El percherón mortal (6 page)

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Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

BOOK: El percherón mortal
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Esperé largo tiempo a que volviera la enfermera. Y cuando lo hizo, descubrí que apenas podía hablar. La primera vez que lo intenté no salió más que un sonido ronco. Tenía la boca seca y sentía como si la lengua hubiera duplicado su tamaño y fuera un obstáculo que impidiera articular. De nuevo traté de hablar. Logré decir:

—¡Enfermera!

—¿Sí?

—¿Dónde estoy?

—Está enfermo. Pero no se preocupe. Mejorará.

Cerré los ojos. El esfuerzo había sido excesivo. Había querido averiguar algo... algo importante. Pero en estos momentos nada importaba.

Cuando volví a despertarme me sentía mejor. Todavía me dolía la cabeza, pero me era más fácil pensar y sentía la boca más natural. Esperé ansiosamente a la enfermera. Seguía sin poder recordar qué era aquello tan importante, pero quería hacer preguntas. Quería saber el nombre del hospital. Quería saber qué me había pasado.

La enfermera no vino.

Al cabo de un rato apareció otra cara. Una cara inexpresiva y arrugada como las que yo había visto muchas veces antes, pero no podía recordar dónde. Ojos pardos y fríos como canicas jaspeadas. Una boca que se torcía.

—¡Aggie te agarró a ti también! —dijo—. Igual que a mí: Aggie vino y te agarró. ¡Y no te irás! ¡Noooo! Ahora no te irás. ¡Aggie te atrapó!

La cara se rió. Lo lamenté por ella, pero sin saber por qué. Había visto tantas caras iguales antes, ¿pero dónde? La cara seguía riéndose.

—Vinieron a por mí también —dijo—. Vinieron en un camión. Me drogaron. ¡Sí, claro que me drogaron! Oh, yo no quería ir, pero me obligaron. —Y súbitamente la cara empezó a lloriquear; la boca temblaba y en las bolitas marrones brillaron lágrimas—. Nunca le hice daño a nadie. Nunca rompí nada. ¿Por qué me hacen daño a mí? ¿Por qué iba a querer atraparme Aggie? Nunca le hice nada a nadie...

Una voz sin entonación que seguía y seguía. Cerré los ojos. ¿Por qué no venía la enfermera?

La tercera vez que me desperté supe dónde estaba. Seguramente me sentía más fuerte porque traté de sentarme. No podía. Sólo podía mover la cabeza. Estaba atado a la cama. Eso sólo podía significar una sala de psicópatas de un hospital.

Eso me explicaba la segunda cara que había visto. Un paranoico. Había visto muchos como él en mi trabajo del hospital, e incluso había tratado a algunos como pacientes privados. Eran inconfundibles: la cara vacía y neurótica, las quejas interminables en una voz sin entonación, la risa mecánica y sin alegría...

Pero ¿qué hacía yo en una sala de psiquiatría? No estaba loco. Era psiquiatra. ¿Quién me había traído aquí?

Otra vez la cara gorda. Esta vez me fue más fácil hablar:

—¿Dónde estoy?

—Está enfermo. No hable.

—Pero ¿qué hospital es? ¿Dónde estoy?

—Tranquilo. Pórtese bien...

La última palabra se estiró como si fuera imposible terminar la frase.

—Pero ¿dónde estoy? ¿Qué estoy haciendo aquí?

La cara gorda había desaparecido.

Esta vez estaba decidido a averiguar dónde estaba y por qué. No podían mantenerme en la ignorancia, a mí, un médico, un psiquiatra. No era ético. Exigiría ver al residente.

Después de una larga espera apareció otra cara. Una cara competente con gafas, una cara profesional, la cara de un hombre... ¿el médico?

—¿Dónde estoy?

—En el Hospital Municipal.

—¿La sala de psicópatas?

—Sí.

—Pero, doctor, ¡no puede tenerme aquí!

—Me temo que tendrá que quedarse, amigo.

—Me llamo Matthews, George Matthews. Soy médico, con un consultorio en Lexington Avenue. Soy psiquiatra.

