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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (23 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Yo dormí muy contento y satisfecho, porque los había
engañado a todos, y me había escapado de ser aprendiz o
soldado.

A otro día cuando me levanté, ya mi padre
había salido de casa, y cuando volvió a ella al medio
día, me dijo delante de mi madre: señor Pedrito, ya vi
al provincial, ya está todo en corriente, y de aquí a
ocho días, dándonos Dios vida, tomarás el
hábito.

Mi madre se alegró, y yo fingí alegrarme más
con la noticia.

Comimos, y a la tarde fui a ver a Pelayo y le di cuenta del buen
estado de mi negocio. Él me dio los plácemes de este
modo: me alegro, hermano, de que todo se haya facilitado. El caso es
que aguantes las singularidades de los frailes, y más en el
año del noviciado, porque te aseguro que las tienen y de marca,
pues esto de levantarse a media noche, rezar todo el día, andar
con los ojos bajos, hablar poco, ayunar mucho, pelarse a azotes,
barrer los claustros, estudiar y sufrir por toda la vida a tanto
fraile grave, es una tarea inacabable, un subsidio eterno, una
esclavitud constante, y una serie no interrumpida de trabajos, de que
sólo la muerte podrá librarte; pero en fin, ya lo
hiciste, y es menester morderte un brazo, porque si no,
¿qué dirá tu padre? ¿Qué
dirá tu madre? ¿Qué dirán tus parientes?
¿Qué dirá el provincial? ¿Qué
dirán los conocidos de tu casa? ¿Qué dirá
mi padre? Y ¿qué dirán todos? Si ahora te
arrepintieras, fuera un escándalo para el público, un
deshonor para ti, y una vergüenza terrible para tus pobres
padres; y así no hay remedio, hermano, a lo hecho pecho, dice
el refrán, ahora es fuerza que seas fraile quieras o no
quieras.

Hay hombres cuyo carácter es tan venenoso que hacen mal, aun
cuando ellos piensan que hacen bien. Son como el gato que lastima al
tiempo de hacer cariños. Así era el de Pelayo, que
después que decía que me estimaba, parece que se
empeñaba en enredarme o afligirme; pues primero me pintó
que la religión era una
Jauja
; y ya que estuve
comprometido, me la representó como una mazmorra,
desacreditándola por ambos lados.

Yo me despedí de él, bien contristado, y casi casi ya
estaba por retractarme de mis propósitos; pero la
vergüencilla y este
qué dirán
, este
qué dirán
del mundo, que es causa de que
atropellemos casi siempre con las leyes divinas, me hizo forzar mi
inclinación, hacer a un lado mis temores, y llevar adelante mi
falsa intentona.

En aquellos ocho días se prepararon todas las cosas
necesarias para mi ingreso, se dio parte de él a todos mis
amigos, parientes, conocidos, bien y malhechores, y de todos ellos
recibió mi padre mil parabienes y mi madre mil enhorabuenas,
que hacían por junto dos mil faramallas, que llaman
políticas, ceremonias y cumplimientos; pero que no dejan todas
ellas una onza de utilidad, por más que se multipliquen en
número.

Mis padres se ocupaban en estos ocho días en recibir visitas
y en disponer lo necesario para la entrada, y yo me ocupaba en andar
con Pelayo despidiéndome de mis tertulias no con poco dolor de
mi corazón, pues sentía demasiada violencia en la
separación de mis pecaminosas distracciones.

Mi gran Pelayo se había propuesto avisar en cuantas partes
íbamos de mis nuevos intentos, y lo pronto que estaba mi
noviciado. Yo le rogaba que los callara, mas a él se le
hacía escrúpulo y cargo de conciencia el reservarlos, y
como todas las casas que visitábamos eran de aquellos y
aquellas que llaman de la
hoja
, me daban mis estregadas
terribles, especialmente las mujeres. Una me decía:
¡ay!, ¡qué lástima!, tan niño y
encerrarse. Otra: ¡qué gracia!, y tan muchacho. Otra:
¿que no se acordará usted de mí? Otra: ¿a
que no profesa usted? Ésta: yo no creo que usted sea bueno para
fraile siendo tan muchacho, no feo, y con tantas
gracias. Aquélla: ¿bailador y fraile?, vamos, yo no lo
creo; y así todas, y cuando se ofrecía proferir algunos
cuentecillos y palabritas obscenas (que se ofrecían a cada
paso) saltaba alguna muchacha burlona con la frialdad de
¡ay
niña! ¿quién dice eso? Cállate, no
perturbes al siervo de Dios
.

Sin embargo de todas estas bufonadas, yo me divertía todo lo
posible por despedida. Hacía orejas de mercader y bailaba,
tocaba el bandolón, platicaba, seducía y hacía
cosas que son mejores para calladas. Tales fueron los ejercicios
preparatorios en que me entretuve en los ocho días precedentes
a mi frailazgo. Así salió ello.

