El Periquillo Sarniento (46 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Pues hijo, le dijo mi esposa, yo lo que quiero es que te ocultes en
mi recámara, y que si el marqués se desmandare, como lo
temo, me defiendas, suceda lo que sucediere.

Pues no tenga su merced cuidado. Váyase, no la echen menos,
y lo malicien; que yo le juro que sólo que me mate el
marqués conseguirá sus malos pensamientos. Con esta
sencilla promesa se subió mi mujer muy contenta, y tuvo la
fortuna de que no la habían extrañado.

Llegó la hora de cenar, y entró Domingo a servir la
mesa como siempre. El marqués procuraba que mi esposa se
cargara el estómago de vino, pero ella, sin faltar a la
urbanidad, se excusó lo más que pudo.

Acabada la cena, mi rival por sobremesa apuró toda la
elocuencia del amor para que mi esposa condescendiera con sus torpes
deseos; pero ésta, acostumbrada a resistir tales asaltos, no
hizo más que reproducir los desengaños que mil veces le
había dado, aunque en vano, pues el marqués estaba
ciego, y cada desengaño lo obstinaba.

Esta contienda duraría como una hora, tiempo bastante para
que la criada se durmiera, y Domingo sin ser sentido se hubiera
ocultado bajo la misma cama de su ama, la que, viendo que su
apasionado la llevaba larga, se levantó de la mesa
diciéndole: señor marqués, yo estoy un poco
indispuesta, permítame usted que me vaya a recoger que es bien
tarde. Con esto se despidió y se fue a su recámara
cuidadosa de si Domingo se habría olvidado de su encargo; pero
luego que entró, el criado fiel le avisó dónde
estaba, diciéndole que estuviera sin miedo.

Sin embargo de esta compañía, mi esposa no quiso
desnudarse ni apagar la vela, según lo tenía de
costumbre, recelosa de lo que podía suceder, como
sucedió en efecto.

Serían las doce de la noche cuando el marqués
abrió la puerta y fue entrando de puntillas, creyendo que mi
esposa dormía, pero ésta, luego que lo sintió, se
levantó y se puso en pie.

Un poco se sobresaltó el caballero con tan inesperada
prevención, pero, recobrado de la primera turbación, le
preguntó: señorita, ¿pues qué novedad es esta que
tiene a usted en pie y vestida a tales horas de la noche? A lo que mi
esposa con gran socarra le respondió: señor
marqués, luego que advertí que usted se quedaba en casa
de esta santa señora, presumí que no dejaría de
querer honrar este cuarto a deshora de la noche, a pesar de que
yo no me he granjeado tales favores, y por eso determiné no
desnudarme ni dormirme, porque no era decente esperar de esa manera
una visita semejante.

Parece que era regular que el marqués hubiera desistido de
su intento al verlo prevenido y reprochado tan a tiempo; mas estaba
ciego, era marqués, estaba en su casa y según a
él le pareció no había ni testigos ni quien
embarazara su vileza; y así, después de probar por
última vez los ruegos, las promesas y las caricias, viendo que
todo era inútil, abrazó a mi mujer, que se paseaba por
la recámara, y dio con ella de espaldas en la cama; pero
aún no había acabado ella de caer en el colchón,
cuando ya el marqués estaba tendido en el suelo, porque
Domingo, luego que conoció el punto crítico en que era
necesario, salió por debajo de la cama y, abrazando al
marqués por las piernas, lo hizo medir el estrado de ella con
las costillas.

Mi esposa me ha escrito que, a no haber sido el motivo tan serio,
le hubiera costado trabajo el moderar la risa, pues no fue el paso
para menos. Ella se sentó inmediatamente en el borde de su
cama, y vio tendido a sus pies al enemigo de mi honor, que no osaba
levantarse ni hablar palabra, porque el jayán de Domingo estaba
hincado sobre sus piernas, sujetándolo del pañuelo
contra la tierra y amenazando su vida con un puñal, y
diciéndole a mi esposa lleno de cólera: ¿lo mato,
señora? ¿Lo mato? ¿Qué dice? Si mi amo estuviera
aquí, ya lo hubiera hecho, conque ansina nada se puede perder
por horrarle ese trabajo; antes cuando lo sepa, me lo
agradecerá muncho.

Mi esposa no dio lugar a que acabara Domingo de hablar, sino que,
temerosa no fuera a suceder una desgracia, se echó sobre el
brazo del puñal y con ruegos y mandatos de ama, a costa de mil
sustos y porfías, logró arrancárselo de la mano y
hacer que dejara al marqués en libertad.

