Eso fue en uno de los primeros días. Después no tuve energías, ni esperanzas.
Nunca pude pensar con claridad en mi situación. Los «tratamientos» de todas las noches me lo impedían. Mis horas de vigilia estaban dominadas por el recuerdo de las noches anteriores y el terror de las noches futuras. Después de muchos «tratamientos» (para entonces, el «doctor» me auscultaba cuidadosamente antes de administrarme la droga) el letargo que me dominó impidió toda fantasía.
Una cosa hice. Memoricé los muebles y los detalles descriptivos del apartamento de Nan. Esto no era más que un ejercicio intelectual, un intento automático de mantener en funcionamiento un miembro que no usaba, pues tenía pocas esperanzas. Estaba seguro de que llegaría el momento en que los «tratamientos» pasarían el límite (un espasmo resultaría excesivo) y moriría o sufriría un grave daño cerebral. Pero es difícil matar las esperanzas. Mientras desesperaba miraba a mi alrededor, memorizando.
Era una sala grande con chimenea; amplias puertas-ventana se abrían sobre un balcón que daba al parque. Sobre la chimenea había un espejo circular de cristal azulado, y a cada lado dos figuras: un hombre con los brazos tendidos y una mujer arrodillada en adoración. La alfombra era de un gris neutro; las estanterías que cubrían dos de las paredes contenían novelas con tapas brillantes. El gran tocadiscos-radio era de madera clara...
No necesitaba estudiar las caras de mis captores, Tony y Nan. Estaba seguro de que nunca las olvidaría (qué equivocado estaba: sólo ahora volvía a recordar). La ropa de Tony era de buena tela pero de corte demasiado severo, con las mangas rígidas y hombreras anchas. Durante horas enteras miraba su reflejo en el espejo de la chimenea mientras montaba guardia junto a la puerta o descansaba en uno de los sillones del vestíbulo. Cada pocos minutos se pasaba una mano por el cabello, y después se estiraba el bigote. Rara vez fumaba; era infrecuente que hablara con Nan, y en esos casos apenas cambiaba unas pocas palabras monosilábicas. No parecían estar juntos por gusto.
Nan no estaba contenta. Se las arreglaba para mantenerse ocupada y pasaba el tiempo leyendo, escuchando la radio, preparándonos la comida. Pero había horas del día en que se quedaba frente a la ventana, mirando el parque. Nunca salía al balcón, ni hacía comentario alguno sobre el clima. Se quedaba muy quieta, con los brazos colgantes, respirando apenas. Se me ocurrió que ella podía ser una prisionera tanto como yo, y que Tony podía estar vigilándola a ella tanto como a mí. Pero cuando trataba de que se confesara, me rechazaba en silencio. O bien decía:
—Trabajo para él. Me paga bien.
Y yo me maldecía por ser un idiota sentimental.
Mi fuga se debió enteramente a un accidente. Una tarde, el taxi en el que íbamos (por supuesto, hacia el consultorio del «doctor») chocó con un camión.
La puerta de mi lado se abrió por la violencia del impacto. Tony, que había estado sentado a mi lado, y yo fuimos arrojados con violencia a la calzada. Yo caí encima de él y su cuerpo amortiguó mi caída. No me lastimé, pero en cambio él, según creí ver, estaba malherido. Tenía la cabeza en un ángulo extraño y los ojos abiertos y vidriosos, aunque respiraba. No me detuve a examinarle: las circunstancias eran tales que podía olvidarme por una vez del juramento hipocrático, y lo que hice fue correr tan rápido como pude por la calle atestada de gente y vehículos, en dirección al río. Miré atrás una sola vez. Se había reunido una multitud alrededor de los vehículos volcados y ya llegaba un coche patrulla. Creí ver a Nan que me saludaba con una mano, y me hacía gestos de que me alejara.
Pero no estoy seguro.
