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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (32 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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No son, hijos míos, los oficios los que envilecen al hombre
(no me cansaré de repetir esta verdad); el hombre es el que se
envilece con sus malos procederes; ni menos es estorbo la pobre cuna,
ni las artes mecánicas para lograr entre los apreciadores del
mérito, el lugar que uno se sepa merecer con su virtud,
habilidad y ciencia. Buenos testigos de esta verdad son tantos
ingeniosos poetas, diestros pintores, excelentes músicos,
escultores insignes y otros habilísimos profesores de las artes
ya liberales, ya mixtas, a quienes el mundo ha visto visitados,
enriquecidos y honrados por los pontífices, emperadores y reyes
de la Europa. Prueba clara de que el mérito distinguido y la
sobresaliente habilidad no sólo no es barrera que imposibilite
los honores, sino que muchas veces es el imán que los atrae
hacia sus profesores. Ya se ha dicho en esta misma obrita que Sixto V,
antes de gobernar la Iglesia católica como pontífice,
fue porquerizo
[66]
. Ejemplar, que vale por
otros muchos que recuerdan las historias eclesiástica y
profana. Bien que la vanidad ha hecho que en nuestros días no
sean estos ejemplos muy comunes.

Pero es menester decirlo todo. No sé si es más
admirable ver un hombre elevarse desde la basura a un puesto alto, o
ver a otros que, colocados en él, no olviden la humildad de sus
principios. Yo creo que esto así como es lo más justo,
así es lo más difícil, atendida la soberbia
humana; y siendo lo más difícil de suceder, debe ser lo
más admirable.

Que un hombre pase del estado de pobre al de rico, del de plebeyo
al de noble, y del de pastor al de rey, como se ha visto, puede ser
efecto de la casualidad en la que el mismo hombre no tiene parte; pero
que viéndose encumbrado sobre los demás, lejos de
ensoberbecerse ni endiosarse, se manifieste humano, afable y
cortés con sus inferiores, acordándose de lo que fue,
esto sí es admirable, porque prueba una grande alma capaz
de tener a raya sus pasiones en cualquier estado de vida, lo que no
hace el hombre muy fácilmente.

Lo común es que vemos infinitos que nacieron ricos y
grandes, y éstos son orgullosos y altivos por naturaleza, esto
es, así vieron el manejo de sus casas desde sus primeros
días, la lisonja les meció la cuna, y respiraron la
vanidad con el primer ambiente. Heredaron, por decirlo de una vez, la
nobleza, el dinero, los títulos, y con esto la altivez y la
dominación que ejercitan con los que están debajo de
ellos.

Esto es malo, malísimo, porque ningún rico debe
olvidarse de que es hombre, ni de que es semejante al pobre y al
plebeyo; sin embargo, si se pueden disculpar los vicios, parece que la
soberbia del rico merece alguna indulgencia si se considera que
jamás ha visto la cara a la miseria, ni le han faltado
lisonjeros que lo anden incensando a todas horas de rodillas. Es
menester ser un Alejandro para no caer en la tentación de
dejarse adorar como Nabuco.

Pero los pobres que nacieron entre los terrones de una aldea o
mísero pueblecico, que sus padres fueron unos infelices, y sus
primeros refajos unas mantas, que así se criaron y así
crecieron luchando con la desdicha y la indigencia, no sólo
ignorando los ecos de la adulación, sino
familiarizándose con los desprecios; éstos, digo, ¿por
qué si a la Providencia le place elevarlos a un puesto
brillante, al momento se desvanecen y se desconocen hasta el punto no
sólo de menospreciar a los pobres, no sólo de no
socorrer a sus parientes, sino ¡lo más execrable! de negar su
estirpe enteramente? Ésta es una soberbia imperdonable.

