El Periquillo Sarniento (26 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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En Grecia, a la hora de expirar un enfermo, sus deudos y amigos que
asistían, se cubrían la cabeza en señal de su
dolor para no verlo. Le cortaban la extremidad de los cabellos, y le
daban la mano en señal de la pena que les causaba su
separación.

Después de muerto cercaban el cadáver con
velas
[43]
, lo ponían en la puerta de la calle, y
cerca de él ponían un vaso con agua lustral, con la que
rociaban a los que asistían a los funerales. Los que
concurrían al entierro y los deudos, llevaban luto.

Los funerales duraban nueve días. Siete se conservaba el
cadáver en la casa, el octavo se quemaba, y el noveno se
enterraban sus cenizas. Con poca diferencia hacían lo mismo los
romanos.

Luego que expiraba el enfermo, daban tres o cuatro alaridos para
manifestar su sentimiento. Ponían el cadáver en el
suelo, lo lavaban con agua caliente, y lo ungían con
aceite. Después lo vestían y le ponían las
insignias del mayor empleo que había tenido.

Como aquellos gentiles creían que todas las almas
debían pasar un río del infierno que llamaban
Aqueronte
, para llegar a los Elíseos, y en este
río había sólo una harca, cuyo amo era un tal
Carón
, barquero interesable que a nadie pasaba si no
le pagaban el flete, le ponían los romanos a sus muertos una
moneda en la boca para el efecto.

A seguida de esto, exponían el cadáver al
público entre hachas y velas encendidas, sobre una cama en la
puerta de la casa.

Cuando se había de hacer el entierro, se llevaba el
cadáver al sepulcro o en hombros de gente o en literas (como
nosotros antes de hoy los llevábamos en
coches). Acompañaba al cadáver la música
lúgubre, y unas mujeres lloronas alquiladas, que llamaban por
esta razón
Praeficae
, y en castellano se llaman
plañideras, que con sus llantos forzados reglaban el tono de la
música y el punto que había de seguir en el suyo el
acompañamiento.

Los esclavos a quienes el difunto había dado libertad en su
testamento, iban con sombreros puestos y hachas encendidas. Los hijos
y parientes con los rostros cubiertos y tendido el cabello. Las hijas
con las cabezas descubiertas, y todos los demás amigos con el
pelo suelto y vestidos de luto.

Si el difunto era ilustre, se conducía primero el
cadáver a la plaza, y desde una columna que llamaban
de las
arengas
, un hijo o pariente pronunciaba una oración
fúnebre en elogio de sus virtudes. Tan antiguos así son
los sermones de honras.

Después de esto, se conducía el cadáver al
sepulcro, sobre cuyo lugar hubo variación. Algún tiempo
se conservaban los cadáveres en las casas de los
hijos. Después viendo lo perjudicial de este uso, se
estableció por buen gobierno que se sepultasen en despoblado; y
ya desde entonces procuraba cada uno labrar sepulcros de piedra para
sí y su familia
[44]
. Lo mismo observaron los griegos,
con excepción de los lacedemonios. Los pobres que no
podían costear este lujo, se enterraban como en todas partes,
en la tierra pelada.

Después se acostumbró quemar a los héroes
difuntos. Para esto ponían el cadáver sobre la
Pira
[45]
, que era un montón bien elevado de
leña seca, la que rociaban con licores y aromas olorosos, y los
parientes le pegaban fuego con las hachas que llevaban encendidas,
volviendo en aquel acto las caras a la parte opuesta.

Mientras ardía el cadáver, los parientes echaban al
fuego los adornos y armas del difunto, y algunos sus cabellos en
prueba de su dolor.

Consumido el cadáver, se apagaba el fuego con agua y vino, y
los parientes recogían las cenizas, y las colocaban en una urna
entre flores y aromas. Después el sacerdote rociaba a todos con
agua para purificarlos, y al retirarse, decían todos en alta
voz:
Aeternum vale
, o
que te vaya bien eternamente
,
cuyo buen deseo explica mejor nuestro
requiescat in
pace
.
En paz descanse
. Hecho esto, se colocaba la urna
en el sepulcro, y grababan en él el epitafio, y estas cuatro
letras S. T. T. L. que querían decir:
Sit tibi terra
levis
.
Séate la tierra leve
, para que los
pasajeros deseasen su descanso. Entre nosotros se ve una cruz en un
camino, o un retablito de algún matado en una calle, a fin de
que se haga algún sufragio por su alma.

Concluida la función, se cerraba la casa del difunto, y no
se abría en nueve días, al fin de los cuales se
hacía una conmemoración.

Los griegos cerca de la hoguera o pira ponían flores, miel,
pan, armas y viandas… ¡Ay!, ofrendas, ofrendas de los indios,
¡qué antiguo y supersticioso es vuestro
origen!
[46]
Toda la función se concluía con
una comida que se daba en casa de algún pariente. Hasta esto
imitamos, acordándonos que los duelos con pan son menos.