Este pobre se levantó lleno de enojo, vergüenza y
temor, que tanto le impuso la bárbara resolución del
mozo. Mi esposa no tuvo más satisfacción que darle sino
mandar a Domingo que se retirara a la segunda pieza y no se
quitara de allí, y, luego que éste la obedeció,
le dijo al marqués: ¿Ve usted, señor, al riesgo a que lo
ha expuesto su inconsideración? Yo presumí, según
le insinué poco hace, que se había de determinar a
mancillar mi honor y el de mi esposo por la fuerza, y, para impedirlo,
hice que este criado se ocultara en mi recámara. Llegó
el caso temido, y a este pobre payo, que no entiende de muchos
cumplimientos, le pareció que el único modo de embarazar
el designio de usted era tirarlo al suelo y asesinarlo, como lo
hubiera verificado a no haber yo tomado el justo empeño que
tomé en impedirlo.

Yo conozco que él se excedió bárbaramente, y
suplico a usted que lo disculpe; pero también es forzoso que
usted conozca y confiese que ha tenido la culpa. Ya le he dicho a
usted mil veces que le agradezco muy mucho y le viviré
reconocida por los favores que tanto a mí como a mi marido nos
ha dispensado, mucho más cuando advierto que ni el uno ni la
otra los merecemos; pero, señor, no puedo pagarlos en la moneda
que usted quiere. Soy casada, amo a mi marido más que a
mí, y sobre todo tengo honor, y éste, si una vez se
pierde, no se restaura jamás. Usted es discreto, conozca la
justicia que me asiste, trate de desechar ese pensamiento que tanto lo
molesta, y me incomoda; y como no sea en eso, yo me ofrezco a servirle
como la última criada de su casa.

El marqués guardó un profundo silencio mientras que
habló mi esposa, pero, luego que concluyó, se
levantó diciendo: señorita, ya quedo impuesto en el
motivo que ocasionó a usted pretender quitarme la vida
alevosamente, y quedo medio persuadido a que si no tuviera esposo me
amaría, pues yo no soy tan despreciable. Yo trataré de
quitar este embarazo y, si usted no me correspondiere, se
acordará de mí, se lo juro.

Diciendo esto, sin esperar respuesta, se salió de la
recámara, y mirando a Domingo en la puerta le dijo: has
procedido como un villano vil de quien no me es decente tomar una
satisfacción cuerpo a cuerpo; mas ya sabrás
quién es el marqués de T.

Mi esposa, que me escribió estas cosas tan por menor como
las estoy contando a usted, no entendió que aquellas amenazas
se dirigieran contra mí y la existencia de mi criado.

Ella esperaba la aurora para tratar de librarse de los riesgos a
que su honor se hallaba expuesto en aquella casa prostituida, y mucho
más cuando el criado la contó lo que le había
dicho el marqués, añadiendo que él pensaba
partirse a otro día de la ciudad, porque temía que lo
hiciera asesinar.

Mi esposa aprobó su determinación, pero le
rogó que la dejara en salvo y fuera de aquella casa, y mi mozo
se lo prometió solemnemente; para que se vea que entre esta
gente, que llamamos
ordinaria
sin razón, se hallan
también almas nobles y
generosas
[119]
.

Rasgó el sol los velos de la aurora y manifestó su
resplandeciente cara a los mortales, y mi esposa al instante
trató de mudarse de la casa; ¿pero adónde, si
carecía absolutamente de conocimiento en México? Mas ¡oh
lealtad de Domingo! Él le facilitó todo y le dijo: lo
que importa es que su merced no esté aquí, y más
que esté en medio de la plaza. Voy a llamar los cargadores.

Diciendo esto se fue a la calle, y a poco rato volvió con un
par de indios a quienes imperiosamente mandó cargar la cama y
baúl de mi esposa, que ya estaba vestida para salir; y aunque
la vieja hipócrita procuró estorbarlo, diciendo que era
menester esperar al señor marqués, el mozo lleno de
cólera le dijo: ¡qué marqués ni que talega!
Él es un pícaro y usted una alcahueta, de quien ahora
mismo iré a dar cuenta a un alcalde de corte.

No fue menester más para que la vieja desistiera de su
intento, y a los quince minutos ya mi esposa estaba en la calle con
Domingo y los dos cargadores; pero cuando vencían una
dificultad, hallaban otras de nuevo que vencer.

Se hallaba mi esposa fatigada en medio de la calle, con los
cargadores ocupados y sin saber a dónde irse, cuando el fiel
Domingo se acordó de una nana Casilda que nos había
lavado la ropa cuando estábamos en el mesón; y, sin
pensar en otra cosa, hizo dirigir allí a los cargadores.