Vaciló antes de hablar.

—Usted se llama John Brown. No tiene domicilio. Le recogieron en la calle.

—¡No es cierto! ¡Le digo la verdad! Soy médico, psiquiatra. ¡No puede tratarme así!

—Me temo que está equivocado, amigo. Pero lo averiguaré. ¿George Matthews, ha dicho?

—Doctor, le aseguro...

Pero ya se había ido.

Volvió.

—¿Quién dijo que era?

—El doctor George Matthews, de Lexington Avenue, 445 y Hackensack, Nueva Jersey.

—Existe ese doctor. ¿Cómo sabe su nombre? ¿Le ha tratado alguna vez?

No me gustaba esa cara estúpida. ¿Cómo podía ser tan obtuso? Quería gritarle, pero sabía que debía mantenerme en calma, como un modelo de sensatez.

—Yo soy ese hombre, doctor. Escuche, llame a un número, ¿puede hacerlo? Llame a Butterfield 2-6888, ¿puede hacerlo? Eso no le hará mal a nadie.

—Éste es el número del doctor Matthews.

—¡Es lo que le estoy diciendo! ¡Yo soy el doctor Matthews! Ha habido un error. Llame a ese número y descríbame a mi enfermera. Si me reconoce, sabrá que estoy diciendo la verdad.

La cara desapareció. Esperé que hubiera ido a telefonear.

Esta vez volvió casi enseguida. Me di cuenta de su presencia cuando sentí que las correas se aflojaban. Me senté. Había un interno joven y de rostro preocupado a los pies de mi cama. No sonreía.

—Y bien —le dije—, tenía razón, ¿no?

Sólo en ese momento se me ocurrió que podía
no
tener razón. Un miedo irracional, me dije. Yo sabía quién era, ¿o no?

—Estaba equivocado... —comenzó.

—Es lo que estaba tratando de decirle...

Siguió hablando, de prisa.

—Estaba equivocado al decir que existe un doctor George Matthews —dijo—. Hubo un doctor George Matthews. Pero murió hace poco.

Hablaba con voz clara y distinta. Subrayaba cada palabra como si estuviera hablando con un niño. O con un loco.

—¿Qué quiere decir?

—Había mirado en una guía vieja. Allí encontré a un doctor George Matthews en la dirección que usted me dio. Pero cuando llamé al número, me encontré con que ya no estaba conectado. Busqué en una guía más nueva y descubrí que el doctor George Matthews murió.

—¿Cuándo?

—No sé cuándo. Entre este año y el año pasado, supongo.

—¡Pero yo soy el doctor George Matthews! No estoy muerto. Vivo en Hackensack, Nueva Jersey. Tengo una esposa, Sara...

El interno estaba muy molesto. Se había aferrado al barrote de la cama con las dos manos, y apretaba como si estuviera sufriendo dolores.

—Me temo que está equivocado. Sé que usted piensa así, pero no es su nombre. Nuestros registros tienen la verdad y los revisé antes de volver. El nombre en su carnet de Seguridad Social, que encontramos en su bolsillo, es John Brown.

Se marchó. ¿De qué serviría decirle que nunca había tenido carnet de Seguridad Social? Él sabía tan bien como yo que los médicos no tenemos esos carnets.

Me concedieron libertad de movimientos, pero no me permitieron afeitarme. Me dieron un par de viejos pantalones de pana, los que había llevado puestos, según me dijeron, cuando me encontraron. Debía sostenérmelos con las manos. No me dieron cinturón porque podía ahorcarme con él. No había espejos, y no se me permitía salir de la sala. No podía ver siquiera qué aspecto tenía.

Pero al pasarme la mano por la cabeza noté que tenía el pelo más corto de lo habitual en mí. Lo sentía duro y tieso como el de un recluta. Empecé a sentirme un hombre diferente, un hombre pobre, un hombre enfermo.

Fui trabando amistad con el joven interno. Se llamaba Harvey Peters. Charlábamos siempre que tenía tiempo. Discutía una y otra vez con él. Pero no me sirvió de nada.