No son éstas ficciones de mi pluma, el mundo es testigo de
estas verdades. ¿Cuántos al tiempo de leer estos renglones
dirán: mi hermano el doctor no me habla; otros, mi hermana la
casada no me saluda; otros, mi tío el prebendado no me conoce,
y así muchos?

No quisiera decirlo, pero quizá por este vicio e ingratitud
se inventó aquel trillado refrán que dice:
quieren
ver a un ruin, denle un cargo.
Ello es una vileza de
espíritu
[67]
degenerar de su sangre,
y dejar perecer en la miseria a los deudos sólo por pobres, al
tiempo que se podían favorecer con facilidad a merced del
puesto encumbrado que se ocupa
[68]
.

Pero aunque sea soberbia, villanía o lo que se le quiera
llamar, así lo vemos practicar. Y si estas clases de personas
son tan altivas con su sangre, ¿qué no serán con sus
dependientes, súbditos y otros pobres, a quienes consideran muy
indignos de su afabilidad y cortesía?

Se ve, y no con rareza, que muchos de estos que eran atentos,
cariñosos y bien criados con todo el mundo en la esfera de
pobres, luego que cambia su suerte y se levantan de entre la ceniza se
hacen soberbios, hinchados, fastidiosos y detestables.

El célebre padre Murillo en su catecismo, citando a Plinio y
Estrabón, dice que el Bucéfalo o caballo de Alejandro
cuando estaba en pelo se dejaba manosear y tratar de cualquiera; pero
en cuanto lo ensillaban y enjaezaban ricamente, se volvía
indomable, y no se sujetaba sino al joven Macedón. El dicho
padre hace sobre este cuentecillo una reflexión muy oportuna
que la he de poner al pie de la letra.
Hay algunos
(dice)
que son tratables cuando están en pelo, pero viéndose
adornados con una garnacha, una borla, una dignidad, y aun iba a
decir, con una mortaja de religioso, no hay quien se averigüe con
ellos.

No hijos, por Dios, no aumentéis el número de estos
ingratos soberbios. Si mañana la suerte os colocare en
algún puesto brillante, que es lo que se dice
estar en
candelero
, o si tenéis riquezas y valimientos, dispensad
vuestros favores a cuantos podáis sin agravio de la justicia,
que eso es ser verdaderamente grandes. Mientras mayor sea vuestra
elevación, tanto mayor sea vuestra
beneficencia. Cicerón, en la defensa de Q. Ligario,
dice:
Que con ninguna cosa se parecen los hombres más a
Dios que con esta virtud.
Siempre respetará el mundo los
augustos nombres de Tito y Marco Aurelio. Éste llenó de
glorias y de felicidades a Roma, y aquél fue tan inclinado a
hacer bien, que el día que no hacía uno, decía
que lo había perdido,
diem perdidimus
.

Por otra parte, jamás os desvanezcáis con las
riquezas ni con los empleos de distinción, porque ésta
será la prueba más segura de que no los merecéis,
ni habéis jamás disfrutado de aquéllas. Si vemos
que uno al entrar en un coche o subir a un barco se desvanece y le
acometen vértigos frecuentes, fácilmente conocemos,
aunque él no lo diga, que aquélla es la primera vez que
pisa semejantes muebles. No sin razón dice nuestro vulgar
adagio que
a herradura que chapalea clavo le falta
, y es por
esto.

¡Qué diferente juicio no hace el mundo de aquellos que
habiendo nacido pobres u oscuros, y hallándose de repente con
riquezas u empleos sobresalientes, ni se desvanecen con la altura de
éstos, ni se deslumbran con el brillo de aquéllas, sino
que, inalterables en el mismo grado de sencillez y bella índole
que antes tenían, conquistan cuantos corazones tratan! ¿No es
preciso confesar que el corazón de estos hombres es
magnánimo, que no se aturde ni se inflama con el oro y que, si
nació sin empleos y sin honores, a lo menos fue siempre digno
de ellos?