En efecto llegaron y, descargados los muebles, le comunicó a
la lavandera cuanto pasaba, añadiéndole que él
dejaba a mi esposa a su cuidado, porque su vida corría riesgo
en esta capital; que la señora su ama tenía dinero, que
de nada necesitaba sino de quien la librara del marqués; y que
su amo era muy honrado y muy hombre de bien, que no se
olvidaría de pagar el favor que se hiciera por su esposa. La
buena vieja ofreció hacer cuanto estuviera de su parte en
nuestro obsequio; mi fiel consorte le dio cien pesos a Domingo para
que se fuera a su tierra y nos esperara en ella, con lo cual
él, llenos los ojos de lágrimas, marchó para
Jalapa, advertido de no darse por entendido con la madre de mi
esposa.

Luego que el mozo se ausentó, la viejita fue en el momento a
comunicar el asunto con un eclesiástico sabio y virtuoso a
quien lavaba la ropa, y éste, después de haber hablado
con mi esposa, dispuso las cosas de tal manera que a la noche
durmió mi mujer en un convento, desde donde me escribió
toda la tragedia.

Dejemos a esta noble mujer quieta y segura en el claustro, y veamos
los lazos que el marqués me dispuso, mucho más vengativo
cuando no halló a mi esposa en la casa de la vieja, ni aun pudo
presumir en dónde se ocultaba de su vista.

Lo primero que hizo fue ponerme un propio avisándome estar
enfermo, y que luego, leída la suya, enfardelara las
existencias y me pusiera en camino a la ligera para México,
porque así convenía él sus intereses.

Yo inmediatamente obedecí las órdenes de mi amo, y
traté de ponerme en camino; pero no sabía la red que me
tenía prevenida.

Ésta fue la siguiente. En una de las ventas donde yo
debía parar tenía mi amo apostados dos o tres bribones
mal intencionados (que todo se compra con el oro), los cuales, sin
poder yo prevenirlo, se me dieron por amigos, diciéndome iban a
cumplimentarme de parte del marqués.

Yo los creí sincerísimamente, porque el hombre
mientras menos malicioso es más fácil de ser
engañado, y así me comuniqué con ellos sin
reserva. En la noche cenamos juntos y brindamos amigablemente, y
ellos, no perdiendo tiempo para su intriga, embriagaron a mis mozos y
a buena hora mezclaron entre los tercios de ropa una considerable
porción de tabaco, y se acostaron a dormir.

A otro día madrugamos todos para venirnos a la capital, a la
que llegamos en el preciso día a marchas forzadas. Pasaron mis
cargas de la garita sin novedad y sin registro; bien es verdad que no
sé qué diligencia hicieron con los guardas, porque como
no todos los guardas son íntegros, se compran muchos de ellos a
bajo precio.

Yo no hice alto en esto, pensando que mis camaradas iban a platicar
con ellos porque tal vez serían conocidos; y así con
esta confianza llegamos a México y a la misma casa del
marqués.

Luego que me apié, mandó éste desaparejar las
mulas y embodegar las cargas, haciéndome al mismo tiempo mil
expresiones.

En vista de ellas, aunque ya tenía en el cuerpo las malas
noticias, de mi esposa, que había recibido en el camino, no
pude excusarme de admitir sus obsequios y, aunque deseaba ir a
verla al convento, me fue forzoso disimular y condescender con las
instancias del marqués.

A pesar de la molestia y cansancio que me causó el camino,
no pude dormir aquella noche pensando en mi adorada Matilde, que
éste es el nombre de mi esposa; pero por fin amaneció y
me vestí, esperando que despertara el marqués para salir
de casa.

No tardó mucho en despertar, pero me dijo que en la misma
mañana quería que concluyéramos las cuentas,
porque tenía un crédito pendiente y deseaba saber con
qué contaba de pronto para cubrirlo.

Como yo, aunque lo veía con tedio, no presumía que
trataba de aprovechar aquellos momentos para perderme, y a más
de esto anhelaba también por entregarle su ancheta y romper de
una vez todas las conexiones que me habían acarreado su
amistad, no me costó mucho trabajo darle gusto.

En efecto, comencé a manifestarle las cuentas, y a ese
tiempo entraron en el gabinete dos o tres amigos suyos, cuyas visitas
suspendieron nuestra ocupación, bien a mi pesar, que estaba
demasiado violento por quitarme de la presencia de aquel
pérfido; pero no fue dable, porque el pícaro,
pretextando urbanidad y cariño, sacó al comedor a sus
amigos sin dejarme separar de ellos, antes tratándome con
demasiada familiaridad y expresión, y de esta suerte nos
sentamos juntos a almorzar.

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