El percherón mortal (4 page)

Read El percherón mortal Online

Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

BOOK: El percherón mortal
6.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Todavía no me había repuesto de la sorpresa de descubrir que Eustace era real, y debía encontrar algún modo de expresar mi furia.

Eustace se volvió lentamente en su taburete y me dirigió una mirada desdeñosa. Empezó a disgustarme profundamente.

—¿Monedas? —preguntó Eustace—. ¿Quién reparte monedas?

—Pero, Eustace —dijo Jacob—, ¿no he estado repartiendo dinero de ustedes desde hace seis meses?

—¡Oh, eso! Eso terminó ayer—respondió Eustace—. Desde ahora repartirá caballos. Percherones. —Se volvió y silbó al encargado del mostrador—. Eh, Herman —llamó con su voz más grave—, ¿y si me sirvieras un trago de esa porquería a la que llamas whisky?

—¿Caballos? —dijo Jacob.

—Sí, percherones —contestó Eustace—. De los que emplean para repartir cerveza.

Yo había estado examinando a Eustace con cuidado. Estaba seguro de que no era más que un enano. Tenía el cráneo típico de un enano, las facciones gruesas, la frente prominente, la piel prematuramente arrugada. Le señalé con un dedo.

—No es más que un enano, Jacob —afirmé—. No es lo que usted cree. Alguien le está gastando una broma.

Eustace se enfureció y comenzó a saltar en el taburete como un niño enojado. Su cara pequeña se puso rojo brillante primero y después morada:

—¿Enano? —chilló—. ¿Quién diablos es un enano? Soy un
leprechaun.
Mi padre vino del condado de Cork.

Jacob también estaba exasperado.

—¡Mire lo que ha hecho! —exclamó—. ¡Ahora nunca podrá trabajar para ellos!

Me negué a seguirles el juego.

—No es un
leprechaun
, Jacob —insistí—. Los
leprechauns
son hombrecillos de veinte centímetros de alto. Éste es un enano que se hace pasar por un
leprechaun.

—Usted se refiere a los
leprechauns
irlandeses —dijo Jacob—. Eustace es un
leprechaun
norteamericano. Su padre vino de Irlanda y Eustace nació aquí. Y los
leprechauns
norteamericanos, como todo lo norteamericano, son mayores y mejores que en cualquier otra parte.

Eustace se había tranquilizado. Se limitó a dirigirme una mirada helada que pretendía ser un
coup de gráce.
Después me ignoró.

—¿No hay algún sitio donde podamos hablar de negocios en privado? —le preguntó a Jacob.

—Puede hablar delante del doctor Matthews —respondió Jacob—. Le he explicado nuestro trabajo.

El encargado del mostrador sirvió un vaso de whisky al extraño ser, que tomó un ávido trago de inmediato. Después volvió a mirarme con desdén.

—Bueno, si se lo ha dicho, el daño ya está hecho —dijo—. ¡Pero debería tener más cuidado al elegir sus interlocutores!

Si Jacob Blunt no hubiera sido un paciente mío, yo me habría marchado y nunca más le hubiera vuelto a ver. Pero era mi deber quedarme a ver cómo concluía aquel engaño.

—¿De modo que no repartiré más monedas? —decía Jacob—. Dice que repartiré caballos. Pero ¿a quién?

—Exacto —dijo Eustace—. Percherones. De los grandes. Esta noche le dará un percherón a Francés Raye.

—¡Francés Raye! —exclamó—. ¿La estrella de
¡Nevada!
? ¡Es la actriz de más éxito de Broadway!

—La misma —contestó Eustace—. Los
leprechauns
hemos decidido que ya es hora de que reciba un percherón.

—¿Cómo se lo daré? —preguntó Jacob.

Parecía preocupado y advertí que no le agradaba esta nueva tarea.

—Afuera tengo un camión —respondió Eustace—. Yo lo llevaré y después usted lo sacará, lo llevará de la brida, tocará el timbre de su casa y se lo entregará. Ganará veinticinco dólares por esto en lugar de diez.