Y si estos mismos hombres en vez de abusar de su poder o su dinero
para oprimir al desvalido, o atropellar al pobre, en cada uno de estos
desgraciados reconocen un semejante suyo, lo halagan con su dulce
trato, lo alientan con sus esperanzas, y lo favorecen cuando pueden,
¿no es verdad que en vez de murmuradores, envidiosos y maldicientes,
tendrían un sinnúmero de amigos devotos que los
llenarán de bendiciones, les desearán aumentos, y
glorificarán su memoria aún más allá del
término de sus días? ¿Quién lo duda?

Ni es prenda menos recomendable en un rico de los que hablo, una
ingenuidad sincera y sin afectación. El saber confesar nuestros
defectos nosotros mismos, es una virtud que trae luego la ventaja de
ahorrarnos el bochorno de que otros nos los refrieguen en la cara; y
si el nacer pobres o sin ejecutorias, es
defecto
[69]
, confesándolo nosotros
les damos un fuerte tapaboca a nuestros enemigos y envidiosos.

El no negar el hombre lo humilde de sus principios cuando se halla
en la mayor elevación, no sólo no lo demerita, sino que
lo ensalza en el concepto de los virtuosos y sabios, que son entre
quienes se ha de aspirar a tener buen concepto, que entre los necios y
viciosos poco importa no tenerlo.

Bien conoció esta verdad un tal Wigiliso, que habiendo sido
hijo de un pobre carretero, por su virtud y letras llegó a ser
arzobispo de Maguncia en Alejandría, y ya para no
engreírse con su alta dignidad, o como dijimos, para no dar
qué hacer a sus émulos, tomó por armas y puso en
su escudo una rueda de un carro con este mote:
Memineris quid sis
et quid fueris.
Acuérdate de lo que eres y de lo que
fuiste.

Tan lejos estuvo esta humildad de disminuirle su buen nombre, que
antes ella misma lo ensalzó en tanto grado, que después
de su muerte mandó el emperador Enrico II que aquella
rueda se perpetuase por armas del arzobispado de Maguncia.

Agatocles, como rey y rey rico, tenía oro y plata con que
servirse a la mesa, y sin embargo comía en barro para acordarse
que fue hijo de un alfarero.

Y por último, el señor Bonifacio VIII fue hijo de
padres muy pobres; ya siendo pontífice romano fue a verlo su
madre; entró muy aderezada, y el santo papa no la habló
siquiera, antes preguntó
¿quién es esta
señora?
Es la madre de Vuestra Santidad.
No puede ser
eso
, dijo,
si mi madre es muy pobre.
Entonces la
señora tuvo que desnudarse las galas, y volvió a verlo
en un traje humilde, en cuya ocasión el papa la salió a
recibir y la hizo todos los honores de madre como tan buen
hijo
[70]
.

¿Ya veis pues, queridos míos, como ni los oficios ni la
pobreza envilecen al hombre, ni le son estorbo para obtener los
más brillantes puestos y dignidades, cuando él sabe
merecerlos con su virtud o sus letras? En estas verdades os
habéis de empapar, y éstos son los ejemplos que
debéis seguir constantemente, y no los de vuestro mal padre
que, habiéndose connaturalizado con la holgazanería y la
libertad, no se quería dedicar a aprender un oficio ni a
solicitar un amo a quien servir, porque era noble, como si la nobleza
fuera el apoyo de la ociosidad y del libertinaje.

La pobre de mi madre se cansaba en aconsejarme, pero en vano. Yo me
empeoraba cada día, y cada instante le daba nuevas
pesadumbres y disgustos, hasta que acosada de la miseria y oprimida
con el peso de mis maldades, cayó la infeliz en una cama de la
enfermedad de que murió.

En este tiempo ¡qué trabajos para el médico!
¡Qué ansias para la botica! ¡Qué congojas para el
alimento no costó, no a mí, sino a la buena de
tía Felipa! Porque yo, pícaro como siempre, apenas iba a
casa al medio día y a la noche a engullir lo que podía,
y a preguntar como por cumplimiento cómo se sentía mi
madre.

