El pasaje (25 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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Pese a los nervios, el olor a comida caliente le dio hambre (el Depo le provocaba un apetito tan feroz que era un milagro que no estuviera más gordo), y llenó la bandeja mientras seguía la cola. Su mente saboreaba los manjares que le esperaban: un plato de
minestrone
, ensalada con picatostes y queso, puré de patatas y remolacha en vinagre, una loncha de jamón con un círculo de piña deshidratada encima, como si fuera una tiara cítrica. Remató la jugada con un trozo de tarta de limón y un vaso alto de agua helada, y fue con la bandeja a una mesa libre del rincón. La mayoría de los barrenderos comían solos, como él. En cualquier caso, estaba prohibido hablar de casi todo. A veces transcurría una semana entera sin que Grey dijera ni pío a nadie, excepto al centinela del nivel 3, que registraba sus entradas y salidas de Contención. Hubo un tiempo, no hacía tantos meses, en que los técnicos y el personal médico le hacían preguntas, cosas sobre Cero, los conejos y los dientes. Habían escuchado sus respuestas, y después habían asentido y tal vez anotado algo en sus PDA. Pero ahora se limitaban a recoger los informes sin decir ni pío, como si todo el asunto de Cero se hubiera solucionado y no hubiera nada nuevo que averiguar.

Grey procedió a comer de manera metódica, plato a plato. El rollo de Fanning seguía recorriendo su mente como un caracol, pero tenía la sensación de que cuando comía se calmaba un poco. Durante unos minutos podía olvidarse de la existencia de Fanning.

Mientras terminaba la tarta, alguien se paró junto a su mesa. Era uno de los soldados. Grey creía que se llamaba Paulson. Grey lo había visto por ahí, aunque todos los soldados se parecían, con sus uniformes de camuflaje, camisetas y botas relucientes, y el pelo tan corto que las orejas destacaban como si alguien se las hubiera pegado a la cabeza en plan de broma. Paulson llevaba el pelo tan corto que Grey no habría podido decir de qué color era. Colocó una silla en ángulo recto con respecto a Grey, le dio la vuelta para sentarse a horcajadas, y le lanzó una sonrisa que Grey no habría descrito como cordial.

—Os gusta comer, ¿eh?

Grey se encogió de hombros.

—Tú eres Grey, ¿verdad? —El soldado entornó los ojos—. Te he visto.

Grey dejó el tenedor sobre la mesa y engulló un pedazo de tarta.

Paulson asintió con aire pensativo, como si estuviera decidiendo si era un buen nombre o no. Su rostro exhibía una expresión serena, pero se la veía forzada. Por un momento, sus ojos se desviaron hacia la cámara de seguridad que colgaba en una esquina sobre sus cabezas, y después miró a Grey de nuevo.

—No habláis mucho, vosotros —dijo Paulson—. Da un poco de miedo, si no te importa que te lo diga.

Un poco de miedo. Paulson no sabía ni la mitad. Grey no dijo nada.

—¿Te importa que te haga una pregunta? —Paulson señaló el plato de Grey con la barbilla—. No dejes que te interrumpa. Puedes acabar mientras hablamos.

—Ya he terminado —dijo Grey—. Tengo que ir a trabajar.

—¿Qué tal está la tarta?

—¿Quieres hacerme preguntas sobre la tarta?

—¿La tarta? No. —Paulson sacudió la cabeza—. Sólo intentaba ser cortés. Eso sería un ejemplo de lo que se llama hablar de trivialidades.

Grey se preguntó qué querría. Los soldados nunca le dirigían la palabra, y ahí estaba aquel tipo, Paulson, dándole lecciones de cortesía como si las cámaras no los estuvieran enfocando.

—Está bien —dijo Grey—. Me gusta el limón.

—Olvidemos el pastel. Me importa dos mierdas el pastel.

Grey agarró los lados de la bandeja.

—Tengo que irme —dijo, pero cuando hizo ademán de levantarse, Paulson apoyó una mano sobre su muñeca. Aquel leve contacto bastó para que Grey percibiera lo fuerte que era, como si los músculos de sus brazos colgaran de barras de hierro.

—Siéntate, joder. Siéntate.

