Authors: Justin Cronin
Había recogido al primer hombre, Babcock, en Nevada. Luego llegaron otros, procedentes de Arizona y Luisiana, de Kentucky y Wyoming, de Florida e Indiana, y de Delaware. A Wolgast tampoco le gustaban mucho esos lugares, pero cualquier cosa era mejor que Texas.
Wolgast y Doyle habían volado a Houston desde Denver la noche anterior. Habían pasado la noche en Raddison, cerca del aeropuerto (su idea inicial era desplazarse hasta la ciudad, y tal vez incluso pasarse por su antigua casa, pero después se preguntó por qué demonios quería hacer eso), después de haber recogido el coche de alquiler en la agencia por la mañana, un Chrysler Victory tan nuevo que olía como la tinta de un billete de dólar, y a continuación habían partido hacia el norte. El día estaba despejado, con un cielo azul del color del aciano. Wolgast conducía mientras Doyle bebía su café con leche y leía el expediente, una masa de papeles que descansaba sobre su regazo.
—Te presento a Anthony Carter —dijo Doyle, y levantó la foto—. Es el Sujeto Número Doce.
Wolgast no quería mirar. Sabía lo que vería: otra cara fofa, otros ojos que apenas habían aprendido a leer, otra alma que se había contemplado a sí misma durante demasiado tiempo. Aquellos hombres eran blancos o negros, gordos o delgados, jóvenes o viejos, pero los ojos siempre eran iguales: vacíos, como desagües capaces de absorber todo el mundo. Era fácil compadecerse de ellos en abstracto, pero sólo en abstracto.
—¿Quieres saber qué hizo?
Wolgast se encogió de hombros. No tenía prisa, pero aquél era un momento tan bueno como cualquier otro.
Doyle se bebió el café con leche y leyó.
—«Anthony Lloyd Carter. Afroamericano, 1,60 metros, 48 kilos.» —Doyle alzó la vista—. Eso explica el mote. Adivina.
Wolgast ya se sentía cansado.
—Me rindo. ¿Little Anthony?
—Estás demostrando lo viejo que eres, jefe. Es D-Tone. Con D de «diminuto», creo, aunque nunca se sabe. Madre fallecida, ningún padre en las fotos de familia desde el mismo día del nacimiento, una serie de casas de acogida a cargo del condado. Mal principio desde el primer momento. Unos cuantos antecedentes, pero poca cosa: mendicidad..., alteración del orden público..., ese tipo de cosas. Bien, vayamos al grano. Nuestro amigo Anthony corta el césped de una señora todas las semanas. Ella se llama Rachel Wood, vive en River Oaks, tiene dos niñas y su marido es un abogado importante. Viven entre bailes de caridad, funciones benéficas y clubes de campo. Se toma a Anthony Carter como un empeño personal. Empieza cortándole el césped un día cuando lo ve parado bajo un paso elevado con un letrero que dice: TENGO HAMBRE. AYÚDEME, POR FAVOR, o algo por el estilo. Sea como sea, se lo lleva a casa, le prepara un bocadillo, hace algunas llamadas y le encuentra un sitio, una especie de refugio para el que recauda dinero. Después llama a sus amigos de River Oaks y dice: «Vamos a ayudar a este tipo, ¿necesitas que haga algo en tu casa?». De pronto se convierte en una chica exploradora de pies a cabeza, arenga a las tropas. Así que el tipo empieza a cortarles el césped, podar los setos y todo eso que necesitan las casas grandes. Esto se prolonga durante unos dos años. Todo va a pedir de boca hasta que un día, nuestro Anthony va a cortar el césped, y una de las niñas se ha quedado en casa porque está enferma. Tiene cinco años. Mamá está hablando por teléfono o haciendo algo, la niña sale al patio y ve a Anthony. Sabe quién es, lo ha visto muchas veces, pero esta vez algo se tuerce. La asusta. Hay especulaciones acerca de si la tocó, pero el psiquiatra del tribunal tiene sus dudas. Sea como sea, la niña se pone a chillar. Mamá sale corriendo de la casa, se pone a chillar, todo el mundo chilla, de repente parece un concurso de chillidos, las Olimpíadas de los chillidos. En un momento dado era un hombre simpático que llega puntual para cortar el césped, y al siguiente es un negro que está con tu hija, y todo el rollo a lo Madre Teresa se va a tomar por saco. Llegan a las manos. Hay un forcejeo. Mamá cae o la empujan a la piscina. Anthony salta tras ella, tal vez para ayudarla, pero ella le sigue chillando y lo rechaza. Ahora todo el mundo está mojado, chilla y patalea. —Doyle le miró con aire inquisitivo—. ¿Sabes cómo termina?
—¿La ahoga?
—Bingo. Allí mismo, delante de la niña. Un vecino oyó el jaleo y llamó a la poli, de modo que, cuando llegan, él sigue sentado al borde de la piscina, y la señora está flotando en el agua. —Meneó la cabeza—. No es un espectáculo bonito.
Wolgast se sentía preocupado a veces por la energía que Doyle dedicaba a esas historias.
—¿Existe alguna probabilidad de que fuera un accidente?
