinto de Noé, el verano anterior, para reunirse con el coronel Sykes. No fue lo que se dice una entrevista de trabajo. Habían dejado claro a Wolgast que el empleo era suyo si él lo quería. Un par de soldados lo acompañaron en una furgoneta con las ventanillas tintadas, pero Wolgast adivinó que lo estaban llevando al oeste de Denver, hacia las montañas. El recorrido duró seis horas, y cuando entraron en el recinto había conseguido dormirse. Salió de la furgoneta a la brillante luz de una tarde de verano. Se estiró y paseó la vista a su alrededor. A juzgar por la topografía, supuso que se encontraba en los alrededores de Ouray. Podría ser más al norte. Notó el aire tenue y limpio en los pulmones, y la cabeza turbia debido a la altitud.
Un civil lo recibió en el aparcamiento, un hombre corpulento vestido con pantalones vaqueros y una camisa caqui con las mangas subidas, además de unas gafas de aviador anticuadas que colgaban sobre su ancha nariz bulbosa. Era Richards.
—Espero que el viaje no haya sido demasiado duro —dijo Richards mientras se estrechaban las manos—. Aquí estamos muy altos. Si no está acostumbrado, será mejor que se lo tome con calma.
Richards acompañó a Wolgast a través del aparcamiento hasta un edificio llamado el Chalé, que hacía honor a su nombre: un amplio edificio estilo Tudor, de tres pisos de altura. Las vigas que quedaban a la vista recordaban a las de la cadena hotelera Sportsmen’s Lodge. Wolgast sabía que, en otro tiempo, habían proliferado en las montañas, enormes reliquias de una era anterior a las multipropiedades y los modernos centros turísticos. El edificio daba a un jardín al aire libre, y al otro lado, a unos cien metros, había un grupo de edificios más funcionales: barracones de bloques de ceniza, media docena de tiendas militares hinchables, un edificio bajo similar a un motel de carretera. Vehículos militares, 4×4 y todoterrenos más pequeños, además de camiones de cinco toneladas, se movían de un lado a otro del camino. En el centro del jardín, un grupo de hombres de pecho ancho y pelo muy corto, desnudos hasta la cintura, estaban tomando el sol en tumbonas.
Cuando Wolgast entró en el Chalé, tuvo la sensación de estar mirando detrás de un decorado cinematográfico. Parecía como si hubiesen destripado la mansión, y su arquitectura original hubiera sido sustituida por las texturas neutras de un moderno edificio de oficinas: alfombras grises, iluminación institucional y techos de paneles acústicos. Habría podido estar en la consulta de un dentista, o en el rascacielos situado frente a la autopista donde se reunía con su asesor fiscal una vez al año para hacer la declaración de la renta. Se detuvieron ante el mostrador de la entrada, donde Richards le pidió que dejara su PDA y el arma, que entregó al guardia, un chico con traje de camuflaje, quien les ató una etiqueta. Había un ascensor, pero Richards pasó de largo y guió a Wolgast por un estrecho pasillo hasta una pesada puerta metálica que daba a un tramo de escaleras. Subieron al segundo piso y siguieron otro pasillo hasta el despacho de Sykes.
Sykes se levantó de detrás del escritorio cuando entraron. Era un hombre alto y fornido en uniforme, con el pecho tachonado de las barras y colorines que Wolgast nunca había conseguido entender. Su despacho estaba limpio como una patena. La disposición de los objetos, incluidas las fotos enmarcadas de su mesa, daba la impresión de haber sido pensada para lograr la máxima eficiencia. En el centro de la mesa destacaba una gruesa carpeta de manila llena de papeles. Wolgast estaba casi seguro de que contenía su expediente personal, o alguna versión de éste.
Se estrecharon las manos y Sykes le ofreció café, que Wolgast aceptó. No tenía sueño, pero sabía que la cafeína aliviaría su dolor de cabeza.
—Lamento la chorrada de la furgoneta —dijo Sykes, y le indicó que se sentara en una silla—. Pero así es como hacemos las cosas.
Un soldado entró con el café, una jarra de plástico y dos tazas de porcelana sobre una bandeja. Richards continuó de pie detrás de la mesa de Sykes, de espaldas al ventanal que daba a los bosques que rodeaban el recinto. Sykes explicó a Wolgast lo que quería que hiciera. Todo era muy sencillo, dijo, y a esas alturas Wolgast conocía ya lo básico. El ejército necesitaba entre diez y veinte presos condenados a muerte para que participaran en la tercera fase de los ensayos de una terapia farmacéutica experimental, cuyo nombre en código era Proyecto Noé. A cambio de su consentimiento, la condena a muerte de esos reclusos se conmutaría por la de cadena perpetua, sin posibilidad de libertad condicional. El trabajo de Wolgast consistiría en obtener las firmas de esos hombres, nada más. Todo era legal, pero como el proyecto era un asunto de seguridad nacional, todos esos hombres serían declarados legalmente muertos. Después, pasarían el resto de sus vidas al cuidado del sistema penal federal en un campamento de prisioneros de guante blanco, bajo identidades falsas. Los criterios de selección se basaban en ciertos factores, pero todos ellos debían tener entre veinte y treinta y cinco años, sin parientes en primer grado vivos. Wolgast sólo respondería ante Sykes. No tendría otro contacto, aunque técnicamente seguiría siendo empleado de la Agencia.
—¿Tengo que elegirlos yo? —preguntó Wolgast.
Sykes negó con un movimiento de cabeza.
—Ése es nuestro cometido. Yo le daré las órdenes. Lo único que debe hacer es conseguir su consentimiento. En cuanto hayan firmado, el ejército se ocupará de ellos. Serán trasladados al penal federal más próximo, y después los transportarán hasta aquí.
Wolgast pensó un momento.
—Coronel, debo preguntar...
—¿Qué estamos haciendo?
En aquel momento dio la impresión de que se permitía una sonrisa casi humana.
Wolgast asintió.
—Sé que no puedo ser muy concreto, pero voy a pedirles que firmen para toda la vida. Debo decirles algo.
Sykes intercambió una mirada con Richards, quien se encogió de hombros.
—Tengo que irme —dijo Richards, y se despidió de Wolgast con un cabeceo—. Agente.
Cuando Richards se marchó, Sykes se reclinó en su silla.
—No soy bioquímico, agente. Tendrá que contentarse con la versión para legos. Éstos son los antecedentes, o al menos la parte que puedo contar. Hará unos diez años, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, el CDC, recibió una llamada de un médico de La Paz. Tenía cuatro pacientes, todos ellos estadounidenses, que estaban afectados por algo que parecía un hantavirus: fiebre alta, vómitos, dolores musculares, dolor de cabeza e hipoxemia. Los cuatro formaban parte de un grupo de ecoturismo que se había adentrado en la selva. Afirmaban que el grupo se componía de catorce personas, pero que se habían separado de los demás y habían vagado por la selva durante semanas. Por pura suerte se toparon con una remota factoría dirigida por un puñado de monjes franciscanos, quienes se encargaron de conseguirles transporte hasta La Paz. El hantavirus no es un resfriado común, pero tampoco es raro, de modo que nada de esto habría sido más de un
blip
en el radar del CDC, de no ser por una cosa. Todos eran pacientes terminales de cáncer. El viaje estaba organizado por una institución llamada Últimas Voluntades. ¿Ha oído hablar de ella?