El ruido de la puerta al abrirse me devolvió al presente. Entró Sonia. Tendió la mano hacia el cordón que colgaba del techo y de un tirón encendió la luz; había oscurecido sin que yo lo advirtiera. Sentía ahora el cuerpo de Sonia junto al mío en la cama, sus labios rozándome la frente, antes de que mis ojos deslumbrados por la luz súbita pudieran descifrar el perfil de su cara, su suave cabello negro. La apreté contra mí.
—Pobrecito mío —dijo ella.
La tela brillante de su blusa susurraba al rozarme la camisa. Me levanté a medias, caí convulsivamente sobre ella y la hice mía. Estuvimos juntos muchos minutos bajo la luz desnuda de la bombilla sin pantalla. Su cuerpo tenía la calidez de la fiebre, mientras que yo me libraba de una urgencia fría y mecánica. Después, el brillo desvergonzado de la luz pareció reírse de mí y fui a apagarla. Sonia me miraba, con una sonrisa en los labios.
—¿Por qué has hecho eso? —me preguntó.
—Me dolían los ojos —le dije.
Me senté en la silla. Notaba en la espalda el frío del respaldo de madera.
—¿No volverás?
—Ya he vuelto. Ése es el problema.
—No te entiendo, John.
Era raro estar sentado ahí en la silla fría, en la oscuridad del cuartito. Sentí en ese momento que Sonia apenas si era real, y que yo lo era menos. Aunque oía su voz, me habría sentido muy dichoso si hubiera podido persuadirme de que no existía... de que mi presencia en este cuarto en este momento, junto a ella, no era sino un episodio más de una pesadilla continua. Pero no podía negar su realidad. El último cuarto de hora había sido muy real.
—Actúas de un modo tan raro —dijo. Parecía ofendida.
—No me llamo John —le dije—. Ya te dije antes que mi nombre es George Matthews.
—Siempre te he llamado John —hablaba sin entonación, en voz baja.
—Ya te expliqué cómo ocurrió eso —le dije—. Quizá debí decirte que sigo amando a mi esposa... que algún día espero volver a ella...
Sonia no habló. Supe que estaba pensando.
—Sí, lo haré —repetí, como si mi afirmación pudiera, de una vez por todas, refutar su muda negación—. Sé lo que parezco. Sé que han podido interponerse muchas cosas entre nosotros este último año. Pero correré el riesgo. Sé que me ama. Sé que comprenderá...
Oí a Sonia que se movía en la cama. Se estaba vistiendo. Me dirigí al armario, me golpeé contra la pared en la oscuridad, haciéndome un corte en el mentón, y saqué una camisa. Mientras me ponía los pantalones (los había arrojado al suelo un rato antes) Sonia volvió a hablar:
—Necesito luz. Podrías encenderla de nuevo.
Lo hice. Estaba de pie junto a la cama, tratando de abotonarse la blusa. Vi que yo se la había desgarrado. La tela le colgaba sobre un hombro.
—Lo siento —le dije—. Te compraré otra.
—No importa. Tengo otras.
Fue al armario y comenzó a sacar sus prendas de las perchas. Cuando tuvo todos sus suéteres y pantalones, los extendió sobre la cama. Abrió la cómoda y comenzó a vaciar el cajón donde estaban sus cosas. Yo la observaba.
—¿Adónde irás? —le pregunté estúpidamente.
Me había habituado a ella (y algo más que eso) y ahora comprendía que no quería que se fuera.
—Tengo mi propio cuarto. —Lo dijo con dureza. Después me dirigió una mirada—. Eso lo recuerdas, ¿no?
—Sí. No lo he olvidado.
Se sentó en la cama. Las prendas multicolores que tenía sobre el regazo comenzaron a resbalar y caer al suelo. No hizo ningún gesto para recogerlas.
—¿Qué es lo que te pasa? —me preguntó.
—Creo que estoy sufriendo los efectos de un largo tratamiento de shock con insulina, y conmociones repetidas —le dije—. Esa clase de shocks suele producir períodos de amnesia. Al menos, es lo que creo que me sucede. Tengo todos los síntomas característicos.