No contento con la libertad que tenía en la calle hasta las
ocho de la noche (que hasta esa hora se le extendió la licencia
al religioso
in fieri
, o por ser), ni satisfecho por las
holguras que me proporcionaba mi maestro Pelayo, mi genio festivo, y
la facilidad de las damas que visitábamos, todavía
aspiraba a seducir a Poncianita, la hija de don Martín el de la
hacienda, que frecuentaba mi casa diariamente; mas la muchacha era
virtuosa, discreta y juguetona. Conocía bien mi
carácter, y me tenía por lo que era, esto es, por un
joven calavera y malicioso, pero tonto en la realidad, y así a
todos los mimos y zorroclocos que yo le hacía, me contestaba
con mucho agrado; pero también con mucha variedad, y siempre
haciéndome ver que me quería. Con esto yo más
bobo y malicioso que ella, pensaba lograr alguna vez la conquista;
pero ella más honrada y viva que yo, pensaba que esta vez
jamás llegaría, como en efecto jamás
llegó.

Un día le di yo mismo una esquelita que decía una
sarta de tonteras y requiebros, y remataba asegurándole de mi
buena voluntad, y que si yo no hubiera de entrarme religioso, con
nadie me casaría sino con ella. Por aquí se puede
conocer muy bien lo que yo era, y cómo es compatible la
ignorancia suma con la suma malicia; pero lo más digno de
celebrarse es la chusca contestación de ella a mi papel, que
decía:
Señorito: agradezco la buena voluntad de
usted y si pudiera la correspondería, pero estoy queriendo bien
a otro caballerito, que si esto no fuera, con nadie me casaría
yo mejor que con usted aunque sacara dispensa. Dios lo haga buen
religioso, y le dé ventura en lides. La que usted
sabe.

No puedo ponderar bien las agitaciones que sentí con esta
receta. Ella me enceló, me enamoró y me enfureció
en términos que esa noche que fue la víspera de mi
entrada, apenas pude dormir. ¿Qué tal sería el
alboroto de mis pasiones? Pero por fin amaneció, y con la vista
de otros objetos, fue calmando un poco aquel tumulto.

Llegó la tarde; me despedí de mi madre, tías y
conocidas a quienes abracé muy compungido, sin descuidarme de
hacer la misma ceremonia con la dómina Poncianita, la que
correspondió mi abrazo con bastante desdén, como que
estaba presente su madre, y no me quería como me
significaba.

Acabada la tanda de abrazos, lágrimas y monerías, nos
fuimos para el convento, mi padre, yo, mis tíos, y una
porción de convidados que iban a ser testigos de mi
hipocresía.

Luego la suerte (adversa para mí) presagió mi
desventura, en mi concepto, porque el silencio con que íbamos,
y la larga serie de coches que seguía el nuestro, representaba
bien un duelo, y cuantos nos miraban en la calle no pensaban otra
cosa. En efecto, a mí y a mis padres se nos podía haber
dado el pésame con justicia.

Llegamos a San Diego, se avisó al padre provincial, quien
nos recibió con su acostumbrado buen carácter, y
montando en el coche en que yo iba con mi padre, nos dirigimos a
Tacubaya, donde está el noviciado de San Diego.

Luego que nos apeamos a la puerta del convento, se dispusieron
todas las cosas, y fuimos al coro, donde se celebró la
función. Tomé el hábito, pero no me
desnudé de mis malas cualidades; yo me vi vestido de religioso
y mezclado con ellos, pero no sentí en mi interior la
más mínima mutación, me quedé tan malo
como siempre, y entonces experimenté por mí mismo que
el hábito no hace al monje
.

Despidiose mi padre de mí y de aquella venerable comunidad,
hicieron lo mismo los demás, y Juan Largo me dio un grande
abrazo, a cuyo tiempo le dije: no dejes de venir a verme. Él me
lo prometió; se fueron todos, y me quedé yo solo y
curtido entre los frailes, y como suele decirse, rabo entre piernas, y
como perro en barrio ajeno.

Inmediatamente comencé a extrañar lo áspero
del sayal. Llegó la hora de refectorio, y me disgustó
bastante lo parco de la cena. Fuime a acostar, y no hallaba lugar que
me acomodara; por todas partes me lastimaba la cama de tablas, y como
nunca me había dado una ensayadita en estas mortificaciones ni
de chanza, se me asentaban demasiado.

Daba vueltas y más vueltas, y no podía dormir
pensando en Poncianita, en la
Zorra
, en la
Cucaracha
, y en otras iguales sabandijas, y me
arrepentía sinceramente de mi determinación, renegaba
del apoyo que hallé en Pelayo, y me daba al diablo juntamente
con la esquela de recomendación que tan breve me había
facilitado mi presidio, que así nombraba yo mi nuevo estado;
pero él no tenía la culpa, sino yo, que no era para
él.

