El pequeño vampiro y el enigma del ataúd

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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

BOOK: El pequeño vampiro y el enigma del ataúd
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Cuando Anton, haciendo acopio de valor, se introduce en el lóbrego sótano de aquella casa, no puede evitar sentir un terror escalofriante: en el centro encuentra un gigantesco ataúd que parece casi nuevo. A pesar del miedo, sabe que debe abrirlo. Por fin se decide y, al mirar dentro, lanza un enorme grito…

Angela Sommer-Bodenburg

El pequeño vampiro y el enigma del ataúd

El pequeño vampiro -12-

ePUB v1.0

Eibisi
18.09.12

Título original:
Anton und der kleine Vampir-Böse überraschungen

Angela Sommer-Bodenburg, 1988.

Traducción: José Miguel Rodríguez Clemente

Ilustraciones: Magdalene Hanke-Basfeld

Retoque portada: Eibisi

Editor original: Eibisi (v1.0)

ePub base v2.0

Este libro es para Burghardt Bodenburg, que evita cualquier sorpresa desagradable con la fuerza de un vampiro, pero que por eso se ha roto sus dientes de vampiro y ahora le tienen que poner unos nuevos (el dentista); para Katja y para todas las lectoras y lectores a los que les gusta enseñar los dientes a los demás de vez en cuando.

Angela Sommer-Bodenburg

Murciélago de biblioteca

—¡Anton, está aquí la doctora Dösig!

Aquélla era la voz de la madre de Anton.

—Sss, sí —gruñó Anton.

Y entonces se abrió la puerta de la habitación y entró la médico de cabecera, seguida por la madre de Anton.

—¿Tienes la varicela? —preguntó dejando el maletín junto a su cama.

—Humm, eso parece —dijo Anton.

Para entonces tenía todo su cuerpo cubierto de manchas rojas. Algunas manchas —como describía la Enciclopedia de la Salud— ya habían formado pequeñas ampollas.

—Efectivamente, es varicela —confirmó la doctora Dösig después de examinarle—. Eso significa que no podrás ir al colegio hasta que no se te hayan secado y hayan formado costra todas las ampollitas.

—¿Y cuánto tiempo dura eso? —quiso saber la madre de Anton.

—Oh, puede durar diez días o más —contestó la doctora Dösig.

—¿Quééé, tantoooo? —exclamó Anton.

—Seguro que no te importa nada —opinó la doctora Dösig, guiñándole un ojo—. Quedarse tranquilamente en casa mientras todos los demás tienen que estudiar y que hacer exámenes…

¡Eso es el sueño de todo alumno!, ¿no?

—Bueno, sí… —dijo Anton estirando las palabras y mirando a su madre—. Sólo estaría la mitad de mal si no me aburriera tan horriblemente…

—¿Te aburres? —dijo la doctora Dösig, metiendo otra vez en su maletín el estetoscopio con el que había auscultado a Anton—. Pero si a ti te encanta leer, ¿no?

¡Aquélla era justo la palabra clave que Anton había estado esperando!

—Eso es cierto —dijo astutamente—. Yo soy un auténtico…, ¿cómo se dice?…, un auténtico murciélago de biblioteca, pero por desgracia estoy bastante débil económicamente.

—¿Débil económicamente?

—¡Sí! ¡Es que mi madre no puede soportar mis libros favoritos y nunca me compraría uno!

—¿Te refieres a tus libros de vampiros? —preguntó la doctora Dösig.

A instancias de su madre, la doctora Dösig le había hecho una vez a Anton un análisis de sangre, y entonces, naturalmente, se había enterado de que él estaba interesadísimo en todo lo que tuviera alguna relación con los vampiros.

Anton asintió con la cabeza.

—Sí. Mi madre no los tocaría ni con pinzas.

—¿De verdad? —dijo la doctora Dösig sonriendo disimuladamente.

—¡Ahora estás exagerando! —replicó la madre de Anton—. Yo lo único que he intentado es atraerte hacia algo…, bueno, hacia una literatura más valiosa. ¡Pero si tanto te aburres —prosiguió—, cuando vaya a la ciudad te compraré un libro de vampiros!

—Pero que sea gordo, por favor —dijo Anton riéndose satisfecho para sus adentros.

Un veleta

Y en efecto: su madre le llevó un grueso volumen. En la cubierta, negra como el carbón, ponía: «La dama de la mirada de plata. Historias de vampiros para expertos».

Con grandes esperanzas Anton lo abrió por el índice. Su alegría aumentó todavía más cuando descubrió que aún no conocía —¡por increíble que parezca!— la mayoría de las historias.