Grey tomó asiento. De repente, la sala se le antojó vacía. Miró detrás de Paulson y, más o menos, era así: casi todas las mesas estaban vacías. Había un par de técnicos al otro lado de la sala, que bebían café en vasos desechables. ¿Adónde había ido todo el mundo?

—Sabemos quiénes sois, Grey —dijo Paulson con serena firmeza. Estaba inclinado sobre la mesa, sin levantar la mano de la muñeca de Grey—. Sabemos lo que hicisteis, eso es lo que estoy diciendo. Niños, o lo que fuera. Vale, alabado sea Dios, cada uno tiene su talento, me parece. Lo que es bueno para unos, es bueno también para otros, ¿no?

Grey no dijo nada.

—No todo el mundo piensa como yo, pero eso es lo que opino. La última vez que miré, todavía éramos un país libre. —Se removió en su silla y acercó la cara todavía más—. Conocí a un tipo en el instituto. Se untaba la entrepierna de masa para hacer galletas y dejaba que el perro lo lamiera. De modo que, si quieres tirarte a un crío, adelante. Yo no lo entiendo, pero es tu problema.

Grey sintió náuseas.

—Lo siento —logró articular—. Tengo que irme.

—¿Adónde tienes que irte, Grey?

—¿Adónde? —Intentó tragar saliva—. A trabajar. Tengo que ir a trabajar.

—No, no vas a ir. —Paulson cogió la cuchara de la bandeja de Grey y empezó a darle vueltas sobre la mesa con la punta de su dedo índice—. Faltan tres horas para que comience tu turno. Sé calcular el tiempo, Grey. Estamos charlando, joder.

Grey contempló la cuchara, a la espera de que Paulson dijera algo más. De repente tuvo la necesidad de fumar, con todas las moléculas de su cuerpo, con tal fuerza que parecía que estaba poseído.

—¿Que quieres de mí?

Paulson imprimió a la cuchara un último giro.

—¿Que qué quiero, Grey? Ésa es la cuestión, ¿verdad? Quiero algo, tienes razón. —Se inclinó hacia Grey, indicándole que se acercara con el dedo índice. Cuando habló, su voz fue apenas un susurro—. Lo que quiero es que me hables del nivel 4.

Grey sintió que se le revolvía el estómago, como si hubiera apoyado un pie en el vacío.

—Yo sólo limpio. Soy celador.

—Perdona —dijo Paulson—, pero no. No me lo trago.

Grey pensó otra vez en las cámaras.

—Richards...

Paulson resopló.

—Que le den por el culo. —Miró a la cámara, hizo un ademán, y después giró poco a poco la mano, con el dedo medio levantado. La sostuvo así un par de segundos—. ¿Crees que alguien mira esos trastos? ¿Todo el día, todos los días, escuchándonos, viendo lo que hacemos?

—Allí abajo no hay nada. Te lo juro.

Paulson sacudió la cabeza con parsimonia. Grey vio de nuevo aquella mirada enloquecida en sus ojos.

—Los dos sabemos que eso es una chorrada, de modo que seamos sinceros el uno con el otro.

—Yo sólo limpio —dijo Grey sin convicción—. Sólo he venido a trabajar.

Paulson no dijo nada. Reinaba tal silencio en la sala que Grey creyó poder oír los latidos de su corazón.

—Dime algo. Tú duermes bien, ¿verdad?

—¿Qué?

Los ojos de Paulson se entornaron amenazadores.

—Te he preguntado si... duermes... bien.

—Supongo —logró articular—. Sí, claro que duermo.

Paulson lanzó una breve carcajada fatalista. Se reclinó en su silla y contempló el techo.

—Supones. Supones.

—No sé por qué me preguntas estas cosas.

Paulson dio un sonoro suspiro.

—Sueños, Grey —Acercó la cara a la de Grey—. Estoy hablando de los sueños. Vosotros soñáis, ¿verdad? Bien, yo sí que sueño. Toda la puta noche. Una tras otra. Y sueño locuras.