Jacob estaba claramente descontento. Hacía rato que no se veía su sonrisa. Eustace debió de notarlo también.

—Escuche —dijo—, ¿qué es lo que le preocupa? Le doy un ascenso, le retiro de las monedas y le paso a los percherones, ¡y parece como si le hubiera despedido! ¡No puedo entenderlo!

Jacob trató de sonreír:

—¿Quiere decir que regalaré un caballo todas las noches a... a gente como Francés Raye? —balbució.

Eustace movió afirmativamente su cabezota.

—Exacto. Es decir, si hace un buen trabajo. Todo depende de que esté dotado para los percherones. Bien podría ser que su capacidad se limitase a las monedas. —Aquí hizo una pausa y me miró— ¡Hay gente que ni siquiera monedas puede dar —exclamó en tono burlón.

Eustace no me gustaba en absoluto.

Jacob me miró por encima de la cabeza de enano.

—¿Ha oído lo que ha dicho, doctor Matthews?

—No está obligado a hacerlo si no quiere —respondí—. Él no puede obligarle.

—Tome otra cerveza, muchacho —prosiguió Eustace—. Hará que se sienta mejor. Los percherones no son distintos de las monedas..., sólo son más grandes. No le será difícil aprender. Ah... ¡le aseguro que llegará a ser bueno!

Jacob no le prestaba atención. Seguía mirándome.

—Doctor Matthews —me dijo—, dígame, por favor, ¿estoy loco?

Yo no estaba de humor para responder a esa pregunta.

Jacob y yo bebimos una cerveza más y Eustace otro whisky, antes de salir a ver el percherón. Estaba en el camión que yo había visto antes de entrar. De hecho, éste era un establo sobre ruedas; las puertas traseras bajaban formando una rampa, las paredes internas estaban acolchadas, y dentro había heno y cebada: algo digno de ver. Y por su parte el percherón era un animal espléndido. Alto y enorme, tenía la crin blanca más hermosa que yo hubiera visto nunca. Me impresionó.

—¿De modo que tengo que tocar el timbre de la casa de Francés Raye y entregarle esto? —preguntó Jacob. Se le veía realmente preocupado—. ¿Y si no está en su casa?

Eustace estaba encendiendo un cigarrillo.

—En ese caso, volverá mañana por la noche —dijo—. Y le daré otros veinticinco dólares. Si no está en casa, no será culpa suya.

—¿Qué haré con el caballo en ese caso?

—Si no puede entregarlo, el conductor le llevará de nuevo al establo. Le dirá a qué hora lo quiere mañana y se lo traerá a su casa.

Cerraron las puertas traseras y Eustace se acercó a la cabina para hablar con el conductor. Jacob había hundido las manos en los bolsillos de su chaqueta y parecía deprimido.

—No estoy loco, doctor, ¿verdad que no? Usted también lo ha visto, ¿no? Es real.

—No es preciso que continúe esta broma absurda —respondí—. No necesita el dinero. En mi opinión, alguno de sus amigos quiere reírse de usted. Si yo fuera usted, no le dejaría salirse con la suya.

Hablé rápido, irritado. La actitud vacilante de Jacob era un agravante, sobre todo porque yo no estaba seguro de que la broma no me la estuvieran gastando a mí.

Jacob se quedó inmóvil, tocando el hibisco que tenía en el pelo:

—Bueno, esta noche no tengo nada que hacer —dijo—. Eustace cuenta conmigo y no puedo defraudarle. Pero no sé si volveré a hacerlo después... Los percherones son demasiado grandes...

Me exasperó. Él podía ser un neurótico, y yo un médico obligado por mi juramento hipocrático, pero todas las posibilidades indicaban que era un joven tonto e impresionable al que alguien le estaba gastando una prolongada y complicadísima broma. ¡Y yo allí, en medio de la calle, tratando de hacerle entrar en razones! ¡Me sentía insultado!

—¡Al menos podría sacarse esa estúpida flor del pelo! —grité, al tiempo que sabía que era lo último que debería haber dicho, pero sin poder contenerme—. ¡No es preciso que se ponga doblemente en ridículo!