Ya han pasado muchos años, ya he llorado muchas
lágrimas, y mandado decir muchas misas por su alma, y
aún no puedo acallar los terribles gritos de mi conciencia, que
incesantemente me dicen: tú mataste a tu madre a pesadumbres,
tú no la socorriste en su vida después de sumergirla en
la miseria, y tú, en fin, no le cerraste los ojos en su
muerte. ¡Ay hijos míos!, no quiera Dios que
experimentéis estos remordimientos. Amad, respetad, y socorred
siempre a vuestra madre, que esto os manda el Criador y la
naturaleza.

Por fortuna la fiebre que le acometió fue tan violenta que
en el mismo día la hizo disponer el médico, y al
siguiente perdió el conocimiento del todo.

Dije que esto fue por fortuna, porque si hubiera estado sin este
achaque, habría padecido doble con sus dolencias, y con la pena
que le debería haber causado el vil proceder de un hijo tan
ingrato y para nada.

En los seis días que vivió, todo su delirio se redujo
a darme consejos y a preguntar por mí, según me dijeron
las vecinas, y yo cuando estaba en casa no le oía decir sino:
¿ya vino Pedro? ¿Ya está ahí? Dele usted de cenar,
tía Felipa. Hijo, no salgas, que ya es tarde, no te suceda una
desgracia en la calle, y otras cosas a este tenor con las que probaba
el amor que me tenía. ¡Ay, madre mía! ¡Cuánto me
amaste, y qué mal correspondí a tus caricias!

Finalmente, su merced expiró cuando yo no estaba en
casa. Súpelo en la calle, y no volví a aquélla ni
puse un pie por sus contornos sino hasta los tres días, por no
entender en los gastos del entierro y todos sus anexos, porque estaba
sin blanca, como siempre, y el cura de mi parroquia no era muy amigo
de fiar los derechos.

A los tres días me fui apareciendo y haciéndome de
las nuevas, contando cómo había estado preso por un
pleito, y con el credo en la boca por saber de mi madre, y qué
sé yo cuántas más mentiras, con las que, y cuatro
lagrimillas, les quité el escándalo a las vecinas y el
enojo a nana Felipa, de quien supe que, viendo que yo no
parecía y que el cadáver ya no aguantaba, barrió
con cuanto encontró, hasta con el colchón y con mis
pocos trapos, y los dio en lo que primero le ofrecieron en el
Baratillo, y así salió de su cuidado.

No dejó de afligirme la noticia, por lo que tocaba a mi
persona, pues con el rebato que tocó me dejó con lo
encapillado y sin una camisa que mudarme, porque cuantas yo
tenía se encerraban en dos.

A seguida me contó que debía al médico no
sé cuántas visitas, y al boticario qué sé
yo qué recetas, que como nunca tuve intención de
pagarlas no me impuse de las cantidades.

Después de todo, yo no puedo acordarme sin ternura de la
buena vieja de tía Felipa. Ella fue criada, hermana, amiga,
hija y madre de la mía en esta ocasión. Fuérase
de droga, de limosna o como se fuese, ella la alimentó, la
medicinó, la sirvió, la veló y la enterró
con el mayor empeño, amor y caridad, y ella
desempeñó mi lugar para mi confusión, y para que
vosotros sepáis de paso que hay criados fieles, amantes y
agradecidos a sus amos, muchas veces más que los mismos hijos;
y es de advertir que luego que mi madre llegó al último
estado de pobreza, le dijo que buscara destino porque ya no
podía pagarle su salario, a lo que la viejecita llorando le
respondió que no la dejaría hasta la muerte, y que
hasta entonces le serviría sin interés, y así lo
hizo, que en todas partes hay criados héroes como el calderero
de San Germán.

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