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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (28 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Januario, como tan diestro en estas escuelas, me dijo: hombre,
¡qué entristecida se ha dado el baile y tan temprano!
¿Y qué hemos de hacer?, le dije yo. ¿Cómo
qué? Alegrarlo, me respondió. ¿Y con qué
se alegra?, le pregunté. Con una friolera. ¿Hay
aguardiente? Sí, le dije. ¿Y azúcar y limones?
También. Pues manda que lo pongan todo en la
recámara. Hice lo que me dijo Januario, quien en un momento
hizo una mezcla de aguardiente, azúcar y limón, que
llaman ponche; mandó poner nuevas luces en las pantallas, y
comenzó a dar a los músicos y a los asistentes de aquel
brebaje condenado a pasto y sin medida, con cuya diligencia se puso
aquello de los demonios.

Al principio bailaban con algún orden, y sabían
algunos lo que tocaban y otros lo que saltaban, pero en cuanto el
aguardiente endulzado comenzó a hacer su operación, se
acabaron de trastornar las cabezas, se hizo a un lado el tal cual
respetillo y moderación que había habido, las mujeres
escondieron la vergüenza y los hombres el miramiento.

Entró segunda y tercera tanda de ponche, y ya no
había gente con gente, porque ya aquello no era baile, sino
retozo y escándalo criminal.

Los que hacen bailes, y más si son de la clase de
éste (que pocos hay que no lo sean), son unos alcahuetes y
solapadores de mil indecencias escandalosas. Tal vez no lo
presumirán, no lo querrán y aun se disgustarán
con ellas, pero todo esto no salva el que sean los consentidores y los
motores principales de estas lúbricas desenvolturas, pues en
buena filosofía se sabe que
lo que es causa de la causa, es
causa de lo causado
; y así los que hacen un baile deben
tener consideración de muchas cosas para evitar estos
desenfrenos escandalosos, porque si no pasarán la plaza de
alcahuetes declarados a los ojos del mundo, y a los de Dios
serán reos de cuantos pecados se cometan en sus casas.

Las principales consideraciones que debe tener presentes el que
hace un baile, me parece que se pueden reducir a las siguientes.

1.ª Que las mujeres concurrentes sean honestas, de buena vida,
y nunca solteras o mujeres libres, sino hijas de familia o casadas, y
que vayan con sus padres o maridos, para que el respeto de
éstos las contenga, y contenga a los jóvenes
libertinos.

2.ª Que con conocimiento, jamás se convide a ninguno de
éstos por exquisita que sea su habilidad, pues menos malo
será que se baile mal, que no que se seduzca
bien. Ordinariamente estos mozos bailadores, o como les dicen,
útiles
, son unos pícaros de buen tamaño;
no llevan a un baile más que dos objetos: divertirse y
chonguear
(es su voz). Este
chongueo
no es
más que sus seducciones o llanezas. Si pueden, pervierten a la
doncella y hacen prevaricar a la casada, y todo esto sin amor, sino
por un mero vicio o pasatiempo.

Algunas ocasiones (¡ojalá no fueran tantas!) logran
sus intentos, y apenas satisfacen su lujuria, cuando abandonan por
nuevo objeto a aquellas infelices locas que prostituyeron su honor y
su virtud a la verbosidad y arterías de un mozo inmoral,
lascivo, necio y sólo buen bailarín.

Pero aun cuando encuentran con pedernal, quiero decir, cuando por
fortuna las muchachas todas de un baile son juiciosas, honestas y
recatadas, que saben burlar sus intentonas y conservar su honor ileso
en medio de las llamas, como la zarza que vio arder Moisés sin
quemarse, lo que ciertamente es un milagro, aun en este caso tan
remoto hacen estos
útiles
su negocio.

Ellos, a más no poder, y cuando se les cierran los
oídos de las jóvenes, no se dan por vencidos ni se
entristecen. Como sus adulaciones y diligencias en cualquier
seducción no son por amor sino por vicio, no se les da cuidado
de los desaires, ni se entibian por no hallar correspondencia. Nada
menos. Siguen brincando y saltando muy serenos, contentándose
con lo que ellos llaman
caldo
.

Este
caldo
… alerta casados y padres de familia que
sabéis lo que es el honor, y lo queréis conservar como
es debido, este
caldo
es el manoseo que tienen con vuestras
hijas y mujeres
[50]
, las licencias pasan mil veces de las
manos a las bocas, casi convirtiéndose los manoseos claros en
ósculos furtivos, que las menos escrupulosas no llevan a mal, y
las que se llaman prudentes y honradas disimulan y sufren por evitar
pendencias.