Locuras, pensó Grey. En efecto, eso resumía la situación. Paulson estaba loco. Se le había ido la olla. Tal vez llevaba demasiados meses en la montaña, demasiados meses de frío y nieve. Grey había conocido a tíos así en Beeville, que estaban en buen estado cuando llegaron, pero que al cabo de pocos meses ya no conseguían hilvanar dos frases que tuvieran sentido.

—¿Quieres saber con qué sueño, Grey? Adelante. Adivínalo.

—No quiero.

—¡Que lo adivines, joder!

Grey clavó la vista en la mesa. Sentía cómo lo vigilaban las cámaras. Intuía que Richards estaba presenciando la escena. «Por favor. Por el amor de Dios. Basta de preguntas», pensó.

—No... lo... sé.

—No lo sabes.

Meneó la cabeza.

—Pues te lo diré yo —habló Paulson en voz baja—. Sueño contigo.

Por un momento, nadie habló. Grey pensó que Paulson estaba loco. Loco, loco, loco.

—Lo siento —tartamudeó—. Ahí abajo no hay nada, de veras.

Intentó levantarse de nuevo, esperando que la mano de Paulson le detuviera.

—Estupendo —dijo Paulson con un leve ademán—. Esto es todo, de momento. Largo de aquí. —Giró en su silla para mirar a Grey, que se había puesto en pie con la bandeja—. De todos modos, te voy a contar un secreto. ¿Quieres saberlo?

Grey negó con la cabeza.

—¿Te acuerdas de aquellos dos barrenderos que se marcharon?

—¿Quiénes?

—Aquellos tipos, los gordos. Comemierda y su amigo.

—Jack y Sam.

—Exacto. —Paulson apartó la mirada—. Nunca supe cómo se llamaban. Supongo que podría decirse que los nombres de la gente no entran en el contrato.

Grey esperó a que Paulson dijera algo más.

—¿Qué les pasó?

—Bien, espero que no fueran amigos tuyos. Porque voy a darte una noticia: están muertos. —Paulson se levantó. No miró a Grey cuando habló—. Todos estamos muertos.

Estaba oscuro, y Carter tenía miedo.

Estaba abajo, muy abajo. Había visto cuatro botones en el ascensor, y los números iban descendiendo, como los botones de un garaje subterráneo. Cuando lo colocaron en la camilla, estaba mareado y no sentía el menor dolor. Le habían dado algo, una especie de inyección que le dio sueño, pero no consiguió dormir, de modo que había sentido en parte lo que le estaban haciendo en la nuca. Le habían introducido algo. Las muñecas y los pies inmovilizados, para que se sintiera cómodo, habían dicho. Después lo habían llevado hasta el ascensor, y eso era lo último que recordaba: los botones, y el dedo de alguien que apretaba el del nivel 4. El tipo de la pistola, Richards, no había vuelto, aunque lo había prometido.

Ahora estaba despierto, y aunque no estaba seguro, tenía la sensación de estar abajo, muy abajo. Aún tenía sujetas las muñecas y los tobillos, y quizá la cintura. La habitación estaba a oscuras y hacía frío, pero vio luces que parpadeaban en algún lugar, no sabía a qué distancia, y oyó el sonido de un ventilador que abofeteaba el aire. No recordaba gran cosa de la conversación que había sostenido con los hombres antes de que lo bajaran. Lo habían pesado, Carter se acordaba de eso, y le habían hecho cosas típicas de médicos, como tomarle la tensión, pedirle que meara en una taza, darle golpecitos en la rodilla con una maza, y examinarle la nariz y la boca. Después le habían metido un tubo en el dorso de la mano, y eso le dolió la hostia, recordaba que lo había dicho: «Mecagüendiós», y sujetaron el tubo a la bolsa de la percha, y el resto era borroso. Recordaba una luz peculiar, un punto rojo en el extremo de un lápiz, y de repente todas las caras que lo rodeaban llevaban máscaras, y una de ellas decía, aunque no pudo precisar cuál: «No es más que el láser, señor Carter. Tal vez experimente cierta leve presión». Ahora, en la oscuridad, recordó que había pensado, antes de que su cerebro se diluyera, que Dios le había deparado una última jugarreta, y tal vez lo habían llevado por fin a la inyección. Se preguntó si vería pronto a Jesús, a la señora Wood o al mismísimo diablo.