Se llevó una mano a la frente y apartó la vista de mí.
—No entiendo.
Le conté lo que había recordado sobre Nan y el «doctor» y su «tratamiento». Traté de narrar la historia con rapidez, sin subrayar sus aspectos más terribles, pero aun así Sonia reaccionó emotivamente. Era la primera vez que la veía llorar.
—Es terrible —dijo—. ¿Por qué te hicieron todo eso? ¿Qué había detrás?
—Eso es lo que querría saber —le dije—. Y es lo que me propongo averiguar... no sólo «qué», sino «quién».
Se quedó sentada, inmóvil. No apartaba los ojos de los míos.
—¿Por qué no quieres que te ayude? —me preguntó.
—Ya te lo he dicho. Estoy casado. Tengo una esposa. Lo que hay entre nosotros no puede seguir.
Vaciló antes de hablar. Seguía con los ojos húmedos y un mechón de pelo le había caído sobre la frente.
—Eso no importa; entiéndeme bien. Tu esposa, todo lo que quieras hacer después... nada de eso importa. Déjame ayudarte ahora. No quiero dejarte... solo.
Después de que Sonia volviera a colgar su ropa en el armario y acomodarla en el cajón de la cómoda, nos sentamos frente a frente y volví a contarle (insistió en conocer cada detalle) la historia completa de mi extraña experiencia. Comencé por el principio con la aparición de Jacob en mi consultorio y avancé lentamente hasta el accidente en el taxi y mi huida. Allí, como antes, me detuve.
Sonia se inclinó hacia mí, con el oscuro pelo tapándole los ojos.
—¿No puedes recordar nada más? Es mucho, por supuesto, pero no cubre todo el período desde mediados de octubre hasta el primero de mayo.
—Hay más —admití—. No mucho... No creo que nos diga nada.
—Deja que yo decida eso —me dijo.
Me puse de pie y me acerqué a la ventana. Las luces de la calle estaban apagadas, y sólo un reflejo ocasional de una casa o un bar me permitía ver al hombre que seguía en el umbral de enfrente. El agente de Anderson. Sentí un escalofrío al recordar que ese hombre estaba ahí para protegerme. Me volví hacia Sonia.
—Después del accidente corrí manzanas enteras, hasta que no pude más. Ya estaba cerca del río East. Entré en el patio de una casa de apartamentos y me senté en un banco frente a una fuente. No sé cuánto tiempo estuve allí. Seguramente fueron horas. Sé que ya era entrada la noche cuando al fin me levanté y comencé a caminar hacia el otro lado de la ciudad. Tenía una sola idea: llegar a casa y ver a Sara. Era como una obsesión.
—¿Sara es tu esposa?
—Sí. ¿No te había dicho el nombre?
—Si me lo dijiste, no lo recuerdo.
—Me fue muy difícil llegar a casa. No tenía dinero. Habían sido cuidadosos; habían pensado en todo, incluso en no dejarme los documentos encima. Tuve que caminar. Cuando llegué al puente George Washington, en el extremo de Riverside Drive, estaba con los pies literalmente entumecidos.
—¿Cómo llegaste a Jersey? —preguntó Sonia.
—Hay un bar a la entrada del puente. Entré y pedí. Al principio no me fue muy bien. Supongo que estaba en tal estado que bien podía parecer un borracho. Pero un hombre me dio veinticinco centavos y otro me dio diez. Con eso pude llegar a casa.
—¡Pobre George!
Miré a Sonia, sobresaltado por el sentimiento que traslucía su voz. No podía dudar de lo profundo de su emoción. Estaba sinceramente conmovida por mi historia, pero yo esperaba que no me compadeciera.
Seguí contando de prisa:
—Tomé un autobús. Y de pronto me encontré en mi calle, caminando hacia mi propia casa. Sólo en ese momento empecé a pensar en la recepción que tendría, pues hasta entonces no había comprendido que, al no saber cuánto tiempo había estado ausente, no podía saber si Sara seguía siendo mi esposa.