De suerte que el marido o padre pundonoroso que en su casa se
espantaría de que su mujer o hija le diese la mano a un hombre,
en un baile de éstos tolera a su vista que se las abracen,
tienten, estrujen y manoseen más que las ancas de un caballo
gordo.

Lo peor es que estos manoseos y tentadas acompañadas de las
risas y dichitos que se acostumbran, son para muchas mujeres como el
pecado venial para las almas, con la diferencia que el pecado venial
entibia
y dispone a las almas para el pecado mortal, y los
manoseos o
caldos
de que hablamos,
encienden
y
disponen a algunas jóvenes para dar al traste con su honor, el
de sus padres y maridos. Ningún escrúpulo está
por demás para evitar estos excesos.

La tercera consideración que podían tener los que
hacen o dan un baile, era que no hubiera en ellos licor
espirituoso. En caso de ser preciso, por costumbre o cariño,
obsequiar a los concurrentes, sería menos malo hacerlo con
zoletas y nieve de leche, limón, tamarindo, etc., de esta
clase, que no con
merendatas
y vino, aguardiente, ponche y
otros licores semejantes, que ofuscando el cerebro facilitan el
trastorno de la razón, y alteran la constitución
física de ambos sexos, cuyas resultas, cuando menos, no escapan
de ser deseos, pensamientos consentidos, y delectaciones morosas, y en
tal y tal persona algo más, y más pecaminoso.

Mucho de esto se evitaría con la reglita que os dejo
señalada, pues es cierto el dicho antiguo de que
sine
Cerere et Baccho friget Venus
, que equivale a esta coplita:

Poco manjar y ninguna
espirituosa bebida,
si la lujuria no apagan,
a lo menos la mitigan.

La cuarta y última consideración que
se debía tener, era que los bailes durasen cuando más
hasta las doce de la noche. Ésta es una hora más que
regular para irse a recoger cada uno a su casa bastante divertido, si
es racional; porque lo que pasa de esa hora, ya no debe llamarse
diversión, sino vicio, incomodidad y tontería.

A solas estas cuatro reglillas quisiera yo que se sujetaran los que
dan un baile, y me parece (bien que no lo aseguro) que no se
arrepentirían de su observancia.

Últimamente, yo no declamo contra los bailes, sino contra
los escándalos de los bailes. Quítese de ellos todo lo
que los hace pecaminosos y peligrosos, y dejándolos en una
clase de diversión indiferente, ellos serán malos para
quien quiera ser malo en ellos, y serán honestos para el
honesto; pero mientras así no se haga, el baile, sea por sus
abusos, sea por su ocasión, no podrá librarse de la
definición de un padre de la Iglesia, que dice que
el baile
es un círculo, cuyo centro es el demonio
.

Bailar no es malo, lo malo es el modo con que se baila, y el objeto
por que se baila. David bailó delante del Arca del
Señor, y los israelitas delante del becerro de Belial. Todos
bailaron, pero ¡con qué diverso, modo, y con qué
diverso objeto! Por eso también fueron diversas las
retribuciones.

Hay moralistas tan austeros que no consideran baile sin
ocasión próxima voluntaria, y según esto, no
juzgan lícito ninguno. Yo, después de respetar su
opinión, no me conformo con ella. Soy más indulgente y
digo que puede haber y de hecho habrá, no siendo como los que
se usan, algunos bailes donde falten estas ocasiones, estos
escándalos, cantares lascivos, manoseos, embriagueces, y
demás abusos que se notan en los más de ellos. ¿Y
cuáles serán éstos? Los que se debieran usar
entre gentes de buena conciencia.

Si todos los concurrentes lo son, el baile será una
diversión honesta. La dificultad estriba en que se dé un
baile con tanto arreglo.

Dejando a todos que hagan lo que quieran en sus casas, volviendo a
la mía, digo que ya fatigados de saltar, beber y charlar, se
fueron poniendo en quietud a más no poder, porque los
más no se podían tener en pie.

Los músicos arrumbaron sus instrumentos junto a las sillas,
y ellos se acostaron en ellas lo mejor que pudieron; las mujeres se
amontonaron en el estrado, y los hombres se pusieron a contar cuentos
y a hablar ociosidades para no dormirse, pues no tardaba en amanecer,
como deseaban, para irse a tomar café.

Las disposiciones no eran muy malas, pero ellos ni ellas eran
dueños de sí, sino el aguardiente que los narcotizaba
más y más a cada minuto.