¿Y acaso sólo los griegos y romanos hacían
estos extremos de sentimiento en la muerte de sus deudos y amigos? No,
hijos míos. Todas las naciones, y en todos tiempos han
expresado su dolor por esta causa. Los Hebreos, los Sirios, los
Caldeos, y los hombres más remotos de la antigüedad,
manifestaban su sensibilidad con sus finados, ya de uno, ya de otro
modo. Las naciones bárbaras sienten y expresan su sentimiento
como las civilizadas.

Justo es sentir a los difuntos, y en los libros sagrados leemos
estas palabras: Llora por el difunto, porque ha faltado su luz o su
vida.
Supra mortum plora, defecit enim, lux ejus.
(Eccl.,
Cap. 22, V. 10.), Jesucristo lloró la muerte de su querido
Lázaro; y así sería un absurdo horroroso el
llevar a mal unos sentimientos que inspira la misma naturaleza, y
blasfemar contra las demostraciones exteriores que los expresan.

Así es, que yo estoy muy lejos de criticar ni el sentimiento
ni sus señales; pero en la misma distancia me hallo para
calificar por justos los abusos que notamos en éstas, y creo
que todo hombre sensato pensará de la misma manera porque,
¿quién ha de juzgar por razonables las lloronas
alquiladas de los romanos, ni los fletes que ponían a sus
muertos en la boca? ¿Quién no reirá la
tontería de los coptos, que en los entierros corren por las
calles dando alaridos en compañía de las
plañideras, echándose lodo en la cara, dándose
golpes, arañándose, con los cabellos sueltos, y
representando todo el exceso de unos furiosos dementes?
¿Quién no se horrorizará de aquella crueldad con
que en otras tierras bárbaras se entierran vivas las viudas
principales de los reyes o mandarines, etc.?

Todos, la verdad, criticamos, afeamos y ridiculizamos los abusos de
las naciones extranjeras, al mismo tiempo que, o no conocemos los
nuestros, o si los conocemos, no nos atrevemos a desprendernos de
ellos, venerándolos y conservándolos; por respeto a
nuestros mayores, que así los dejaron establecidos.

Tales son los abusos que hasta hoy se notan en orden a los
pésames, funerales y lutos. Luego que muere el enfermo entre
nosotros, se dan sus alaridos regularmente para manifestar el
sentimiento. Si la casa es rica, es lo más usado despachar al
muerto al depósito; pero si es pobre, no se escapa el
velorio. Este se reduce a tender en el suelo el cadáver, ya
amortajado, en medio de cuatro velas, a rezar, algunas estaciones y
rosarios, a beber dos chocolates, y (para no dormirse) contar cuentos
y entretener el sueño con boberías y quizá con
criminalidades. Yo mismo he visto quitar créditos y enamorar a
la presencia de los difuntos. ¿Si serán estas cosas por
vía de sufragios?

Algún tanto calman los gritos, llantos y suspiros en el
intermedio que hay desde la muerte del deudo hasta el acto de sacarlo
para la sepultura. Entonces, como si un cadáver nos sirviera de
algún provecho, como si no nos hicieran un gran favor con
sacarnos de casa aquella inmundicia, y como si al mismo muerto lo
fueran a descuartizar vivo, se redobla el dolor de sus deudos, se
esfuerzan los gritos, se levantan hasta el cielo los ayes, se dejan
correr con ímpetu las lágrimas, y algunas veces son
indispensables las pataletas y desmayos, especialmente entre las
dolientes bonitas, unas veces originados de su sensibilidad y otras de
sus monerías. Y cuidado, que hay muchachas tan diestras en
fingir un acceso epiléptico, que parece la mera verdad. Por lo
común son unos remedios eficaces, para hacer volver a algunas,
los consuelos y los chiqueos de las personas que ellas quieren.
Dejaremos a los dolientes en su zambra de gritos y desmayos, mientras
observamos el entierro.

Si el muerto es rico ya se sabe que el fausto y la vanidad lo
acompañan hasta el sepulcro. Se convidan para el entierro a
los pobres del hospicio, los que con hachas en las manos
acompañan, ¡cuantas veces! los cadáveres de
aquellos que cuando vivos aborrecieron su compañía.

No me parece mal que los pobres acompañen a los ricos cuando
muertos; pero sería mejor, sin duda, que los ricos
acompañasen a los pobres cuando vivos, esto es, en las
cárceles, en los hospitales y en sus chozas miserables; y ya
que por sus ocupaciones no pudieran acompañarlos ni consolarlos
personalmente, siquiera que los acompañara su dinero
aliviándoles sus miserias. Aquel dinero, digo, que mil veces se
disipa en el lujo y en la inmoderación. Entonces sí
asistirían a sus funerales, no los pobres alquilados, sino los
socorridos. Estos irían sin ser llamados, llorando tras el
cadáver de su bienhechor. Ellos, en medio de su
aflicción, dirían: «Ha muerto nuestro padre,
nuestro hermano, nuestro amigo, nuestro tutor y nuestro
todo. ¿Quién nos consolará? ¿Y
quién sustituirá el lugar de este genio
benéfico?»
[47]

Ésta sí fuera asistencia honrosa, y los mayores
elogios que pudieran lisonjear el corazón de sus parientes;
porque las lágrimas de los pobres en la muerte de los ricos,
honran sus cenizas, perpetúan la memoria de sus nombres,
acreditan su caridad y beneficencia, y aseguran con mucho fundamento
la felicidad de su suerte futura con más solidez, verdad y
energía que toda la pompa, vanidad y lucimiento del
entierro. ¡Infelices de los ricos cuya muerte ni es precedida ni
seguida de las lágrimas de los pobres!