Al segundo día...

—¡Doctor, le repito que me llamo Matthews! Estoy casado y vivo en Hackensack, Nueva Jersey. Quiero ponerme en contacto con mi esposa.

—Lo intentaré, si quiere.

—Debe de haber alguna clase de error. Un error de la compañía telefónica. ¡Pero comuníquese con mi esposa, por favor! Estará preocupada por mí.

—Lo intentaré...

Al tercer día:

—¿Vendrá a verme mi esposa? ¿Se puso en contacto con ella? ¿Vendrá hoy a buscarme?

Negó con la cabeza:

—Lo siento, amigo. Lo intenté. Pero no pude encontrar a su esposa.

—¿No estaba en casa? Seguramente había salido a hacer alguna compra. Sara sale muy a menudo de compras. Pero ¿volverá a probar? Estará en casa la próxima vez que llame.

—No hay ninguna señora de George Matthews en Hackensack, Nueva Jersey, esposa de un médico. Esa señora se mudó. Y no dejó su nueva dirección. Lo sé porque consulté con la oficina de correos.

—¡Doctor, tiene que haber un error! Ella no se iría así... sin una palabra.

—Lo siento, amigo. Está equivocado.

—No estoy equivocado. Soy George Matthews.

—No debe excitarse. Debe descansar.

Al otro día:

—Doctor, ¿cuánto hace que estoy aquí?

—Unas dos semanas.

—¿Con qué diagnóstico?

—Amnesia, con posibles tendencias paranoides.

—¡Pero sé quién soy! Sólo que no puedo probarlo.

—Lo sé. Sé que parece así.

Me seguía la corriente. Un jovencito de buenos modales, que ni siquiera era médico, me seguía la corriente. Se compadecía de mí. Todavía no había adquirido la dureza necesaria, y las aberraciones de sus pacientes más inteligentes seguían preocupándole. Quería portarse bien conmigo. Yo sabía que él cumpliría todos mis ruegos (o simularía cumplirlos) porque sentía que mi interés por mi esposa (por cualquier esposa, incluso una mítica) era un signo alentador, un signo de mi posible recuperación.

Seguía estrellando mis esperanzas contra aquella mezcla ciega de teoría y tradición, contra aquel hombre para el cual yo estaba loco porque mi ficha asilo decía...

Y si no era un psicótico, ¿por qué estaba en la sala de psicóticos del hospital?

—Pero, doctor —le dije—, yo sé quién soy. Un hombre que sufre amnesia no sabe quién es. Ha perdido toda su vida anterior, o una parte sustancial de ella, ha confundido su identidad, su historia personal, hasta sus hábitos. ¡Y esa descripción no puede aplicarse a mí!

Me respondió con paciencia. Habló con la mirada fija a lo lejos, recordando las definiciones aprendidas de memoria, interponiendo mecánicamente las objeciones lógicas y las refutaciones correspondientes a cada una de mis propuestas. Un catecismo de neurótico, una letanía para el irracional.

—Usted no reconoce su identidad. Usted no reconoce su nombre... Peor aún, se niega a aceptarlos como suyos. En su lugar antepone el nombre de otro hombre, de un hombre muerto, y dice que es el suyo. Reclama su esposa, su profesión. Y a partir de esa ilusión empieza a pensar que todos nosotros estamos persiguiéndole, negándole lo que es suyo. Eso es la paranoia.

—Doctor, hágame un favor.

—¿Cuál?

—Llame a la policía. Cuartel central. Pida hablar con el teniente Anderson de la División de Homicidios. Dígale que estoy aquí. Descríbame. Dígale que ha habido un error, que algo ha salido muy mal.

—Pero si fue la policía la que lo trajo aquí. Le había detenido por vagancia. La policía está al tanto de su persona.

—Hágame este favor, doctor. Por favor, llame al teniente Anderson.