Con esto, unos hablando y otros oyendo simplezas, se fueron
quedando dormidos unos por un lado y otros por otro, siendo de los
primeros Januario.

La señora mi madre ya se había recogido bien
temprano, encargándome que cuidara la casa, como lo hice, pues
aunque tenía sueño como el mejor, no me atreví a
dormir temeroso de que no se fuera alguno a llevar alguna cosa. Es un
demonio el interés. En el estado de la salud pocas cosas
desvelan a los hombres más que él.

Alerta estaba yo velando a todos y oyéndolos roncar y variar
el estómago cual más cual menos. No me era muy grata
esta música ni estos olores; y a más de eso, ya no
podía sufrir el sueño.

Es verdad que el zaguán estaba
cerrado y yo tenía la llave, por lo que bien me podía
haber acostado, pero me detenía el considerar que en casa no
había más que mi madre, yo y una criada buena, pero
vieja y dormilona, que no madrugaba si el mundo se volcara de arriba
abajo. Mi madre no era justo que se levantara a abrir a aquellos
bribones a la hora que a cada uno se le quitara la borrachera y
quisiera marcharse para la calle, y así no había otro
centinela más que yo, que para no dormirme me puse a divertir
con los dormidos a mi entera satisfacción, como que
sabía que dormían, los más, con dos
sueños, el natural y el del aguardiente.

Uno de los perjuicios que la embriaguez acarrea al que la tiene, es
exponerlo a la irrisión de cualquiera, como les sucedió
a éstos conmigo, pues a unos les tizné las caras, a
otros les escondí varias cosas, a otros los cosí unos
con otros, y a todos les hice mil maldades.

Amaneció el día, corrió el ambiente fresco,
abrí el balcón, y a vista de la luz, y al sonido de las
campanas y del ruido de la gente que andaba por las calles, fueron
despertando; y mirándose unos a otros las caras llenas de
jaspes y labores, no podían contener la risa, especialmente las
mujeres, las que lo mismo fue levantarse que oír, con dolor de
su corazón, tronar sus vestidos y aun verlos hechos
pedazos.

Unas disimulaban su pesar, mas otras renegaban del pícaro
ocioso que las había inferido tal daño, que ciertamente
lo era; pero los tunantes como yo, no reparan en eso; el caso es
divertirse a costa ajena, y como esto se logre, nada les importa hacer
una maldad que perjudique el interés y aun la salud de los
demás.

Pasado el primer fervor del enojo, limpias unas, remendadas otras,
y todos más serenos, se marcharon para el café o sus
casas, menos Januario y tres o cuatro amigos suyos y
míos, que como más gorrones y sinvergüenzas, se
quedaron hasta apurar en el almuerzo las reliquias del día
anterior; pero por fin almorzaron, y viendo que ya no quedaba
más que repelar de la fiesta, se fueron a la calle y yo a mi
cama.

Dormí como un podenco hasta las doce del día, a cuya
hora me levanté y hallé a la pobre vieja cocinera hecha
un Bernardo contra los bailadores. Señora, decía a mi
madre, ¿no es brava sinrazón la de estos perdularios,
que después de haber tragado y divertídose todo el
día, pusieran la casa como la han puesto? Mire usted,
señora, todo el día se me ha ido en limpiar sus
porquerías; porque ¡Jesús! ¡Cómo
estaba todo! Era un asco. Un vómito por el corredor, una
suciedad por la escalera, otra por otro lado; hasta la sala,
señora, hasta la sala estaba hecha una
zahúrda. ¡Ah fu! ¡Qué gente tan sucia y tan
grosera! Pero lo que yo más he sentido, señora, han sido
las macetas. Mire su merced cómo las han puesto. Todas
están destrozadas. ¡Ay, qué gentes van a los
bailes de tan mal natural, que no contentas con tragar, divertirse,
emborracharse y emporcar la casa, todavía hacen mil maldades
como ésta!

Mi madre consoló a la viejecita diciéndole: dice
usted bien, nana Felipa, son unos pícaros, indecentes, groseros
y malcriados los que hacen tanto mal en las mismas casas en que se
divierten; pero ya, por ahora, no hay remedio. Ya usted sabe que mi
marido no era amigo de estas jaranas, y así yo no tenía
experiencia de semejantes groserías; pero le empeño a
usted mi palabra en que será la primera y la última.

No me gustó mucho esta sentencia, porque como ni yo gastaba
el dinero, ni trabajaba en nada de la función, hubiera querido
que siguieran los bailecitos en mi casa, a lo menos tres veces a la
semana.

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