—Resulta que la víctima era miembro del equipo de natación universitario de la SMU, la universidad metodista. Aún hacía cincuenta largos todas las mañanas. La acusación metió mucha bulla con ese pequeño detalle. Eso, y el hecho de que Carter admitió que la había matado.
—¿Qué dijo cuando lo detuvieron?
Doyle se encogió de hombros.
—Que sólo quería que la mujer dejara de gritar. Después pidió un vaso de té helado.
Wolgast meneó la cabeza. Las historias siempre eran horribles, pero lo que le impresionaba eran los pequeños detalles. Un vaso de té helado. Santo Dios.
—¿Cuántos años has dicho que tenía?
Doyle pasó un par de páginas.
—No lo he dicho. Treinta y dos. Tenía veintiocho cuando lo detuvieron. Y aquí está el detalle: no tiene ningún pariente. El último que fue a visitarlo a Polunsky fue el marido de la víctima, hace algo más de dos años. Su abogado también se fue del estado cuando rechazaron la apelación. Carter ha sido reasignado a otro de la oficina del Departamento de Policía del condado de Harris, pero ni siquiera han abierto el expediente. Nadie se ocupa de él. Anthony Carter recibirá la inyección el 2 de junio por asesinato en primer grado con el agravante de indiferencia, y ni una sola alma en la tierra presta atención. Ese tipo ya es un fantasma.
Tardaron noventa minutos en llegar a Livingston, los últimos treinta por una carretera rural que los condujo al este de Huntsville a través de la sombra intermitente de bosques de pinos y descampados de hierba de las praderas salpicada de lupinos azules. Sólo era mediodía. Si tuvieran suerte, pensó Wolgast, podrían haber terminado a la hora de comer, con tiempo suficiente para volver a Houston, devolver el coche alquilado y subir a un avión con destino a Colorado. Era mejor que esos viajes fueran rápidos. Cuando se alargaban demasiado, si el tipo vacilaba y remoloneaba (daba igual que, al final, siempre aceptara el trato), empezaba a notar que el estómago se le revolvía. Siempre le hacía pensar en una obra teatral que había leído en el instituto,
El hombre que vendió su alma
, y que él, Wolgast, era el diablo en ese trato. Doyle era diferente. Para empezar, era más joven, ni siquiera había cumplido los treinta años, un chico del campo de Indiana que interpretaba de buen grado el papel de Robin con el Batman de Wolgast, a quien llamaba «jefe», y tenía una vena tan acusada del patrioterismo anticuado del Medio Oeste que Wolgast le había visto ponerse a cantar el himno nacional al principio de un partido de los Rockies..., un partido que emitían por televisión. Wolgast no sabía que aún
fabricasen
gente como Phil Doyle. Y no cabía duda de que Doyle era listo, y que le aguardaba un buen futuro. Recién salido de Purdue, todavía le estaban tramitando el título en la Facultad de Derecho. Doyle había entrado en la Agencia justo después de la matanza del Mall de América, en la que los yijadistas iraníes habían ametrallado a trescientos compradores domingueros. Todo el horror había sido capturado por las cámaras de seguridad y repetido una y otra vez, con todos los detalles espeluznantes, en la CNN. Daba la impresión de que aquel día la mitad del país estaba decidida a apuntarse a algo, lo que fuera, y después de terminar su entrenamiento en Quantico lo habían trasladado a la oficina de campo de Denver, en el Departamento de Antiterrorismo. Cuando el ejército había ido en busca de dos agentes de campo, Doyle había sido el primero en presentarse voluntario. Wolgast era incapaz de imaginarlo. Sobre el papel, el proyecto Noé parecía un callejón sin salida, y Wolgast había aceptado la misión por un único motivo. Acababa de divorciarse. Más que terminarse, su matrimonio con Lila se había evaporado, y lo que más le sorprendió fue cuánta tristeza sintió al oír la sentencia; así pues, el pasarse unos meses de viaje se le había antojado una manera muy adecuada de aclarar las ideas. Había conseguido un buen pellizco del divorcio (su parte del valor de la casa que compartían en Cherry Creek, más un tanto por ciento del fondo de pensiones de Lila sufragado por el hospital), y había llegado a pensar en dejar la Agencia, regresar a Oregón y utilizar el dinero para abrir algún negocio: una ferretería, tal vez, o complementos de deporte, aunque no supiera nada de lo uno ni de lo otro. Los tipos que abandonaban la Agencia siempre acababan de vigilantes de seguridad, pero a Wolgast le atraía mucho más la idea de montar una pequeña tienda, algo sencillo y limpio, con las estanterías abarrotadas de guantes de béisbol o martillos, objetos que basta mirar para saber su propósito. Y lo de Noé le había parecido pan comido, una buena forma de pasar su último año en la Agencia, si llegaba el caso.
Por supuesto, había resultado ser algo más que papeleo y ejercer de canguro, mucho más, y se preguntó si Doyle ya lo sabía.