Se fue. Esta vez no me hice ilusiones. Esta vez sabía que no serviría de nada. Aunque todavía podía hacer llamar a mi club y a algunas de las sociedades médicas a las que pertenecía, sospechaba que la respuesta sería siempre la misma. Sería mi último intento. Después, me limitaría a esperar.

Volvió y se detuvo a los pies de la cama, vacilando, lamentándolo por mí.

—El teniente Anderson conocía bien al doctor Matthews —dijo—. Se suicidó el año pasado. Encontraron su cuerpo en el North River. El teniente dice que usted debe de ser un impostor.

Después de eso, yo mismo comencé a creerlo.

Para mí, fue terriblemente fácil creer que el pasado que recordaba era irreal. Había sido apartado de mi vida de un modo tan total como el pececito al que se extrae de un acuario; y más aún, porque cuando el vendedor saca al pececito lo mete de inmediato en otro recipiente con agua y el animal sigue en su elemento. Yo no tuve tanta suerte. Vivía y respiraba, pero de un modo enteramente distinto, horriblemente desconocido.

En una sala de psiquiatría a uno le despiertan a eso de las seis. Le sirven un desayuno de copos de avena, ciruelas, pan integral, mantequilla y café. Después, uno ayuda a hacer la limpieza hasta las nueve. Se hacen las camas, se barre, se limpian los baños. Es un trabajo que puede hacerse de sobra en una hora, pero dan hasta las nueve. Y no es demasiado. Al cabo de un tiempo, uno empieza a tomarse hasta las nueve, porque de nueve a doce es la hora de descanso. Lo que significa que uno no tiene nada que hacer entre las nueve y las doce, salvo descansar. Uno se sienta. Escucha la radio. Sermones, recetas, las noticias al dar la hora. Si hay una revista o un diario viejos a mano, uno los lee diez veces. Es decir, lee lo que ha quedado. Todos los artículos que pudieran tener efecto excitante o deprimente sobre los pacientes han sido eliminados.

Sala limpia. Calefacción. Mecedoras cómodas (hechas por los pacientes: terapia ocupacional) y afuera brilla el sol.

Todo esto es necesario. Yo sabía que era necesario, sabía que estaba en una institución modelo, pero saberlo no me ayudaba a aceptarlo. Al cabo de una semana, dos semanas, más semanas de sentarse y escuchar, uno no puede menos que esperar un sonido diferente del resto. El sentido del oído es el último en perder las esperanzas. Pero uno sabe que el tiempo nunca terminará y empieza a hacer planes contra este hecho, a planificar hermosas modalidades de fuga y retorno a una vida que probablemente nunca existió. Y después de las doce viene el almuerzo: carne con patatas, pan integral, mantequilla, un dulce. Y después del almuerzo hay que limpiar otra vez los baños, lavar los suelos (si uno tiene habilidades mecánicas puede ir al taller) hasta las tres... y, a partir de. las tres, descanso hasta las cinco. Después la cena, carne asada o una sopa, pan integral, mantequilla, budín de arroz. Y después uno se va a la cama y se cuenta mentiras hasta quedarse dormido.

Los jueves veía a una psiquiatra: una mujer agradable, la doctora Littlefield, conductista. Me daba tests. Meter las piezas pequeñas en los agujeros pequeños, las piezas grandes en los agujeros grandes. Dar la vuelta a unos discos y ponerlos en orden (un lado rojo, uno blanco), para saber en cuánto tiempo se puede hacer. Responder a preguntas, tantas como sea posible. Un rey es: un monarca, un siervo, un esclavo, un tipo afortunado. Subrayar la cifra que se acerque más a la solución correcta:

2 X 2 + 48 = 54, 62, 57, 52

Era una mujer bajita, con el cabello castaño cuidadosamente sujeto en un moño. Tenía los ojos azules y una sonrisa simpática. Supuse que tendría más o menos mi edad. La primera vez que hice los tests, los estudió cuidadosamente, mordiéndose los labios al evaluarlos. Esperé ansiosamente oírle decir: «¡Pero aquí debe de haber algún error! Nadie internado en una sala psiquiátrica haría esto tan bien.»

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