¿No soy buen salvaje y majadero (me decía yo mismo),
en haberme condenado por mi propia voluntad a esta cárcel tan
espantosa, y a esta vida tan miserable? ¿Qué caudales me
he robado? ¿Qué moneda falsa he fabricado?
¿Qué herejías he dicho? ¿Qué casa
he incendiado? ¿Ni qué crimen atroz he cometido, para
padecer lo que padezco? ¿Quién diablos me metió
en la cabeza ser fraile sólo por librarme de ser aprendiz o
soldado? En cualquiera de estos dos ejercicios me la pasara yo mejor
seguramente, porque comiera cuando pudiera hasta hartarme, y lo que se
me diera la gana, me pusiera camisa mas que fuera de manta, durmiera
en colchón si lo tenía, y hasta que se me antojara el
día que estuviera franco, y por último, gozaría
de mi libertad andando entre mis amigos y conocidas en los bailes y
jaranitas; y no aquí con esta jerga pegada al pellejo,
descalzo, comiendo mal, durmiendo peor y sobre unas duras tablas,
encerrado, trabajando, y sin ver una muchacha ni cosa que lo parezca
por todo esto. ¡Ah!, reniego de mí, y maldita sea la hora
en que yo pensé ser fraile.

Así hablaba yo conmigo mismo, y así hablan todos
aquellos jóvenes de ambos sexos, y en especial las niñas
miserables, que sin una inspiración de Dios y sin una
vocación perfecta, abrazan el estado religioso; estado santo,
estado quieto, dulce y celestial para los que son llamados a él
por la gracia; pero estado duro, difícil e infernal para los
que se introducen a él sin
vocación. ¡Cuántos, cuántos lo experimentan
en sí mismos a la hora de ésta, tal vez, y sin remedio!
Cuidado, hijos míos, cuidado con errar la vocación, sea
cual fuere, cuidado con entrar en un estado sin consultar más
que con vuestro amor propio, y cuidado por fin, con echaros cargas
encima que no podéis tolerar, porque pereceréis debajo
de ellas.

Maldiciendo y renegando, como os digo, me quedé dormido
cerca de las once y media de la noche, y apenas había pegado
mis párpados, cuando entra en mi celda un novicio despertador,
y me dice: hermano, hermano, levántese su caridad, vamos a
maitines. Abrí los ojos, advertí que era fuerza
obedecer, y me levanté echando sapos y culebras en mi
interior.

Fui a coro, y medio durmiendo y rezongando lo que entendía
del oficio, concluí mi tarea y volví a mi celda
apeteciendo un pocillo de chocolate siquiera a aquella hora, porque
ciertamente tenía hambre; pero no había ni a
quién pedírselo.

Reinaba un profundo silencio en aquel dormitorio, y en medio del
pavor que me causaba, para entretener mi hambre, mi vigilia y mi
desesperación, me volví a entregar a mis ideas
libertinas y melancólicas, y tanto me abstraje en ellas, que
derramé hartas lágrimas de cólera y de
arrepentimiento; pero me venció el sueño al cabo de las
cuatro de la mañana, y me quedé dormido; mas ¡oh
desgracia de flojos!, no bien había comenzado a roncar, cuando
he aquí al hermano novicio que me vino a despertar para ir a
prima.

Me levanté otra vez lleno de rabia, maldiciéndome a
guisa de condenado, pero allá en mi corazón y sin hablar
una palabra, diciendo entre mí: ¿pues no es ésta
una vida pesadísima? ¡Habrase visto empeño como
el que ha tomado este frailecillo en no dejarme dormir! Él es
mi
ahuizote
sin duda, es otro doctor Pedro Recio, pues si el
del Quijote quitaba a Sancho Panza los platos de delante luego que
empezaba a comer, éste me quita a mí el sueño
luego que comienzo a dormir.

Pensando estos despropósitos me fui
a coro, recé más que un ciego, y al cantar abría
tanta boca, pero de hambre, porque como la cena de la noche anterior
no me gustó mucho, apenas la probé; y así
tenía el estómago en un hilo, deseando se acabara la
prima para ir a desquitarme con el chocolate, que me lo
prometía de lo mucho y bueno, pues había oído
decir en el siglo que los frailes tomaban muy buen caracas, y cuando
en casa había algún pocillo muy grande, decían,
este pozuelón es frailero; con esto yo decía entre
mí: a lo menos si la cena fue mala, el desayuno será
famoso. Sí, no hay duda, ahora me soplaré un
tazón de buen chocolate con sus correspondientes bizcochos, o
cuando no, con cuartilla de pan enmantecado por lo menos.

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