Eso bastó. Si todavía me quedaba una posibilidad de convencerle, la perdí con esas palabras. De inmediato recuperó su dignidad (vi cómo se le endurecían los hombros), aunque tenía demasiado orgullo para dejarme ver que le había herido. En lugar de eso, me dirigió su descentrada sonrisa.

—¡Oh, no podría hacerlo! —dijo—. Eso sería engañar a Joe. Además, estoy acostumbrado a llevar una flor en el pelo. Creo que me gusta.

Me rendí. Nunca tiene sentido discutir con un neurótico sobre su obsesión... y no es que estuviera convencido de que Jacob fuera un neurótico. Si alguna vez cambia, el cambio vendrá de su interior. Todo lo que puede hacer un médico es señalar la dirección. Jacob era un joven atolondrado, demasiado orgulloso para admitir que le estaban poniendo en ridículo, o su neurosis era tan profunda que yo podía inducirle a cambiar. Quizá prefería ser neurótico. No sería la primera vez que me encontraba con este síntoma. Si cambiaba de opinión, sabría dónde encontrarme. Por el momento, podía seguir adelante y regalarle un percherón a Francés Raye, si eso gratificaba algún impulso profundo de su psique. ¡Por mi parte, no quería tener nada más que ver con la cuestión!

Le dije adiós, me subí el cuello del sobretodo para enfrentar el viento y bajé por la Tercera Avenida hacia la calle 59 y el ómnibus que cruzaba la ciudad. Me sentía muy cansado y deprimido. Mientras cenaba solo en un restaurante, se me ocurrió pensar que la policía podría interesarse en el plan delirante de Eustace. Molestar a una actriz llevándole un percherón a la puerta podía considerarse como un delito, o al menos una contravención. Pensé en llamar a mi viejo amigo el teniente Anderson, de la División de Homicidios, y explicarle todo el asunto; pero decidí no hacerlo. Si no pasaba nada y nadie intentaba regalarle un percherón a Francés Raye, Anderson nunca dejaría de reírse de mí. Así que opté por caminar hasta la Sexta Avenida y tomar el tren de Jersey.

Sentado en un vagón, a media luz y con los oídos ensordecidos por el fragor de las ruedas en los rieles, di vueltas una y otra vez al asunto. No tardé en advertir que había perdido mi tan preciada objetividad y, junto a ella, toda perspicacia. Yo formaba parte de la crisis mental de Jacob, tanto como Nan. No es el estado mental ideal para un psiquiatra, pero ya no estaba tan seguro. ¿Cómo puede comprender o apreciar uno el trauma de un neurótico si nunca ha experimentado en carne propia algo similar? Sabía que no dormiría bien aquella noche y ya estaba resignado al hecho de que no dormiría bien hasta que mi paciente mostrara signos de recuperación. Y me avergonzaba haberle dejado solo con su dilema.

Si olvidara por un instante el hecho perturbador de que al menos Eustace y esa parte de la historia de Jacob eran reales, sería fácil hacer un diagnóstico. Se acercaba a la esquizofrenia, si es que no era ya un esquizoide. Pero Eustace era real (y debía admitir que experiencias posteriores podían probar que Joe y Harry también lo eran); él y su peculiar disposición a pagarle a Jacob para que repartiera monedas de veinticinco centavos y estúpidos caballos no eran una fantasía irracional. En este punto, no podía pasar por alto este hecho improbable, salvo que dudara de mi propia salud mental.

Y un psiquiatra nunca debe dudar de su propia salud mental.

Me dormí esa noche, pero no antes de dar vueltas durante lo que me parecieron horas. Pero no dormí mucho. La voz de Sara, dormida y malhumorada, me despertó:

—¡Suena el teléfono, George! —dijo—. ¡Hace horas que suena! ¡Por favor, contesta!

Busqué a tientas las zapatillas, me eché la bata sobre los hombros y bajé a tropezones la escalera. La voz en el aparato era la de Nan. Si había estado medio dormido hasta ese momento, me desperté del todo al comprender lo que me decía.