Al llegar a Polunsky pidieron que se identificaran y dejaran las armas, y después fueron al despacho del alcaide. Polunsky era un lugar deprimente, pero todos lo eran. Mientras esperaban, Wolgast utilizó su PDA para buscar los vuelos nocturnos que despegaran de Houston. Había uno a las ocho y media, de modo que si se daban prisa podrían tomarlo. Doyle no decía nada, pasaba las páginas de un ejemplar de
Sports Illustrated
, como si estuviera esperando en la consulta del dentista. Era la una y pico cuando la secretaria los invitó a entrar.
El alcaide era un negro de unos cincuenta años, con el pelo veteado de gris y el pecho de un levantador de pesas aplastado bajo el chaleco del traje. Ni se levantó ni hizo ademán de estrecharles la mano cuando entraron. Wolgast le entregó los documentos para que los examinara.
Terminó de leer y alzó la vista.
—Agente, esto es lo más absurdo que he visto en mi vida. ¿Para qué coño quieren a Anthony Carter?
—Me temo que no puedo decírselo. Hemos venido para encargarnos del traslado.
El alcaide dejó a un lado los papeles y enlazó las manos sobre el escritorio.
—Entiendo. ¿Y si me niego?
—Le daré un número al que tendrá que llamar, y la persona que conteste hará lo posible por explicarle que se trata de un asunto de seguridad nacional.
—Un número.
—Exacto.
El alcaide lanzó un suspiro de irritación, giró en su silla y señaló hacia los ventanales que tenía detrás.
—Caballeros, ¿saben lo que hay ahí fuera?
—No le sigo.
Se volvió hacia ellos de nuevo. No parecía enfadado, pensó Wolgast. Era un hombre acostumbrado a salirse con la suya.
—Texas. Los 696.000 kilómetros cuadrados de Texas, para ser exacto. Y la última vez que miré, agente, trabajaba para Texas. No para alguien de Washington, de Langley, o de donde coño esté ese teléfono. Anthony Carter es un presidiario, está a mi cargo, y los ciudadanos del estado me han encomendado que se cumpla su sentencia. Y, a no ser que se interponga una llamada del gobernador, es justo lo que pienso hacer.
«Me cago en Texas», pensó Wolgast. Aquello iba a tenerlo ocupado todo el día.
—Eso puede arreglarse, alcaide.
El hombre levantó los papeles para que Wolgast los cogiera.
—Muy bien, agente. Será mejor que lo arregle.
Recogieron sus armas en la entrada de visitantes y volvieron al coche. Wolgast llamó por teléfono a Denver, que le pasó con el coronel Sykes por una línea codificada. Wolgast le contó lo sucedido. Sykes se mostró irritado, pero dijo que se encargaría de arreglarlo y que tardarían un día como máximo. Debían esperar la llamada, y después encargarse de que Anthony Carter firmara los papeles.
—Para que lo sepáis, puede que se produzca un cambio de protocolo —añadió Sykes.
—¿Qué clase de cambio?
Sykes vaciló.
—Ya os informaré. Conseguid que Carter firme.
Volvieron a Huntsville y se inscribieron en un motel. La negativa del alcaide no constituía ninguna novedad. Ya había sucedido otras veces. El retraso era exasperante, pero eso era lo que había. En cuestión de días, una semana a lo sumo, Carter se habría integrado en el sistema, y las pruebas de su existencia se habrían borrado de la faz de la tierra. Hasta el alcaide juraría que jamás había oído hablar de aquel individuo. Alguien tendría que hablar con el marido de la fallecida, por supuesto, y el abogado de River Oaks con sus dos hijitas tendría que superarlo, pero ése no era problema de Wolgast. Habría una partida de defunción, y tal vez una historia acerca de un infarto y una incineración a toda prisa, y que la justicia, al final, se había cumplido. Daba igual. Había que hacer el trabajo.
A las cinco no les habían dicho nada, de modo que se quitaron los trajes, se pusieron pantalones vaqueros y salieron a la calle en busca de un sitio donde cenar. Eligieron un asador en una zona comercial, embutido entre un Costco y un Best Buy. Era una filial de una cadena, lo cual era conveniente. En teoría debían viajar con discreción, y dejar la menor huella posible en el mundo que los rodeaba. El retraso había puesto nervioso a Wolgast, pero daba la impresión de que a Doyle no le importaba. Una buena cena y un poco de tiempo libre en una ciudad desconocida, por cortesía del gobierno federal... ¿Qué más se podía pedir? Doyle se zampó un gigantesco filete Chateaubriand, mientras Wolgast se decantaba por un plato de costillas, y cuando pagaron la cuenta (en metálico, con billetes nuevos extraídos de un fajo que Wolgast guardaba en el bolsillo), acercaron un par de taburetes a la barra.
—¿Crees que firmará? —preguntó Doyle.
Wolgast agitó los cubitos de su
whisky
.
—Siempre lo hacen.
—Supongo que no les quedan muchas alternativas. —Doyle contempló su vaso con el ceño fruncido—. La inyección, o lo que haya detrás de la cortina número dos. Pero aun así...
Wolgast sabía lo que Doyle estaba pensando: lo que hubiera detrás de la cortina, fuese lo que fuese, no era bueno. De otro modo, ¿para qué iban a necesitar presos condenados a muerte, hombres que no tuvieran nada que perder?