—¿Tenías dudas? —Sonia pareció sorprendida.
—Sólo por un instante. Ponte en mi lugar. ¿Cómo te habrías sentido si hubieras pasado por lo mismo que yo? Mi experiencia había sido tan terrible que me resultaba difícil creer que había terminado, y que podría reanudar mi vida normal. Era demasiado, esperar que al cabo de unos minutos más estaría en mi casa, besando a mi mujer, a salvo por fin.
—¿Qué pasó?
—Ya llego. Recuerdo haber subido al porche y haber tocado el timbre. Recuerdo haber notado que había luz en la planta baja, aunque debía de ser pasada la medianoche. Pero no recuerdo que nadie respondiera al timbre...
—¿No lo sabes?
—No. No puedo estar seguro. El resto es muy confuso. Lo que recuerdo a continuación, y creo que es lo último que recuerdo antes de despertar en la sala de psiquiatría del hospital, es un terrible y cegador dolor en la cabeza; no es que vuelva a sentir el dolor, pero sé qué sensación me produjo. Después de eso... nada. Debí de haber perdido el conocimiento en ese punto.
—Pero ¿qué sucedió?
Sonia se había puesto de pie. Los ojos parecían salírsele de las órbitas. Me dirigí a la ventana y levanté la persiana para ver al hombre de Anderson. Me tranquilizaba verle allí enfrente.
—No sé qué sucedió —le dije—. Alguien debió de golpearme en la cabeza con un palo o la culata de un revólver, o con algo igualmente duro. Supongo que ese golpe, sumado a la tensión incesante y a la acción del tratamiento de shock, terminó conmigo. Debí de sufrir una conmoción en el metro; las conmociones cerebrales suelen producir amnesia. Las inyecciones de insulina o metrazol también suelen producirla. Y las heridas graves en la cabeza casi siempre provocan amnesias. Una conmoción más el shock repetido del «tratamiento», más otra conmoción... ¡Me sorprende seguir vivo!
—Pero ¿por qué alguien habría tratado de matarte en la puerta de tu casa? ¿Y quién haría una cosa así? No pudo ser Tony... pues has dicho que había quedado malherido en el accidente. —Sonia pensó un momento, con una mano en la frente—. ¿Es posible que te hubiera seguido Nan? —me preguntó.
Meneé la cabeza.
—Sonia, ya te he dicho que no lo sé. Es una más entre las cosas que debo averiguar.
Volvimos a hablar mil veces de lo mismo esa noche; de hecho, hablamos hasta que la luz comenzó a filtrarse bajo la persiana. Fui a la ventana y vi que había otro detective en el umbral de enfrente, un hombre mayor y más grueso que el de antes. La noche había volado; era como si las horas no hubieran existido, y ninguno de los dos sentía sueño ni estaba cansado. Por el contrario, teníamos hambre y Sonia empezó a preparar el desayuno.
Con el aroma del café recién hecho y el tocino, repasé las conclusiones provisionales a las que habíamos llegado durante nuestra larga conversación.
—Sonia —le dije—, te repetiré los pasos principales de nuestro plan de acción. Quiero que me interrumpas y me corrijas si crees que olvido algo.
—De acuerdo, George. Te escucho.
—Primero —proseguí—, hay lo que llamaré el «calendario» de mi amnesia. Comienza cuando me caí o fui empujado en el metro la mañana del 12 de octubre de 1943. En aquel momento perdí el conocimiento por un breve lapso, no más de unas horas, y me desperté en el apartamento de Nan. Desde entonces hasta que escapé del taxi y fui a mi casa, un mes o seis semanas más tarde, el período del «tratamiento», debí de estar consciente gran parte del tiempo. Cuando fui atacado por segunda vez en el porche de mi casa, perdí el conocimiento durante un período mayor o bien, si no perdí la conciencia durante todo el período, perdí mi capacidad de recordar qué pasó entonces. Tal como están las cosas, no recuerdo qué sucedió desde ese instante hasta que me desperté en el hospital... Un intervalo de unos siete meses.