—¡Han arrestado a Jacob, doctor! —dijo—. ¡Por el asesinato de Francés Raye! La encontraron muerta en su apartamento, y él afuera, borracho, tocando el timbre y tratando de entrar! ¡Oh, doctor, creen que él la mató!

Todo lo que se me ocurrió preguntarle en ese momento fue:

—¿Qué hizo con el caballo?

3
UNA CUESTIÓN DE MOTIVACIÓN

Llegué a la calle Central alrededor de las seis de la mañana. Antes de ver a Jacob, tuve una charla con el teniente Anderson, de la División de Homicidios. Anderson era un hombre que me agradaba; yo había servido de asesor en varios casos suyos y respetaba su inteligencia. Era un hombre hosco, maduro, con ralo pelo gris. En la cara mostraba una delgadez tensa que era el único indicio en su persona de ser un oficial de la ley; por lo demás, parecía un hombre de negocios con dispepsia.

Me sorprendió la frialdad con que me recibió. No alzó la vista cuando entré en su oficina. Estaba inclinado sobre su escritorio, pluma en mano; esperé casi un minuto a que me invitara a sentarme, y como no lo hizo me senté de todos modos. Yo mismo había usado a veces la misma técnica y sabía en qué casos era útil; era uno de los mejores medios de lograr una ventaja inicial en una entrevista. Quizá fue eso lo que me irritó. Ya me sentía bastante molesto con todo el asunto, pero no había esperado que Anderson, a quien consideraba un amigo personal, me tratara así. Decidí mantenerme en silencio mientras lo hiciera él. No me permití mostrarme impaciente, ni siquiera mirarlo, aunque sabía que me estaba vigilando.

—Me dicen que Jacob Blunt es paciente tuyo, George.

Anderson habló cuando menos lo esperaba, y a mi pesar me sobresalté.

—Desde ayer por la tarde. Ayer le vi por primera vez —respondí.

—¿Qué le pasó anoche? ¿Estaba borracho, o es que está loco?

—Tendré que verle y examinarle antes de decidir —dije.

—Precavido, ¿no?

Hablando, Anderson siempre había sido escueto, con cierto humor seco, pero nunca descortés. Y, de hecho, no era descortés ahora. En esta última breve pregunta detecté un rastro de su burlón reconocimiento de mi propia confusión. Decidí que la diferencia en sus modales respondía a la diferencia en nuestra relación, quizás incluso en la diferencia en mi propio punto de vista. Hasta el momento yo había sido un asesor que trabajó con él en términos de igualdad, pero ahora era un testigo. Con esta idea me permití relajarme, bajar las defensas.

—Podría ayudarme que me contaras lo que pasó anoche —respondí.

Los ojos azules e inteligentes del teniente me miraban con fijeza, pero sospeché que estaba reprimiendo una sonrisa. ¡Al hombre parecía agradarle interrogarme!

—Anoche asesinaron a Francés Raye —dijo—. Encontraron su cadáver en la sala de estar de su apartamento en la calle 10 Oeste. Estaba cerca de la puerta, apuñalada por la espalda. No hemos encontrado el cuchillo.

—¿Qué tiene que ver mi paciente?

—Las acciones extravagantes de Blunt llevaron al descubrimiento del cadáver. Estaba ante la puerta tocando el timbre. Había un caballo enorme con la crin trenzada atado a la farola más cercana. Pasó un policía y los muchachos encontraron rara la escena, así que pararon para investigar. Blunt les habló de un
leprechaun
que le había pagado veinticinco dólares por entregar el caballo a la Raye. Los agentes pensaron que estaba borracho, pero uno de ellos entró para ver si había molestado a la señorita Raye. Descubrió que la puerta no estaba cerrada y su cadáver en el suelo.

Other books

The Dreadful Debutante by M. C. Beaton
Primal Song by Danica Avet
Canada Under Attack by Jennifer Crump
The Devil on Her Tongue by Linda Holeman
B004YENES8 EBOK by Rosenzweig, Barney
The Frailty of Flesh by Sandra Ruttan
Fire Song by Roberta Gellis
Pure by Baggott, Julianna