Volvamos al entierro. Siguen metidos dentro de unos sacos colorados
unos cuantos viejos, que llaman trinitarios; después van
algunos eclesiásticos y con ellos otros muchos monigotes al
modo de clérigos; a esta comitiva sigue el cadáver y
tras él una porción de coches.

La iglesia donde se hacen las exequias está llena de
blandones con cirios, y la tumba magnífica y galana. La
música es igualmente solemne aunque fúnebre.

Durante la vigilia y la misa, que para algunos herederos no es de
réquiem
sino de
gracias
, no cesan las
campanas de aturdirnos con su cansado clamoreo,
repitiéndonos

Que ese doble de campana
no es por aquel que murió,
sino porque sepa yo
que me he de morir mañana.

Bien que de esta clase de recuerdos deben
aprovecharse especialmente los ricos, pues estos dobles sólo
por ellos se echan y les acuerdan que también son mortales como
los pobres, por los que no se doblan campanas, o si acaso, es poco y
de mala gana; y así los pobres son en la realidad
los
muertos que no hacen ruido
.

Se concluye el entierro con todo el fausto que se puede, o que se
quiere, cuidándose de que el cadáver se guarde en un
cajón bien claveteado, forrado y aun dorado (como lo he visto),
y tal vez que se deposite en una bóveda particular, ya que los
mausoleos son privativos a los príncipes, como si la muerte no
nos hiciera a todos iguales, verdad que atestigua Séneca
diciendo en la ep. 102,
que la ceniza iguala a
todos
. ¿Quién distinguirá las cenizas de
César o Pompeyo de las de los pobres villanos de su tiempo?

Toda esta bambolla cuesta un dineral, y a veces en estos gastos tan
vanos como inútiles se han notado abusos tan reprensibles que
obligaron a los gobernantes a contenerlos por medio de las leyes,
mandando éstas que siendo los gastos de los funerales
excesivos, atendidos los haberes y calidad del difunto, los modifique
el juez del respectivo domicilio.

Entra aquí la grave dificultad para saber cuándo no
hay exceso en estos gastos. Confieso que será muy rara la vez
que el juez pueda decidir en este caso, porque casi siempre le
faltarán los conocimientos interiores del estado de las cosas
del finado; y así sólo podrá determinar el exceso
con atención a su calidad. Supongamos: cuando un plebeyo
conocido quiera sepultarse con la pompa de un conde, y aun entonces si
tiene dinero con que pagarla, no sé si se burlará de las
leyes, pero Horacio sí lo sabía cuando dijo que todo, la
virtud… entiéndase, los elogios que a ella son debidos, la
fama y el esplendor obedecen a las hermosas riquezas, y el que las
sepa acopiar será ilustre, valiente, justo, sabio, y lo que
quiera.

Mas hablando a lo cristiano, yo no me detendré en fijar la
regla por donde se deba conocer cuándo hay exceso en los
funerales.

Ya sé que parecerá nimiamente escrupulosa, pero
aseguro que es infalible y muy sencilla. Se reduce a que lo que se
gaste de lujo en los funerales no haga falta a los acreedores, ni a
los pobres.

¿Y si los acreedores están pagados y a los pobres se
les han dado algunas limosnas, no podrá el finado disponer a su
voluntad del quinto de sus bienes? Sí podrá, se
responde, pero luego, luego pregunto: ¿lo que se gasta en lujo
no estuviera mejor empleado en los pobres que siempre sobran? Es
inconcuso. Pues en este caso ¿cuál es el lujo que se
deberá usar lícitamente entre cristianos? Ninguno a la
verdad. Digo esto si hablo con cristianos, que si hablara con paganos
que afectaran profesar el cristianismo, sería menos escrupuloso
en mis opiniones. Vamos a otra cosa.

A proporción de los abusos que se notan en los entierros de
los ricos, se advierten casi los mismos en los de los pobres; porque
como éstos tienen vanidad, quieren remedar en cuanto pueden a
los ricos. No convidan a los del Hospicio, ni a los trinitarios, ni a
muchos monigotes, ni se entierran en conventos, ni en cajón
compuesto, ni hacen todo lo que aquéllos, no porque les faltan
ganas, sino reales. Sin embargo, hacen de su parte lo que pueden. Se
llama a otros viejos contrahechos y despilfarrados que se dicen
hermanos del Santísimo
, pagan sus siete
acompañados, la cruz alta, su cajoncito ordinario, etc., y esto
a costa del dinero que antes de los nueve días del funeral
suele hacer falta para pan a los dolientes.

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