A Anton las horas siguientes se le pasaron volando. Cuando terminó de leer la primera historia (una historia enormemente emocionante titulada «La cosa negra de la cripta de los antepasados»), empezó inmediatamente la segunda («El horrible misterio de la baronesa Von B.»), que era incluso más emocionante y mantenía todavía más en tensión que la primera.

Mientras leía, su padre le llevó a la cama un té de menta y bocadillos, y su madre le encendió la lámpara de la mesilla de noche…, pero Anton estaba tan concentrado que apenas prestó atención a lo que ocurría a su alrededor. Incluso se mostró indiferente cuando le tomaron otra vez la temperatura (el termómetro siguió marcando 38º C).

De pronto llamaron a su ventana y Anton se quedó absolutamente perplejo en un primer momento. Pero luego vio la negra figura allí fuera, sobre el alféizar de la ventana, y se levantó de la cama de un salto.

Abrió la ventana y se encontró con el pálido rostro del pequeño vampiro.

—Eh, dime, ¿qué es lo que te ha pasado? —dijo el pequeño vampiro, deslizándose como si tal cosa desde el alféizar de la ventana al interior de la habitación—. ¡En comparación con tus espinillas Lumpi tiene la cara más delicada y más suave que el culito de un niño! ¡Ji, ji, ji!

—No son espinillas —repuso Anton.

—¿No? —se rió burlón el vampiro—.

¿Qué son, furúnculos?… O mejor aún: ¡carbunclos!

—Es la varicela —declaró Anton.
[1]

—¿Varicela? —dijo el vampiro con una risa ronca—. ¡Probablemente la tienes porque eres un veleta! ¡Ja, ja, ja!

—¿Yo? —inquirió Anton.

—¿Insinúas acaso que el veleta soy yo? —bufó el vampiro—. ¡Ja, a lo sumo soy aerodinámico, por lo superrápido que puedo volar!

—¡Por mí puedes ser requetesuperaerodinámico —repuso Anton—, pero estas manchas se llaman «varicela» por un motivo completamente distinto!

—¿Sí? ¿Por cuál?

—Se llaman varicela porque es terriblemente contagiosa. Tan contagiosa que se transmite incluso por el aire. (Aquello se lo había contado a Anton la doctora Dösig). Yo te hubiera prevenido, pero como has entrado sin preguntar…

—¿Contagiosa? —repitió el pequeño vampiro—. ¿Crees tú que yo también podría cogerla?

—Es posible —dijo Anton—. ¡Pero yo no tengo la culpa! —recalcó—. ¡Tú no deberías haber entrado así, sin más, en la habitación!

—¿Y quién ha hablado de culpa?

—contestó el pequeño vampiro—. «Mérito» sería más apropiado.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó desconfiado Anton.

—Bueno… —dijo el pequeño vampiro tirándose de sus largas y enmarañadas greñas—. A mí no me importaría nada que tú me pegaras esas pústulas ventosas.

—¿Y cómo es que quieres tener la varicela tú? —preguntó perplejo Anton.

El vampiro soltó una risa gutural.

—¿No te lo imaginas?

—¡No!

—¡Es por Olga!

—¿Olga?

—¡Sí, señor! —dijo el pequeño vampiro, en cuyos ojos apareció una expresión radiante como siempre que se hablaba de su querida Olga—. Ésa sería la sorpresa para ella —dijo entusiasmado—. ¡Y así podría estar por fin a la misma altura que Lumpi!

—¿Cómo que… a la misma altura que Lumpi?

—¡Ja, pues sí! Entonces Olga ya no podría decir que soy tan crío que parezco un biberón.

—¿Cómo que un biberón?

Anton tuvo que reírse aunque no quisiera. ¡Lo de que Rüdiger parecía un biberón era demasiado gracioso!

—¡Pero si tú ya no bebes nada de leche!… —dijo Anton cuando se serenó.

—¡Por supuesto que no! —confirmó el pequeño vampiro con voz de ultratumba y mirando al mismo tiempo fijamente el cuello de Anton.

—Yo…, eh… —murmuró Anton, que se estaba arrepintiendo ya de haber hecho aquella observación tan a la ligera—. ¡Yo creo que tú pareces un pequeño vampiro completamente normal!

—¡Precisamente por eso! —dijo el vampiro soltando un profundo suspiro.

Eso es justo lo que a Olga le molesta de mí: ¡que tenga un aspecto completamente normal y que sea tan pequeño!

Entrelazó sus flacas manos e hizo crujir los nudillos.

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