Pero no había muerto, sólo dormía, aunque no sabía cuánto rato. Su mente había derivado, salido de una oscuridad para zambullirse en otra, como si recorriese una casa sin luces, y como ahora no podía ver nada, se sentía desorientado. No sabía si estaba arriba o abajo. Le dolía todo el cuerpo y sentía la lengua como un calcetín enrollado en la boca, o un animal peludo. La nuca, en el punto donde se encontraban sus omóplatos, le dolía mucho. Levantó la cabeza, para mirar a su alrededor, pero sólo vio unos puntos de luz, unas luces rojas, como la del lápiz. No sabía a qué distancia se encontraban éstas, ni si eran muy grandes. Podrían haber sido las luces de una ciudad lejana.

Wolgast. El nombre acudió a su mente como si hubiera surgido de la oscuridad. Algo relacionado con Wolgast, lo que había dicho, acerca de que el tiempo era como un océano, y que él se lo podía conceder. «Puedo concederte todo el tiempo del mundo, Anthony. Un océano de tiempo.» Como si supiera lo que residía en el fondo del corazón de Carter, como si no se hubieran encontrado en persona, pero se conocieran desde hacía años. Que Carter recordara, nadie había le hablado nunca así.

Eso lo llevó a pensar en el día en que había empezado todo, como si las dos cosas fueran la misma. Junio, era junio, eso lo recordaba. Era junio, el aire era sofocante bajo la autovía, y Carter, de pie en una cuña de sombra sucia, sostenía el letrero de cartón sobre el pecho (TENGO HAMBRE. CUALQUIER COSA SERÁ DE AYUDA. QUE DIOS LO BENDIGA). Vio cómo el coche, un Denali negro, se acercaba al bordillo. La ventanilla del pasajero bajó. En vez de limitarse a la habitual rendija, para que la persona de dentro le pasara unas monedas o un billete doblado sin que sus dedos tocaran los de él, bajó del todo con un único y líquido movimiento, de modo que el reflejo de Carter en el tinte oscuro de la ventanilla pareció como un telón que cayera del revés, como un agujero abierto en el mundo que revelara un cuarto secreto en su interior. Era mediodía, el tráfico de la hora de comer se agolpaba en las carreteras de la superficie y sobre el nudo oeste, que atronaba con un ritmo continuo sobre su cabeza, como una larga hilera de vagones de mercancías.

—¿Hola? —llamaba la conductora. Era una voz de mujer, que se esforzaba por imponerse al rugido de los coches y la acústica reverberante producida bajo la autovía—. ¿Hola? ¡Señor! ¡Perdone, señor!

Cuando avanzó hacia la ventanilla abierta, Carter notó el aire frío del interior del coche en la cara. Percibió el olor ahumado del cuero nuevo, y después, aún más cerca, el perfume de la mujer. Estaba inclinada hacia la ventanilla del asiento del pasajero, y su cuerpo se tensaba contra el cinturón de seguridad, las gafas del sol colgadas a modo de peineta. Era una mujer blanca, por supuesto. Lo había sabido antes de mirar. El Denali era negro, con su reluciente pintura, y la enorme y lustrosa calandra. El carril de dirección este hacia San Felipe comunicaba la Galleria con River Oaks, donde se erigían las mansiones. La mujer era joven, más joven de lo que había pensado para un coche como ése, treinta años como máximo, vestida con lo que parecía ropa de tenis, una falda blanca y un top a juego, con la piel húmeda y brillante. Tenía los brazos esbeltos y fuertes, tostados por el sol. Pelo liso y rubio con mechas de un color más oscuro, apartado de los planos de su rostro, la nariz delicada, los pómulos esculpidos. No llevaba ninguna joya que él pudiera ver, salvo un anillo, un diamante grande como un diente. Sabía que no debía mirar más, pero no pudo impedirlo, y dejó que sus ojos pasearan por la parte trasera del coche. Vio un asiento de bebé vacío, con juguetes de alegres colores que colgaban sobre él, y al lado una bolsa grande de compras hecha de papel, pero que parecía metálica. El nombre de la tienda, Nordstrom’s, estaba escrito en la bolsa.

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